martes, 6 de mayo de 2014

La Primavera perdida






Fragmento del Capítulo 1º de"el cocinero javiense"


                                                     


Lo último que sentía antes de salir de casa eran las púas del peine sobre mi cabeza y la mano amable de mi madre bendiciéndome con el agua de colonia a granel.

El recuerdo y la imagen que tengo grabados tanto de la ida como de la vuelta del colegio son únicos y nítidos, en el sentido de que no soy capaz de traer hoy aquí otro ir y venir diferente de casa a Santa Isabel de Hungría. Es como si ese día, interiorizado, hubiese borrado todas las restantes idas y venidas al colegio. No existen inclemencias del tiempo en ninguna de las dos; hay campanillos enormes azul-morado salpicando los setos de transparente y un niño alargando su brazo, arrancándolos y chupando -sólo libaban las abejas cursis- su néctar. Calles principales adoquinadas y callejones empedrados con chinotes y cantos rodados que hacen la ruta la mar de entretenida. Vacas tan sagradas para los vaqueros como las de la India, mugiendo a mi paso por los corrales del pueblo; vacas orinando con tanta fuerza y con tanta alegría como no lo habríamos hecho nunca toda la chavalería en comandita. Latas en medio del empedrado, esperando no más de cinco puntapiés seguidos del impecable “gorila”, que brilla a base de pasarle un trocito de tomate, alguna salivita que otra y un brioso cepillado de quién si no…, de mi Madre.

  • ¡Niño que es muy temprano; no le des patás a la lata que trae mala pata!

La vuelta a casa -también única-, como si todos los retornos hubiesen sido en Sábados pasada la hora del Ángelus. Después de estar un ratito por la mañana en clase, y descubrir las tizas de colores, con el pasaje del evangelio correspondiente a la catequesis dibujado en la pizarra, salíamos en estampida con los babis abotonados sólo al cuello a modo de capas. Antes, Sor María Aránzazu, había dispensado sobre los cuadernos de caligrafía “diplomas” para dejar, o no, el infantil lapicero y comenzar con el adulto boli Bic.

Sor María Aránzazu fue la monja que cinceló la imagen que hoy tengo de todas las monjas del mundo. Esta vasca alegre y risueña, con gafas de pico de la época, nos daba el punto de seguridad maternal allí en el colegio. Acercarse a ella, oler su hábito y envolverte todo es un recuerdo que me llega hoy tan reparador como cierto. Monjas aquellas de humanos intramuros, y no de grotescos y Santos extramuros...

Los patios porticados me han perseguido a lo largo de la vida. Después de mucho observarlos, puedes deducir que tienen vocación de matriz, acogiendo a los que los fundamentan. Junto con las plazas, son alegorías y expresiones de nuestra querencia de transitar en torno a nuestros congéneres. Son el escalafón siguiente al salón de nuestros hogares; allí donde nos recreamos -en un marco acogedor como referencia- con la idea de que no estamos solos; a la que ayuda el hecho de vernos deambular al lado y en compañía de numerosos espejos con patas donde mirarnos... Si acudes a los patios desde lugares abiertos y desabrigados, la sensación que tienes al entrar es de final de etapa...de abrazo de arquitectura, de hall de la hospitalidad.

La galería porticada es un sendero abierto en un mundo aparentemente cerrado y cuadrangular. Solazarse en ella paseando puede llegar a tanto como hacerlo en la más basta bajamar de Doñana. Sus corredores pisados mil veces siempre nos dejan la oportunidad de asomarnos, de asombrarnos a la vuelta de la esquina. Los arcos y pilares conformando la galería, alimentan nuestro gusto por lo más recogido, en contrapunto a lo más abierto y disperso del patio; éste, sacia cualquier anhelo por lo despejado, sin renunciar a los límites conocidos. La prueba de que todo esto es así, viene rubricada por la comezón que nos provoca el sólo hecho de imaginar un salón, una plaza o un patio, abandonados a la más absoluta soledad para siempre...

