domingo, 30 de marzo de 2014

El cocinero javiense [El preámbulo completo].




Sé indulgente “con la pobre bestia humana”, según frase de Renán, y conténtate buenamente con lo que pueda dar de sí.

Santiago Ramón y Cajal
                           















El día que murió Ayrton Senna...



todas las brasileñas putas de España se estremecieron, sacaron todo lo que en ese preciso momento tuviesen dentro de sus imposibles cuerpos, se deprimieron, y muchas de ellas se volvieron a su carioco país natal. El efecto fue contagioso, y un gran número de compañeras sudamericanas aprovechando tan luctuoso acontecimiento recapitularon e hicieron balance de sus correrías hispanas. Se miraron definitivamente en sus espejitos de bolso y en los de los roperos de los pisos de “estudiantes” que ocupaban, y hubo una que se dijo: “Casi veinte años entre gallegos de la gran chingada, y mírate María Cristina Díaz Ferrari -Fanny-: te estás quedando sin cuello, tu cintura desapareció como tu virginidad a los trece, galopadamente; y aquel culito respingón que hace más de tres lustros lucías, ¿dónde está?... Tendría que nacer otro Miguel Ángel para que lo intentase esculpir y sacar de esa molicie que hoy lastras”.

María Cristina ya nunca volverá a celebrar treinta y siete desde el pasado doce de octubre; aunque desde hace diez -cuando rompió todos los almanaques del mundo-, no ha dejado de cumplir año tras año veintisiete. Le podríamos preguntar dentro de tres -cuarentona perdida-, que nos respondería: “Veintisiete, los acabo de hacer ¡guapetón!”. Sus hoy extraviados ojos vieron por primera vez la luz del Nuevo-Viejo Mundo en la Capital de la República Oriental del Uruguay. De su padre sólo guardaba agradables fogonazos de recuerdos, pues a muy tierna edad de ella agarró la maleta de cartón y embarcose hacía Australia. María Cristina siempre llevaba consigo una foto de grupo hecha en la obra de un rascacielos de Camberra, sobre la estructura de acero en construcción, donde uno de los portadores de camiseta de tirantes y casco de seguridad -y en temerario equilibrio sobre una descomunal viga- era su progenitor. Su Mamá se lió con su cuñado..., con lo que a veces comienzan las inconsecuencias en la vida de algunas personas.

  • ¡Fanny, no te embobés! Sabés que Paco no espera a nadie pasadas las cuatro treinta -le sacó de su ensimismamiento Gabriela la bonaerense.

Acabó de meter dentro de su bolsa de papel, con asas -de dolce & gabana-, el body para la peonada, un cambio de ropa interior y los primeros zapatos de tacón alto que alcanzó dentro del ropero de su habitación.
El grupito de amigas que compartían piso en Peris y Valero llegó a la parada del bus de Ausías March a las cuatro y veintidós de la tarde. A y treinta y dos aparecía el microbús de Paco. Éste, tenía concertado el transporte de las mujeres desde aquel punto de Valencia hasta el Club, y el regreso a las tres y media de la madrugada en sentido inverso. Unos poquitos minutos antes de las señales horarias de las cinco de la tarde, entraban Paco y su muchachada en el cuidado y organizado párking del Club El Venado.

Juanito El Inglés había sabido darle a su negocio el aire y la organización que él consideraba imprescindibles para cualquier actividad emprendedora en la vida; ya fuese manufacturar rabillos de boinas, o como en su caso y circunstancias, el negocio de la noche -que comenzaba a media tarde-. No toleraba ni taxistas risueños dejando mujeres dentro de su Casa, ni menos aún coches particulares con chulos o maridos -o las dos cosas juntas- despidiéndose dentro de su aparcamiento de las minas. Todas estas escenas estaban vedadas dentro de su establecimiento, y establecimiento era el párking también. Conque allí, antes de la apertura a los Señores Clientes a las diecisiete treinta sólo entraba el microbús de Paco; los demás trasiegos de personal, de puertas para afuera -solía recordar siempre El Inglés.

