domingo, 8 de febrero de 2015

Mi Avatar.








El maldito reloj interior, amén de su próstata sobredimensionada ya rondaba los cincuenta, le hicieron abrir sus ojos, ponerse sus perennes gafas, calzarse sus chanclas eternas en verano y dirigirse con mucho sigilo, para no molestar el bendito sueño de Mau, hacia el baño más alejado del dormitorio. Allí le esperaba Roca: loza lechosa, dichosa y testigo siempre al amanecer del semblante inefable de alivio de Lalo. Era el primer momento de indecisión del día, pues dudaba si apuntar hacia el agua remansada en el fondo, con el consiguiente ruidito, o hacia la loza, con sus salpicones tan monos y desagradables; solía ganar la opción intermedia, al fin y al cabo, no hacer ruido con la cisterna era también complicado, y limpiar un poco el reborde de la taza era asimismo asaz obligado, pues si la anterior visita al señor Roca había sido la de su adolescente, indolente y a ratos zangolotino hijo, éste no era siempre tan escrupuloso como el padre. Mientras que con su trocito de higiénico sacaba brillo hasta a las bisagras cromadas de la tapa, cavilaba que todo esto era preferible a la mariconada de mear sentado tan asentada en otras latitudes. ¡Qué suerte ser meridional a todo trapo!, exclamó para su capote Lalo, a la vez que se congratulaba, dándole con brío al pulsador de la cisterna.
Lavadita de manos, gafas y cara; el día había comenzado para una persona que en cualquier nimiedad había aprendido a ver y sentir el milagro, si no de la vida, sí de estar vivo, muy vivo.
Alzar la persiana del salón era el segundo reto que le afanaba contra los decibelios. Una casa al amanecer es como la caja de una guitarra española cuando se roza su cuerda más grave: cualquier tañidito sobre ésta causa gran resonancia. Despacito subía la persiana; la corredera de cristal era su aliada, ésta sonaba poco. Listo; acceso libre a la terraza y al jardín, su otro gran amor.
Lalo no encontrará nunca explicación al hecho de quedarse pausado, pasmado, extasiado durante largos minutos en el jardín de su casa al amanecer. Se recrea en el tomo que ha cogido la grama después de tanto cortarla, regarla, abonarla y vuelva usted a empezar. Conscientemente no relaciona la simpatía que siente hacia los bordes cortados casi con regla y el verdor rayando la negrura de su pradera; no asocia la voluntad de perfección que lleva él con su jardín, con la  voluntad de poder de la grama. Lalo y la grama están tan bien avenidos, como un padre esforzado viendo a su hijo rebelde hecho un hombre cabal al paso de los años. El arte de su jardín era una forma de expresar su propia vida. Se sentía fuerte y salvaje como los brotes en mayo de grama, buganvilla y pitosporo, pero los límites de esta brutal fortaleza estaban limados por su sentido de comunidad, traducido en su vida... por su Familia. Ésta era para él, lo que la tijera de podar y el cortacésped eran para su jardín.
A su mente aún legañosa le vino las palabras del maestro Ortega: «He reducido el mundo a mi jardín y ahora veo la intensidad de todo lo que existe». De pie en la terraza, observando en el horizonte los largos dedos azafranados de la aurora desperezándose, hizo buena la frase de su amigo Santayana: «La vida consciente es un sueño controlado». Giró ciento ochenta y un grados sobre sus talones y se recreó ahora en la visión del apartamento bajo con jardín; éste, había sido el sueño hecho ladrillo, cemento, aluminio y cristal, de él y de Mau. Lalo había sabido llevar al terreno de sus gustos a su mujer. El Mar le atraía, le llamaba, le susurraba; la afición la sentía no por el mar en su totalidad, no por su bastedad, no por lo lacónico y lo bucólico de él; tampoco por aspectos por decirlo de algún modo más mundanos, como deportes náuticos o similares; ni tan siquiera se sentía abrumado por las duras profesiones relacionadas con el piélago, tal como su buen amigo Lucrecio, siglos antes, había sabido plasmar como nadie: «Es dulce, cuando sobre el vasto mar los vientos revuelven las olas, contemplar desde tierra el penoso trabajo de otro; no porque ver a uno sufrir nos dé placer y contento, sino porque es dulce considerar de qué males te eximes». Su amor por él estaría definido como algo complejo; compuesto por un lado por un sentimiento irracional e innato que lo avasallaba, y de otra parte por un ambiente, sí, como suena, un ambiente; como el que podría darse en la barra del bar de un cine de verano cuando cortan la película, no siendo este el caso. El entorno que lo imantaba era limitado, y por ende medible y asequible para él, y le daban forma los siguientes elementos: la Orilla próxima y unas decenas de metros hacia la raya, hacia el horizonte; así como la Visión relajada de Lalo como observador situado al borde del mar fuera éste de arena, cantos o roca, frente a la raya perfecta; y, por último, el Sonido de las olas al romper, bien fuese remansadamente en las finas arenas del Mediterráneo, con el relajante siseo de sus cortos flujos y reflujos, o con el murmullo del aplauso que llega y se apaga en orillas bravías y soladas de conchas... Este era el entorno que lo imantaba.