Cuando con cinco años entré por primera vez al Patio de Santa Isabel debió parecerme algo tremendo y espectacular. Patio en realidad recoleto y muy recogido, que encaja a la perfección en el convento de clausura que allá por el siglo XVII el colegio fue. Todo solado con ladrillo embastado, que criaba verdina en las esquinas umbrías. Su antigua fuente central, de diámetro y altura del pilón desahogados, era sostenida y realzada por un ruedo de ladrillos ligeramente entarimado; y su surtidor siempre blandamente vivo.





El humilde zócalo pintado de la galería, hacía luces a las puertas de las clases, a los accesos de los recreos y a la capillita lateral de la preciosa Iglesia del Colegio, donde yo con apenas uso de razón, y presenciando el monumental retablo mayor, hice mi Primera Comunión.

Fue patio de infantil muchedumbre durante imposibles recreos en otros, debido a las tormentas primaverales, que al principio me asustaban y hacían refugiar entre los paraguas abandonados y abiertos en las esquinas de la galería; mientras truenos y niños triscaban por separado. Quizá un año más tarde estas mismas tronadas se harían mis aliadas..., por motivos que más adelante relataré.

Recuerdo, además, un humilde Patio de convento, salpicado de naranjos tan infantiles como yo; con alcorques casi circulares y sus artesanos y bastos bordillos pintados en albero; de sencillas columnas sin basamento y numerosos arcos de medio punto. Nada de atrios abovedados ni arquerías fajonas. Sin poyo de separación entre el mundo de la Galería -interno, circular, recatado, sombrío y predecible- y el Patio, marcado, éste, por su carácter externo y básicamente luminoso..., incendiado; en el que reinaban el chapoteo del surtidor de la fuente, el verde saturado de los agrios naranjos y el raso y celestón cielo, que anunciaba otras posibilidades fuera del claustro.

Y todo este conjunto de patio y galería, servía para cimentar una primera planta que no era diáfana y con arcada como la de abajo, sino que estaba tabicada, blanqueada y salpicada por ventanales verticales rematados en medio arco, que tan familiares me eran. Este tipo de cerramiento también debió ser legado de aquel convento de clausura.


La expectación y la ausencia de indiferencia ante la llegada de una tormenta en primavera me vienen dadas de aquellos años. Resultaba, que con la cercanía del final de curso allá por los meses de abril o mayo, mis padres consideraban que lo ideal para reforzar esta etapa, e incluso pensando en el año siguiente, era que viniese a Casa una estudiante a darme clases particulares. La espera a la diablesa de los números la hacía en la plazoleta jugando con los amigos y merendando lo que sería la antesala del pan con Nocilla, que no era sino el medio bollo de pan con La Campana de Elgorriaga. Si la ración no había sido suficiente, nos esperaban las acacias de la Calle Compañía, bueno ellas no, sus flores en racimos. Hace cuarenta y tantos años, un grupo de mocosos no hacía aun degustaciones mediáticas de las inflorescencias de la robinia pseudoacacia, pero sí saciaba el gusanillo por lo excéntrico y lo desconocido, dándose un hartazón de aquellas flores tiernas de pan y quesillo. Nadie nos explicó, entonces, que aquellas acacias eran falsas, pero que sí era verdadero...que flores, ramas y troncos de las adelfas eran venenosos del copón. En aquellos días las granjas escuelas no estaban a cientos de kilómetros de ningún sitio, se encontraban allí mismo, cada mañana, cada tarde, cada noche... Era un auténtico espectáculo natural sin cartón piedra ni tiques por internet.

Ya de mayor, cada vez que veo estos árboles añosos regalarnos en abril y mayo sus racimos, intento hacer un brindis alargando mi brazo, cogiendo un ramito y comiéndolo en un acto de comunión con mis recuerdos, con aquellos que casi sus nombres he olvidado pero que me aliviaban e intercalaban emoción durante el rato previo a la llegada de la diablesa emplumada.

Fueron las imprevistas tormentas, a la caída de las tardes primaverales, las que yo acabé esperando como agua de mayo, pues como quisiera que alguna de aquéllas agarrase bien, la meliflua y novata profesora no aparecía por el comedor de casa. ¡Fantástico!!!