Con el dueño de El Venado moriría el concepto de puticlub familiar que él supo conferir a su negocio. Nominar familiar a un lupanar es tan equiparable y ponderado como introducir y hacer acompañar en una misma frase los términos deporte y fútbol, por ejemplo, sin que nadie se escandalice por esto último. Sin embargo, de algún modo tenemos que definir el hecho de que a una mujer con un drama personal abismal -como es el caso de muchas prostitutas del mundo-, se le dé un trato digno, cercano y personalEl Inglés, hacía de tripas corazón cuando venía por primera vez una mujer con su marido o chulo para ser presentada y tenia que poner claro a los dos las normas de la Casa. Prefirió siempre tratar directamente con ellas, porque sabía en el fondo..., que la presencia de machos rondando en la vida profesional de sus pupilas acrecentaba y extendía en el tiempo el drama de sus vidas.

Nunca accedió a convertir su Club en un hotelito de tapadera, pese a poder haberlo hecho por sus buenos contactos políticos y su amistad con el comandante de puesto y de turno de tan benemérito cuerpo. Siempre decía: “A las tres y media cada mochuelo a su olivo, que esto no es un convento de clausura donde se encierran mujeres”. El prestigio de su local era avalado por muchos detalles; entre ellos estaba el trato y savoir faire de ellas para con la clientela; si entraban Cuasimodo y El Hombre Elefante hermanados, no valía dejarlos desamparados y hacerse las suecas, las sudamericanas o las españolas. El señor Juan, en estos casos, exigía que mujeres bandera que estuviesen sueltas por su acogedor local durante esa contrahecha conjunción estelar, se acercasen a ellos en menos tiempo de lo que tardaba en “irse” un zangolotino de sábado por la noche. En este sentido, el hecho era uno e incontrovertible: Las mujeres de El Venado tenían entre el gremio una consideración tal, como la que pudiesen tener los ingenieros de Abengoa entre los de telecomunicaciones o los de la Boeing entre los aeronáuticos.


Este trato familiar quedaba además constatado por otros detalles tales como que la mayoría del personal a su servicio -chófer, camareros, jefe de barra-, acababa jubilándose con él. Algunos de sus intachables clientes -empresarios de pro-, al cruzárseles por el Local -por la calle y durante el día nadie se conocía- solían comentarle: “Juanito, sólo te falta un reloj y las tarjetas de los empleados en la puerta para el fichaje”. Él, con la clientela, siempre tenía un trato educado y más bien distante; jamás dio pie a conductas equívocas y menos aun chabacanas. El seguimiento de la noche lo hacía in situ; se podría decir que a la sombra de la sombra, pero nunca emboscado. Si estaba, se le notaba de forma alejada pero aparente, y si no, siempre de modo latente. En El Venado nunca hizo falta un servicio de seguridad; y los más advenedizos y díscolos clientes, que no eran otros que los imberbes del sábado noche con sus despedidas de solteros, sabían de sobra -lo más probable, aleccionados por sus hermanos mayores, padres, tíos, e incluso abuelos-, que ir Allí, no era lo mismo que desmadrarse en El Romanoff -por un poner.

  • ¡Vamos Fanny!, no te duermas, que llegando los clientes, aún te estás ajustando el body y abrochándote los tacones.
  • Señor Juan, quisiera hablar con Usted.
  • ¿Qué te pasa, hija?
  • Bueno, no sé cómo empezar. El caso es que estoy cansada. Llevo muchos años cabalgando galleguitos. No rindo ni la quinta parte que cuando llegué.
  • Fanny, tengo ojos en la cara; para mí, vosotras las veteranas que os habéis hecho un hueco aquí, sois mucho más que una Visa Oro abierta de piernas.
  • No sea blando ni talentoso conmigo, señor Juan.
  • ¿Talentoso?... ¿Piensas que no sé valorar que prefiero una Fanny a medio gas, pero sabiéndose mover por mi casa, que una Jéssica de veintidós recién aterrizada de Río do Janéiro y con todo por aprender?
  • Gracias, gracias por todo... señor Juan, pero no me quiero jubilar de esto con cuarenta y tantos. Anhelo ir preparando el retorno a mi Montevideo.
  • No se hable más, María Cristina. Lo que necesites me lo pides. Aquí siempre tendrás tu casa y un Amigo.