Visiones y sonidos, por no hablar de olores y caricias de brisas sobre su piel. Si quisiéramos rematar el ambiente ensortijado por los cinco sentidos, sólo nos faltaría añadir el bote de cristal con su salmorejo en la neverita de playa, que no se sabe si con más asombro que envidia veían sacar los bañistas de alrededor. Todo estaba como codificado en él desde muy pequeño, desde que sus padres allá por los años sesenta le descubrieron veranos atestados de sol, playas y alegrías. Fueron aquellos periplos en el 600 desde la campiña sevillana hasta la Costa del Sol.
Lalo siempre sostenía que el gusto por paisajes y entornos de montañas e interior era un deleite impostado y traumático, en el sentido que allí donde no se viera uno rodeado por la inmensidad del agua no se podría rememorar la entrañable sensación de seguridad del vientre materno, y menos aun los albores de nuestra existencia. La montaña y el interior le parecían duros; el mar, la Mar, se le antojaba reconfortante. Era capaz de clasificar caracteres en base al gusto por el mar o por la montaña. Así pues, se podía ser dulce, melancólico, afable y sentimental; o bien rudo, realista, altivo, despegado… Esta reducción sobre la idea de: dime a cuántos kilómetros de la costa te sientes a gusto y te diré cómo eres, la fundaba en buena parte en lo dicho por su amigo Lao-Tse: «Lo blando vence a lo duro, lo débil vence a lo fuerte. Todo el mundo conoce esta verdad, pero nadie la practica». Ahondando aún más: relacionaba la montaña con la parte más primigenia y «dura» de nuestra mente, ese bulbo que nos emparienta con los reptiles. Así, que si te gustaba el ambiente serrano, tú serías una persona instintiva y poco sofisticada. Sin embargo, el mar lo relacionaba por su condición de mullido y acogedor con las esferas más modernas de nuestra mente, estando éstas en íntima relación con la parte más noble, creadora y abstracta de nosotros.
Cierto día, Santayana le espetó que su teoría era buena, pero que sin duda sería igual de gentil contada al revés. Él se molestó sobremanera y le rebatió argumentando que si había visto a algún lagarto en una ciudad costera estremecerse delante de un Sorolla; Jorge Ruiz, de tapadillo, se sonrió por el desvarío, y le refutó de nuevo con aquello de: «un genuino amante de lo bello podría no entrar nunca en un museo»; a lo que Lalo prefirió no dar más réplica, y en un acto de simpático e íntimo desagravio tiró de la competencia, y muy para sus adentros recordó al gran Camus, ese otro gran enamorado del mar: «¡Gran mar, siempre trabajando, siempre virgen, mi religión con la noche! El mar nos lava y nos colma en sus surcos estériles. Nos libera y nos mantiene erguidos. A cada ola nos hace una promesa, siempre la misma. ¿Qué dice la ola? Si tuviera que morir, rodeado de frías montañas, ignorado del mundo, renegado por los míos, en fin, al cabo de mis fuerzas, el mar vendría a último momento a llenar mi celda, vendría a sostenerme por encima de mí mismo y a ayudarme a morir sin odio».
La combinación de sol, brisas y baños durante los largos días del estío le servían para cargar las pilas de su salud. Se vanagloriaba durante el largo invierno viendo caer a su alrededor aquejados de resfriados a unos y otros, mientras él lucía lustroso e indemne haciendo gala de sus reservas veraniegas. Los baños de sol sin hacer herida; este era su lema y su medida. Hacía cruces sobre los salones de rayos uva, pues no entendía cómo el personal, si realmente gustaba de los favores del hermano Sol, no disponía de un cuarto de hora para tomarlo en la terraza o en la azotea de sus casas. Era el que más aplaudía la actitud de ingleses, alemanes y holandeses, viniéndose a vivir a las costas mediterráneas. Ellos sabían dónde estaba el tesoro y habían venido a buscarlo. Ellos hacían buena la frase de Meleagro de Gádara: «La única patria, extranjero, es el mundo en que vivimos; un único caos produjo a todos los mortales»; o aquella otra que llevaban grabadas las legiones romanas como carta de presentación: «ubi bene, ibi patria», que al cambio venía a ser algo así como: allí dónde estoy bien... tengo mi patria.
Sólo con observar pasear a los guiris durante un día soleado de invierno en cualquier paseo marítimo… Eran de ver: si te cruzabas con ellos y les mantenías la mirada te sonreían, te saludaban; sus ojos todos claros brillaban con la luz del agradecimiento y la alegría de poder disfrutar y compartir el clima que la Providencia había puesto en estas latitudes. No sólo veías jubilados de países del norte como antaño, ahora se dejaban caer parejas jóvenes con sus retoños. ¿Dónde criar a la prole mejor que aquí?, pues en ningún sitio, se contestaba él mismo. Niños bien dotados genéticamente más sol meridional… ¡Con estos, con estos se tienen que mezclar los nuestros! Mientras hacía su cavilación eugenésica una urraca se posó sobre la grama del jardín; esculcó, picoteó y, con sus andares como de niño embutido en saco de carreras, repitió la operación aquí y allí. Esta imagen le trajo otra de su infancia: los espurgabueyes sobre los lomos de los toros bravos en las dehesas de La Campiña sevillana. El sol del Sur había sido su vida hasta bien cumplido el cuarto de siglo. Sol rabioso; metido en vereda por tierras fértiles, envidiables, las cuales llenaban los graneros y las despensas de toda España.