Elegir el Comedor como concienzuda aula doméstica no fue la decisión más acertada para abrirme el coco al mundo de las matemáticas. Él era un gran desconocido para mí, pues los hermanos hacíamos todas las comidas en la mesa de la cocina, además de que veía cómo se profanaba el lugar donde mi madre nos montaba el Belén todas las Navidades. En este Cuarto todo me resultaba muy extraño, lo que suponía tener que hacer un esfuerzo extra para poder fijarme y concentrarme en un espacio que se me antojaba en primer lugar, como el desfiladero que durante mis correrías me dejaba transitar de un sitio a otro de la Casa, y en segundo lugar, como la pieza que mágicamente transformada -y utilizando en el rincón más cercano al ventanal la mesa que precisamente ahora me torturaba- servía para montar aquel Mundo Mágico que por unos días aparecía con la llegada de los fríos y de la copa de cisco preñada de castañas.

Las figuras saliendo envueltas en papel de periódico; los corchos que debidamente ingeniados por la arquitectura de mi madre se convertían en Portal, cuevas y montañas de Palestina, y linde sobre los bordes de la mesa, entre un mundo ficticio de espectadores y otro real y palpable de figuras de barro; las luces y campanitas intermitentes que salían en ristras de sus cajitas, con aquel olor tan peculiar que sus cables y plásticos nos regalaban; el serrín de la carpintería de la calle San Sebastián; la verdina rebañada por las manos de mi madre bajo tapias umbrías; el río embalsado bajo el puente..., con papel de plata y cristal… Contra toda esta Potestad y este vívido y reciente recuerdo pretendían combatir mis padres, una profesora que no era Sor María Aránzazu y un cuadernito fino de tapas cursis y contenido demoledor. ¡¡Rubio!!, tú me traicionaste, ¡joder! Me prometías en tus portadas un mundo idílico y feliz que luego no se correspondía en nada con lo que en tus tripas se cocía. ¿Cómo me hiciste aquello, tío?



Y para colmo los gritos y la alegría de mis amigos en la plazoleta, algún trueno y chubasco con media hora de retraso, y la esporádica-espontánea de turno: la niña de la cabeza, los ojos y las pestañas rizadas queriendo trabajar...; y la maestra medio embobada diciéndole: - No Anuska, no, esto es sólo para tu hermano. Tú, dibuja, mi amor..., tú..., sólo dibuja.

Yo aprendí a sumar ejerciendo de afanado verdugo de moscas tras el visillo de la ventana del rellano. Si la primavera estaba avanzada y contaba más de diez, nunca me había llevado una; todas se habían quedado allí maltrechas. Entonces, por qué esta Señora se empeñaba en que siete más tres diez y me llevo una. ¿Adónde me la llevo?...; allá arriba, encima de esa fila y columna interminables de números. Yo no entiendo nada. Y de esta guisa todo.

Si al bajar a desayunar había contado -por un poner- moscas once, y al subir por la maleta, y tras brutal y desigual desafío quedaban ocho maltrechas, yo sabía que al día siguiente, con suerte, podría contar con al menos tres contrincantes. Pero esta Señora continuaba complicándome la vida haciéndome ¡¡llevar otra!!, y esta vez a la fila de abajo… Lo de multiplicar y dividir no os lo quiero ni contar..., porque ahí hubieron lágrimas de por medio. ¡Un desastre, un auténtico desastre!



Si el repajolero Rubio quería repartir diez caramelos entre cinco niños, por qué no me lo explicaron haciéndome ver las veces que se podían restar cinco de diez…. ¡Señora!, que dividir es restar muchas veces; ¡así de simple! Una vez me hubieran hecho comprender el concepto...; la abstracción -quizás un poco precipitada para una mente más puesta en una plazoleta que en la mecánica y los truquitos de las filas interminables de números-... la abstracción, entonces, la habría masticado mejor, y hubiese visto con ojos más cándidos aquel cinco medio encerrado y castigado en esa especie de casita que yo no veía por mundo Dios, y que era parte de lo que ellos llamaban ¡¡División!!.