Aquel día frío y soleado de uno de los primeros inviernos del recién estrenado siglo XXI, sería su última peonada, sin grandes alharacas o estridentes y estrafalarias despedidas, en el Club de más postín de la capital del Turia.

El desacople novelesco que aquí se relata parecerá que fue de un día para otro, no siendo así en la realidad. Lo que no cabe la menor duda, es que el espoletazo de todo lo aquí narrado sí fue originado por el encabezamiento de este Preámbulo.

Sus amigas colombianas le pusieron en contacto con el gremio de las del servicio doméstico, pues esta era la idea que había rondado por su cabeza para ir desenganchándose de la prostitución. Mientras organizaba el salto del Charco, estuvo como interna en casa de un farmacéutico viudo. El trato económico -sólo muy al principio- con el candoroso señor fue de mil doscientos euros mensuales, seguridad social incluida. El avispado boticario le hizo firmar un documento donde ella se comprometía a pagar por su cuenta los ciento y pico de la cotización como empleada del hogar. María Cristina siempre se los embuchacó. Como el octogenario señor aun tenía la ciencia y el ardor suficientes para no poder disimular su tono bajo las sábanas, las cuales no se planchaban desde que María Cristina dijo: “Así bien plegaditas, del tendedero a la cama”; el caso es que un buen día estando la uruguaya doblando calcetines a los pies de la cama de don Ramón, uno de ellos saltó de las manos de la ahora mucama por los aires, yendo a parar (en todo lo remozada que podían haber dejado el permixón -dos al día- y la viagra -consulte a su farmacéutico-) a la colita arropada del licenciado Fuenmenor. Ella, como si de novata se tratara y de un despiste fuese, se movió con toda naturalidad alrededor de la cama de matrimonio, y al llegar a la altura del emboscado, su sábana sin planchar que lo cubría y el calcetín de ejecutivo que enarbolaban, asió el grupo de tres y no paró hasta que la no planchada tuvo que ir a la pila para ser frotada con jabón Lagarto, antes de acabar en la lavadora. Claro, el señor le cogió gustito, y aunque el desahogo le salía por veinte de los recién estrenados euros la manufactura, su previsión de hombre liberal hasta en los negocios le dio para muchos malentendidos, pues entre ellos de esto se trataba. A fe que don Ramón de Fuenmenor demostró su capacidad de ahorrador a lo largo de su vida, amén de haber dejado mucha traca por explotar en el declinar de sus días. Su cuerpo no aguantó tanta alegría, y una buena mañana el boticari amaneció como todo buen hombre desea llegar al club donde hacen siesta eterna los justos. Era fama que así ocurrió...; más o menos, mas o menos.


Ahora sí…: dio el salto y aterrizó en Montevideo.


En la capital de la República Oriental del Uruguay poco le esperaba. Su mamá dejó su perro mundo hacía más de un lustro; de su tío paterno, del que salió huyendo porque desde mocita no respetó el tío cabrón ninguna ley que no fuese la de sus asquerosas babas, hacía la friolera de casi una década que a dios gracias no se sabía nada de él; y sobre su querida hija Clara, fruto de los abusos repetidos de aquel monstruo para con ella, de las pocas noticias de que disponía era que la niña -de veinte abriles ya- se pasaba tonteando todo el año entre el piso de la capital -comprado por Fanny a caderazo limpio- y las playas de Punta del Este.

En el caso de Clara también se hizo bueno lo de que de raza... no le venía al galgo, pues el tío canalla no se contentó con desmadejar a dos generaciones de mujeres, ¡qué va!; tuvo que destrozar el futuro de toda alma femenina de la familia. Clara no pudo abandonar nunca ese círculo vicioso de la mala vida -entendiendo ésta como la que se deriva de los corazones destrozados por traiciones y violencias entre las cuatro paredes más sagradas del mundo: El Hogar-... de la mala vida impuesta por un bípedo que definía a la perfección el misterio de los renglones torcidísimos -en este caso- de Dios.