¿Por qué el sol estaba tan centrado en la vida de Lalo; por qué casi le obsesionaba? Él se decía que había hecho un ejercicio práctico y de justo reconocimiento sobre la figura del astro rey. Afirmaba que el noventa por ciento de la población mundial había desertado de su vinculación consciente con la naturaleza, y por ende con su motor Helios. En las ciudades y pueblos de la Tierra los paisanos en general no tenían ni noción ni tiempo para pensar sobre el hecho milagroso y misterioso de la salida y puesta del sol. Para aquéllos, éste se encontraba ahí de igual manera que la luz del frigorífico cuando se abría su puerta. Lalo, sin embargo, reconocía el gusto que tuvieron los pueblos ancestrales adorando al hermano sol y la hermana luna. Nuestros antepasados se postraron acongojados ante éstos, pues eran conscientes de que si algún día el sol tenía un desliz, un devaneo, y se le ocurría no salir..., sus cosechas y sus animales se harían hueros. Una semana de vacaciones del astro rey noche profunda, significaría la muerte por congelación, así estuvieran los del taparrabos a la sazón en el Sahara mismo. Lalo no era tan simple y pardillo como para reconocer que aquellos sentimientos y angustias no eran extrapolables a nuestros días, pues en general todos sabíamos que el hecho de que no saliera el sol una jornada... era tan imposible como tirarle una piedra a la suegra y que el chinote se desviase y apareciese en la luna. No, lo chocante para él era que el personal no reflexionase nada sobre el Misterio que había encerrado en toda la naturaleza. Este hecho era para Lalo el síntoma inequívoco del endiosamiento, la vanidad, el orgullo mal entendido y la autosuficiencia del hombre «moderno». Para él, Dios estaba en la fuerza de la gravedad; en el hierro que compartíamos las estrellas, el corazón de la Tierra y nuestra propia sangre; en la distancia justa que separaba el planeta azul del sol, y que permitía la vida. En última instancia, Dios, el Misterio, se encontraba en la descarga de sus neuronas que hacía posible estos pensamientos. El Misterio, para Lalo, era algo hermoso que se nos había dado; pensaba que quien no era capaz de asombrarse, de maravillarse y de saberse retirar a ratos de la lógica y la razón a ultranza..., estaba muerto en vida… Tanta soberbia el hombre, y no sirve más que pa juntar moscas… No era suya la frase, era del Maestro Borges.
En el achantarse, en el quedarse sin aliento y sin respuesta ante la última causa sin explicación, aquí encontraba Lalo la clave para ahondar en cualquier pensamiento transcendente o sentimiento religioso. Un acto de fe, religioso o no, tenía para él la fuerza y lo reconfortante de saberse grande por tantas respuestas para millones de cosas, pero estaba y se sentía exento de darle cuerpo al postrero motivo y fundamento, al último porqué..., para lo cual bastaba un: sí, creo. Este tipo de exención estaba ligado a su vida no sólo para actos de fe, religiosos o no, sino para las promesas, los votos.
El ejemplo más claro era su Familia. Si se había comprometido con Ella, ¡qué más daban los altibajos sentimentales, emocionales y económicos! Su fuerza y su confort apuntaban en este sentido: podría haber mil explicaciones para variaciones en las emociones y sentimientos, pero había un núcleo duro exento de toda mudanza; estaba a salvo por una fórmula mágica: , Quiero.
Para él, esta forma de pensar no estaba fundada en ninguna mojigatería, menos aún en una concepción afectada de romanticismo. El amor en lata al estilo Hollywood era la antítesis de su vida, pues estaba convencido que lo romántico al estar afectado por la pasión era un amor sembrado de dudas. Expresiones tales como incompatibilidad de caracteres o se les acabó el amor de tanto usarlo, le repateaban el hígado, y algo más…
Ser amigo de Chesterton era muchísimo más complicado que serlo de la pose profesional de Jorge Javier Vázquez, y no podía por menos que acordarse del primero: «Si los americanos pueden divorciarse por (incompatibilidad de temperamentos) no puedo entender por qué no están todos divorciados. He conocido muchos matrimonios felices, pero nunca uno compatible. La idea del matrimonio es luchar y sobrevivir el instante en el que la incompatibilidad se hace incuestionable. Porque un hombre y una mujer, en cuanto tales, son incompatibles».
A Lalo le gustaba enlazar estos pensamientos y a la vez relacionarlos. El Arte era para él el epítome perfecto, así como la encarnación de esta forma suya un poco peregrina de pensar. El sentir popular nos decía que la obra artística era fruto de las musas, de la inspiración que viene y va caprichosamente. Él estaba convencido de todo lo contrario; y cuando observaba «la fiesta del pan» de Sorolla, lo que principalmente alimentaban sus entendederas eran pensamientos sobre el frío o el calor sufrido por el valenciano mientras pintaba por La Mancha; el peso descomunal de esos marcos y bastidores, o si el mecenas de Nueva York pagaría en forma y fecha el trabajo realizado.