¡Cuánto tiempo estuve esperando que de una caja blanca de plástico, con la cruz roja en relieve, donde mi madre guardaba el algodón, saliera más, más y más!... ¡Cuántas veces esperando al tren junto a la señal del paso a nivel sin barreras, para que se multiplicase todo lo que por allí circulaba!... Todavía hoy, cuando en primavera oigo tronar, miro al cielo color panza de burra..., y sé que algo muy bueno puede ocurrir.

Si en una balanza de platillos tuviese que poner hoy todos los recuerdos de mi primera infancia, podría apartar a un lado aquellos relacionados directamente o de algún modo con el mundo lúdico y trascendente, y al otro costado del fiel quedarían el resto, intentando apiñarse, para ver si esforzándose y empujando lograban al menos equilibrar el conjunto.

De la monomanía de Madre e hijo por madrugar incluso los Domingos y fiestas de guardar, queda el vislumbre -apuntando el día- de salidas casi furtivas, para no desvelar al resto de la casa, hacia la misa más matutina de San Sebastián. Allí, una mujer ya sin velo desde hacía muy pocos años, desvela a su mocoso hijo cosas ininteligibles para él; y alimenta su psiquismo con amores, confianzas y amistades alternativas y tan férreas como las procuradas por ella. Salir de misa y encaminarnos a la confitería del Tío Pepito a por las tortas de manteca -de hojaldre- para desayunar todos, servía de colofón; además de aprendizaje..., de que lo divino y lo humano iban a menudo de la mano.

No me quiere desvelar mi memoria otro acontecimiento, otra fiesta, a la que los invitados acudieran con tanta alegría como a mi Primera Comunión. Podría matizar esta actitud un poco más; afirmando que fueron tiempos en los que a una celebración de este tipo no se asistía con el placer dispensado de antemano por El Corte Inglés; más bien, una persona invitada llegaba sin una motivación exagerada, y era poco a poco invadida por la alegría de los más allegados, de la familia del celebrante y del acto en sí. Aquel tan lejano y luminoso Domingo de Mayo, mi Tío Pepe y mi Tía Carmen podrían haber estado trabajando y embarcados en el Cabo de Hornos o de San Roque, pero no lo estuvieron, porque tenían una cita con el chocolate con churros en el patio del limón y del pozo; donde la vela desplegada no recogía el viento, sino ese sol que, aunque matutino, ya se encorajinaba durante esos días.


                Estampa de Marchena, con Santa María de la Mota al fondo
                     

En Mayo, el “Venid y vamos todos con flores a María…” que cantábamos la chavalería en procesión por los patios del colegio, armonizaba con todo lo que por entonces podía imaginar que fuese de mi agrado. Se extendía a Santa Isabel lo que nosotros por las tardes ya hacíamos en la plazoleta con cajas de refrescos o de cervezas, vacías y de madera, que por entonces aún lo eran. Al Altarito en cuestión le daba vida la mencionada caja con el culo hacia arriba, y que haciendo como su diminutivo nombre indicaba, de pequeño Ara, sostenía: cuatro velas en sus esquinas; el suelo alfombrado por pétalos de lo que buenamente nos echáramos a la cara, casi siempre de rosas; y en el centro y coronando con colmo si se podía, si no al ras como el resto del conjunto: una Estampita o una Cruz improvisada, o una Imagen prestada por alguna de nuestras madres. La colecta durante la comitiva de los alevines cofrades iba siempre a cargo de alguna niña; y no me preguntéis por qué...

Procesión de la Virgen por los luminosos patios del colegio, no me acuerdo bien si por las mañanas o por las tardes, con el consiguiente receso o cese definitivo de las clases diarias; Altaritos por las tardes-noches, y posterior dispendio con Caseras de naranja compradas en Casa Frasquita, con la cuestación de la niña zalamera; y con triquitraques que nos bautizaban con fuego y ruido; tiempo ya asentado, buen tiempo; olores y texturas para la eternidad; rumores de que el final de curso estaba muy cercano. ¿Qué más se podía pedir?...