Desde el día que tomó cristiana sepultura y tierra sagrada a espuertas la abuela de Clara, madre e hija no habían vuelto a verse. El reencuentro de ahora fue efusivo y muy sentido por parte de las dos mujeres. María Cristina se deshacía en besos y arrumacos, y observando a su hija parecía estar delante de un espejo hacía veinte años. No daba crédito: su hija se había transformado en una potranca uruguaya de mucho cuidado. Lo que más le impactó fue su mirada negra inyectada de vida y de tesón -le pareció-. Resultaba muy curioso atender las conversaciones de las dos Díaz, pues por mucho que se esculcase en sus diálogos, jamás aparecería ni tan siquiera de forma encubierta el soporte económico de sus trenes de vida. Eran putas..., las dos lo sabían, pero quizás el dolor hondísimo de no poder aparcar sus corazones rotos y acelerados a la vera de otros en los que confiar -excepción hecha del trato materno filial-, hacía, que el resultado de sus malditos y parejos destinos, una a sus anchas y otra a sus esbeltas espaldas se lo echaran. De la entrañable convivencia mantenida por las dos Orientales, María Cristina dedujo que su hija estaba desaprovechando el tiempo en el Uruguay. Sopesándolo fríamente todo, envidiaba un poco la situación de Clara, pues las actuales veinte primaveras de ésta no eran las diecisiete de antaño de ella; sobremanera si rememoraba el drama que supuso dejar su patria y su retoño en las circunstancias que lo hizo. En último término resolvió ponerle unas líneas a su amigo Juanito El Inglés, de su puño y letra. El mismo día que recibió el Capo, de manos de la hija de Fanny, la carta escrita en la otra orilla del Charco, Clara Díaz se convirtió en la pieza más deseada por los furtivos del Club El Venado.

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  • Buenas tardes, Belma. Lo siento, también hoy me he vuelto a retrasar un poco.
  • Hola, Borges. Las nueve y media de la noche me enseñaron a no llamarlas buenas tardes.
  • Luego no dudes quién es la que desentierra el hacha de guerra.
  • Siempre eres muy gráfico, y ahora lo has bordado: me tienes hecha una india abandonada a su suerte con sus tres hijas en el poblado.
  • Oye, mira, vengo cansado de todo el día en el despacho. ¿Hay algo de cena?
  • ¿Recuerdas algún día que no lo haya habido?
  • Los pleitos los he dejado entre el bufete y la Audiencia; no vengo a mi casa a seguir litigando.
  • En la cocina tienes tu revuelto de rebollones tapado con un plato.
  • ¡Anda, ven!... Siéntate a mi lado y cuéntame un día más qué es lo que te pasa.
  • Borges: no vamos a arreglar nuestra vida en común charlando noche tras noche de los mismos asuntos que nos separan desde que fueron llegando las niñas.
  • Pero, ¿de qué te quejas, Belma? Lo tenemos todo.
  • ¡No, todo lo tienes tú! Pero lo tienes ahí dentro de tu cabezota; y te recuerdo una vez más que lo tienes mal representado.
  • ¡Ya estamos; dónde irá la burra que no are!...
  • ¡Claro!, según tú, tenemos tres hijas preciosas, y así te lo dibujas y te lo imaginas; pero la realidad es que no sabes ni dónde están guardadas sus tarjetas de la seguridad social. No es que no las hayas llevado ni una sola vez al médico, ¡no!…; es que ni tan siquiera nos has acompañado. Me siento muy sola, Borges.
  • El dinero no cae del cielo, nena. Para arrimar el setenta por ciento de lo que en esta casa entra, yo necesito echarle muchas horas.
  • Yo sabría prescindir de cosas como el apartamento de la playa. Además, no me lleves a tu terreno, que no es el mío. Me humillas al hablar sólo de dinero y no de trabajo. No te preocupas porque yo necesite desarrollarme vitalmente también fuera de casa. Me explotas y no me respetas Borges: no quieres que crezca tal como soy, como tú me conociste…
  • Pero yo no tengo la culpa de que te hayan mandado este año como sustituta al Rincón de Ademuz.
  • Cierto. Pero no haces nada por aliviarme. Sabes que tenemos un problemón con lo de las chicas que cuidan a las niñas; porque todas acaban arrugándose o pidiéndonos un potosí por tanta faena. ¿Y tú qué? ¿Has entrevistado ni tan siquiera a una alguna vez? ¿Dejaste de ir algún jueves por la noche al futbito para estar con nosotras?
  • Estas insoportable, Belma… Mentira, eres insoportable, ¡coño!
  • Insoportable es que no sepas ni dónde está el Mercadona de tu barrio.
  • ¡Sí que lo sé, pero por ahí no paso, carajo!
  • ¡Vete al infierno, Borges!
  • ¡No me hace falta! ¡Acudo a él todos los días al caer la tarde!
  • … Al llegar la noche, querrás decir.
  • ¡No te aguanto más, me voy, Belma! -cogió y se fue.
.
Asió Borges, casi de memoria y como si de una carrera de relevos se tratara, la cartera y los dos manojos de llaves que dormitaban sobre una bandejita en la mesa del recibidor. En esta ocasión no dio portazo, pues las niñas dormían y su recuerdo estaba muy reciente tras el broncazo con su mujer.