Las amapolas. Oleo y acrílico sobre lienzo, de 1 metro X 1 metro.
Isabel Gómez Oñoro.

Disfrutaba Lalo viendo en el Arte en general salidas tangibles y, a la vez, sublimes de su modo de pensar. Si el mundo artístico en todas sus facetas estaba afectado en muchas ocasiones por una pátina de esnobismo y superficialidad, él sabía que rascando esta pelusilla siempre aparecería aquello con lo que se identificaba y se fundía: la parte de la férrea voluntad humana que cual mano divina rompía e interpretaba a la naturaleza; y aquello que una vez leyó, y que por muchas vueltas que ahora le daba no sabía a quién endosárselo: que el Arte comenzaba allí… donde la razón no encontraba más explicaciones. Esto último, y esenciado en la sonrisa de la Gioconda, era lo que a él le encandilaba y hermanaba directamente con el hecho de caer de bruces ante el Misterio.
El no saber reconocer y apreciar todo lo anterior de forma consciente había despertado partes de nuestra mente menos aparentes y escondidas, pero presentes con gran fuerza; partes que arremetían desde el sótano, desde la inmensidad oceánica del subconsciente colectivo. Eran fuerzas que reclamaban que no era bueno el estar solo; predicaban angustiosamente sin ser oídas, que humillarse ante la última pregunta sin respuesta no era necesariamente propio de seres inferiores e incompletos. Estos tótems arremetedores, profundos y ávidos de ser alimentados, eran contestados por nosotros con actitudes acomplejadas y descafeinadas; intentábamos entretenerlos y disiparlos con cachivaches de soberado que nunca saciaban las necesidades arcaicas. Con el fin de contrarrestar Afirmaciones tan molestas como lo Misterioso, o los grandes compromisos de la vida que intentaban fluir desde el fondo de nuestras mentes, nos habíamos sacado de la manga muletillas para torear tremendo toro, tales como pseudo religiones ecología-ecolatría, tomadas de forma radical, con las que sólo acariciábamos la cerviz del animal. En otras ocasiones, amansábamos y anestesiábamos a la bestia con el simple acto de consumir, consumir y consumir.
Evocó a Savater, y le sacó del apuro en esta ocasión: «…la ecolatría se ha convertido en el dogma pintiparado de beatos sin fe transcendente y comunistas sin comunismo…». Era de ver la manía ecológica: había que separar la etiqueta de papel del bote de cristal, no fuésemos a dañar el entorno, el ecosistema, la sostenibilidad… Yo reciclo, ergo duermo tranquilo. Era: ¡reciclen, coño, y sálvense, ar!