Todo lo demás son retales sueltos; algunos habrán quedado ahí para advertirme sobre algo a lo largo de mi vida, otros estarán adornando como farolillos y guirnaldas mi memoria, mis candorosos recuerdos...; no sé.

Estás Tú, Ana María; ahí sentada en un sillón del comedor sacado al soleado jardín. Yo llego del colegio al mediodía, abro la cancela de la calle al jardín, y la de la cabeza, ojos y pestañas rizadas me saluda a su manera. Ojos engurruñados para filtrar la luz precisa y descifrar la figura de su hermano, que se ha colocado delante de ella. Sonrisa ladeada, cauta, socarrona; algo tenías ahí en la comisura derecha de tus labios, como una especie de aduana que gestionaba el tránsito de tus emociones; a veces daba luz verde para abrir la barrera a la risa abierta, otras restringía y administraba la emoción con un simple fruncido de tu boca. Los gestos y, sobretodo, las muecas con la boca, del pavo de Bruce Willis, me siguen recordando muchísimo a ti, Hermana.



Y está la lambretta de papá, alargada, inmensa como la imagen del dueño; con su rueda de repuesto tras mi culo. Culo que soporta un tronquito por hacer, que se agarra al Roble enfundado en un tres cuartos de cuero negro, el cual desaparece al ver su dueño día tras día al tractorista de la Cooperativa arrecío de frío y regalárselo. ¡Ea!, ya no hay tres cuartos de cuero. Ahí va Pedro, calentito y agradecido de por vida...“Siempre tuviste un exagerado sentido de la gratitud por la menor amabilidad. Era una especie de sentimiento de inseguridad, aunque no se por qué tenías que sentirte inseguro conmigo y con tu padre… Una vez le regalaste a alguien de la escuela una hermosa estilográfica, porque te había dado un buñuelo relleno de chocolate”... El por qué, esta parrafada medio perdida de Graham Greene me impactó durante la ligera lectura que el inglés se merece, es algo que intuyo... Siempre me ha hecho recordar un montón a mi Padre, a mi Hijo y, cómo no..., a mí mismo. Y me da al menos que pensar...que quien sancionó que el carácter nunca se hereda sino que se imita, estuvo ese día Cumbrísimo...


Y están ahí el Panadero y el Cisquero con sus respectivas caballerías. Intermedia, la de los cerones repletos de vienas, bollos, medias, pistolas y hogazas de pan amasao; cobijados todos los chuscos bajo un enorme e impoluto paño de algodón. Menor, la porteadora del calor negro. Seguramente fueron el último mulo y el último burro que repartieron Pan y Calor por todo el Pueblo, y yo no me lo perdí; y ahí ha quedado.

                       





Y está Don Jesús el Practicante con su “Kit” en absoluto desechable. Quizás en contrapunto a los bellos y positivos fuegos, como son...: el fogón a media altura en el patio del pozo y del limón; la cocina-infiernillo de sobremesa, lacada en blanco, de dos fuegos, de butano -donde se cocían mejores cosas que las que trajinaba Don Jesús en este preciso momento...; manipulando con la tapita ovalada su jeringa de cristal y su aguja, incendiadas todas en alcohol-; la catalítica Súper-Ser y su curiosa lámina de fuego amable, dando calor allá arriba en el distribuidor de las habitaciones, y dejándome esconder en su abrigada y hueca panza cuando su bombona daba de mano al llegar el buen tiempo; las velas de los altaritos; los cirios de las Iglesias; los triquitraques…

sobre los textos
©  Rafael Mariano Domínguez Fraile (ana casaenrama)


de interés:


Colegio_Santa_Isabel_de_Hungría (Marchena)

Iglesia de Santa Mª de la Mota_(Marchena)

Iglesia de San Juan Bautista_(Marchena)

Iglesia_de_San_Sebastián_(Marchena)

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fundacion-del-convento-de-santa-clara (Marchena)