A Belma y a Borges se les había encendido el piloto rojo hacía ya varios años, quizá demasiados. La vida matrimonial andaba con el chivato de avería desde que comenzaron a ver la luz de nuestro sol sus tres hijas. Al menos en esto manifestaban estar de acuerdo.

En realidad, la vida marital de ambos resultó un fracaso no por la concurrencia de un trío hacia la pareja, sino porque el par de dos no estaba preparado para interpretar y valorar lo que significaba traer hijos a este nuestro mundo. Sobremanera el muchachito.
El muchachito creyó que, por estar dotadísimo en las artes de la abogacía y muy fermentado en prestigio y clientela, se podía permitir el lujo y tenía vía libre para no crecer como persona en otras múltiples facetas de su vida. Esto lo traducía él en un estilo de vida: todo por y para mi despacho y mi nombre como letrado; poco más, migajas si acaso, para el resto que me circunda.


Borges no supo jamás tañer un alma tan fina como la de Belma. Un espíritu que no reclamaba en el fondo de sus reivindicaciones el fifty-fifty, sino que su marido saliera de ese vórtice, de esa vorágine que devoraba la vida personal del picapleitos y no dejaba ni siquiera rescoldos para su hogar. A Belma le perdió esa manía de tantos, que consiste en consentir durante muchísimo tiempo actitudes ineptas y desconsideradas por parte de otros e ir tapándolas..., al creer que con palabrería y gestos un poco desesperados convencerán, cansarán y educarán, no consiguiendo más que hartazón en la exangüe y prolongada contienda; cuando probablemente lo infalible en estos casos fuese pegar al principio un solo manotazo encima de la mesa, plantarse, mirar a los ojos y matizar detalladamente del mal que ha de morir el otro si no cambia. Todo esto al principio, y no al final.



  • ¡Eh, Nano!, dónde te metes a las diez y media... ¿En la Campa aún a esta hora?... Y con el Señor, ¡huy qué peligro!... No os mováis de ahí que acudo en diez minutos…







La Campa de Éduard Vidriera estaba situada en el cogollo de la Punta. Era ésta una zona en los aseados arrabales de Valencia, donde aún se conjugaban armoniosamente la huerta y sus acequias -con sus penúltimas barracas haciéndoles memoria a los Ches-; algunas fábricas ligeras que habían desatendido la deslocalización hacia polígonos más recientes, más modernos; algún que otro desguace de coches, y dándole la mano a este gremio, la Campa de: “Desguace Industrial É. Vidriera: Residuos metálicos, reciclaje de fibrocemento”.

Vidriera para el letrado Borges Ruiz era el tipo..., ese tipo de cliente ideal. Esto último certificado por detalles como el que sigue... Confiado hasta las trancas el chatarrero por el simple hecho de tratarse su amigo el abogado, de alguien con algo colgado en la pared del bufete, sobre su cabeza, distinto del marquito -más bien, el lema enmarcado de aquella manera- que presidía su despacho en la Punta..., y que hacía siempre sonreír a todo el que por primera vez se lo topaba al entrar en la oficina de la campa... Ya se verá...