Para Lalo, las modas medioambientales, las pseudo religiones ecológicas e incluso la monomanía consumista, no eran más que neurosis mal resueltas causadas por todo lo que había reflexionado con anterioridad. Eran malas soluciones o soluciones a medias, evitando afrontar el hecho sin complejos y con responsabilidad plena, de que los humanos éramos, de forma sanamente entendida, el súmmum de las especies en nuestro planeta. Teníamos ante la madre Tierra un deber cultural y estético; preservaríamos lo mejor que pudiésemos nuestro entorno, pero de este planteamiento... a la esclavitud de no probar la carne o sufrir por no ser escrupuloso con el uso de los cuatro contenedores de basura, iba el abismo que separaba su forma de pensar con la que reinaba, si no de forma generalizada, al menos sí a menudo. Empero, jilguero caguernera en su tierra de adopción que no le cantase durante tres o cuatro meses seguidos, era jilguero que se podía sentir en libertad: le abría la puerta de la jaula. Además, a la hora de cavilar sobre lo que se comería en su casa, prefería cocinar pollo o pescado, antes que lo que él llamaba nuestros hermanos los mamíferos superiores. Conque Lalo, a su estrafalaria manera, también contaba con un corazoncito mini-ecológico.
Para él, quien mejor había expresado parte de todo este tótum revolútum, de este batiburrillo de pensamientos sentidos y sentimientos pensados, había sido su gran amigo Albert Camus: «He aquí también unos árboles cuya aspereza conozco, y un agua que saboreo. Estos perfumes de hierba y de estrellas, la noche, ciertos crepúsculos en que el corazón se dilata: ¿cómo negaría este mundo cuya potencia y cuyas fuerzas experimento? Sin embargo, toda la ciencia de esta tierra no me dará nada que pueda asegurarme que este mundo es mío. Me lo describís y me enseñáis a clasificarlo. Me enumeráis sus leyes y en mi sed de saber consiento en que sean ciertas. Desmontáis su mecanismo y mi esperanza aumenta. En último término, me enseñáis que este universo prestigioso y abigarrado se reduce al átomo y que el átomo mismo se reduce a electrón. Todo esto está bien y espero que continuéis. Pero me habláis de un invisible sistema planetario en el que los electrones gravitan alrededor del núcleo. Me explicáis este mundo con una imagen. Reconozco entonces que habéis ido a parar a la poesía: no conoceré nunca».
¿Lalo estaba lelo? No. Simplemente, a tan intempestiva hora, resguardado sólo un poco en la terraza del jardín, era víctima de ese pico de baja temperatura que se da justo antes de la salida del sol. Sus pensamientos no es que estuvieran ateridos a aquella hora, sin embargo le faltaban la calidez y claridad que el paso del día, quizás, le irían dando. Todavía el cielo de la Marina Alta su universo, su mundo no se había incendiado, pero antes de desayunar quería seguir siendo pirómano de los tiempos que le había tocado vivir... ¿Eran acaso éstos muy diferentes a otros pasados o venideros? Él tenía claro que a grandes brochazos, no..., ¡o a lo mejor sí? Grandezas y miserias habían sido calcos unas de otras, tiempo tras tiempo. Cambiaban los personajes pero el escenario la condición humana siempre se repetía: de igual manera que la sonrisa maliciosa de las azafatas al soplar por el tubito del chaleco salvavidas...





  • sobre los textos
    ©  Rafael Mariano Domínguez Fraile (ana casaenrama)

        Febrero de 2015

No hay comentarios:

Publicar un comentario