Por otra parte, la confianza del industrial del residuo metálico hacia el letrado estaba avalada por tantos y tantos asuntos resueltos por Borges Ruiz, tanto de índole personal como profesional. Para Borges, su metálico representado suponía una fuente inagotable de faena, traducida en minutas con enjundia y preñadas de ceros a la derecha. Lo que el picapleitos decía iba a misa y volvía; lo que saliese por la boquita de piñón del brutote del Nano Duardo, y lo más importante, la manera en que éste solía retorcerle el brazo a la legalidad con muchas de sus acciones, suponía siempre para el profesional de la abogacía echarle horas en su bufete al entorno estrafalario de Vidriera, o bien como en el caso que nos entretiene, pasar un rato distendido en la Campa haciendo un receso en su poco remansada y templada vida.


Cuando a principios de la década de los setenta, el Nano Duardito Vidriera tuvo la oportunidad de integrarse en cualquier banda de atracadores de bancos y joyerías de la capital del Turia, su padre le agarró de las solapas, lo metió a trompicones en el concesionario de Barreiros y le avaló con su firma -con el pisito de la Avenida del Puerto del ministerio de la vivienda, recién acabado de pagar-...la compra de lo que iba a ser la semilla de su vida profesional. El camión Barreiros de Éduard Vidriera y el desparpajo de ambos se hicieron con todas las matricerías de metales, carpinterías de aluminio -tan florecientes pocos años después-, e industrias auxiliares donde se tuviera a bien perderse unos cientos de kilos de cobre; en fin, haber dicho entonces que la chatarrería y el desguace en general eran un gremio exclusivo de gitanos, era no querer ver los ojitos azules del dueño del Barreiros, ni atender al hecho de que ninguno de sus apellidos fuese Heredia, Cortés o Vargas.

La Campa a modo de paño de lágrimas, donde aquella noche acudía Borges Ruiz, era la misma que vio despegar el negocio tras la muerte de Franco. Pese a poder haber comprado el terreno en varias ocasiones, Vidriera siempre sostuvo: “Alquilada, alquilada, asín si tengo que salir corriendo de hacienda...”, y a continuación iba la tonante carcajada del chatarrero -¡perdón!, ya incipiente industrial de desguace.


La interminable cancela automática estaba abierta de par en par, los perros que andaban sueltos iban olisqueando al paso las ruedas del automóvil del letrado Ruiz, reconociéndolo y no alertando. Entrando a la derecha se encontraba el Barreiros ya jubilado, calzado sobre traviesas de mobila. Cuántas veces acudieron tantos diciéndole: - ¡Duardito, valen más las vigas que el trasto que soportan! - ¡Deja, deja; que se lo tiene bien ganado! -contestaba él siempre-. Allí estaba como de exposición. Si a su hijo o a su sobrino se les ocurría posar un mal palé sobre el jubilado gallego, esa semana no cobraban. Era devoción y reconocimiento para con su amigo Barreiros.

Mucho personal por cuenta ajena era el que había desfilado por el negocio; si Vidriera firmaba contratas de volumen, acudían operarios eventuales hasta la finalización de éstas. Los dos fijos eran el Caco y el Kiko; hijos de Rosaura, su primera mujer, y de una hermana de ésta respectivamente. Desertores de la logse, pero con un oficio enseñado a fuerza de soplete y botellas infernales de propano y de oxígeno, amén de la sombra, si bien no alargada del Tito Duardo, al menos compacta, embrutecida y dispuesta a dar un soplamocos a la primera salida de pies del plato de los dos aprendices.

En el siempre ordenado descampado -gracias a la habilidad de los chicos con el tetris y a su desparpajo con la fenwick-, ya si apenas se apilaba y almacenaba material como antaño. Ahora las operaciones las cerraba Duardito directamente. Allí ya no había menudeo, y la báscula que quedaba era más bien para algún despistado que desconocía la mecánica actual del business del señor Vidriera.

Dos oleadas de alzas económicas y sus coletazos fueron las que Éduard no se resistió a cabalgar en su día. La primera, la del desmantelamiento de los altos hornos del mediterráneo en Sagunto; la segunda, la del despertar metropolitano del gigante dormido del Turia a principios de los noventa. Esto hizo que el delegado de Lajo y Rodríguez -el mayorista de residuos metálicos más potente de España- en Valencia, pusiese alfombra roja cada vez que aparecía el señor Vidriera, allá por el polígono de la Fuente del Jarro. El de ojitos claros, siempre fiel a su lema enmarcado -que más tarde se verá-, se prodigaba en Lajo, tanto con secretarias como con basculistas. Y éstos ya no sabían si trabajaban más para el que pagaba su nómina o para el Nano Duardito...


El que hacía tres de los coches alemanes aparcados en la Campa cerró su puerta del conductor con la despreocupada llave de contacto puesta y todo. Miró Borges aún desde afuera, y a través de la apaisada ventana de la oficina observó en el interior de ésta la imagen iluminada por los neones, de Éduard, el Señor y de alguien más… Efectivamente, allí estaban los tres: Duardo, el Señor y Rafael Vidriera hecho polvo. Cuando al contenido de aquella urna que se vislumbraba en un armario tras Éduard, le quedaba aún un atisbo de hálito, este contenido, algo menos hecho cisco, expresó de forma muy clara su penúltimo deseo: “Toda mi puta vida entre fuego de soldaduras en la Naval del puerto de Valencia, para que ahora me coman los gusanos. ¡No hijo, no! Duardito: me incineras y echas las cenizas por los campos de Cabra donde me crié”. La primera parte de las voluntades del que enderezó a su hijo en la fragua del Barreiros era evidente que se había cumplido; el viaje a tierras egabrenses era patente que aún no. Un encargo de este tipo le superaba a todas luces y era incapaz de afrontarlo solo. Duardo no necesitaba directamente a nadie para hacer dinero; para todo lo demás gustaba tener una cohorte y una clac que dejaban traslucir, al menos, su pavor a estar solo, o a ese malentendido sentimiento de soledad que creen muchos que es quedarse en compañía de uno mismo. Desde que la urna descansaba en el armario metálico -claro- con puertas de cristal, hacía ya más de un año, él no había sido capaz de organizar la peregrinación a tierras cordobesas para acabar de honrar a su progenitor. Sin duda acabaría cumpliendo la palabra dada; pero de momento, y por muy improbablemente solo que estuviese en la Campa, no acababa de estarlo del todo.

Observó Borges todavía desde afuera al Señor..., con su carísimo reloj de aviador, su sempiterno cohíba y su coleta, que más le daba aire de diseñador de trapos caros que de hombre de paja..., siempre dispuesto a salir ardiendo si el montante del IVA de la factura falsa emitida por él así lo requería, lo merecía más bien. Recordó Ruiz que fue él quien se lo presentó a Éduard al principio de la relación cliente-letrado. Fueron aquellos momentos en los que Industria Vidriera se deshacía en pagos con Hacienda. Llegó el Señor, y la partida de gastos subió en el platillo, como bajaron los hachazos del “somos todos” al otro extremo del fiel. Al letrado le imponía tanto este tipo de personajes, que prefería no pronunciar ni siquiera su nombre. El Señor era el Señor y punto.

El tipo de amistad que aquí se conjugaba tenía mucho que ver con la que poética y magistralmente nos desveló en su día Hawthorne. Y estaba mucho más cerca del resplandor solar sobre el tronco gris cubierto de moho, a modo de fosforescencia engañosa de la madera podrida, que del aspecto risueño, juvenil y luciente del reflejo del brillo verdadero sobre la rama verde.



  • ¡Cuánto bueno y granado junto! -fue el saludo protocolario del letrado Ruiz.
  • ¡Hombre el picapleitos, pasa, pasa; y tiéntate bien la cartera! -y explotó en una risotada de las suyas el amo del lugar.


Aún desde unos centímetros bajo el dintel de la puerta metálica -a ver si no- de la oficina, observó Borges lo que casi a diario podría hacer cualquiera que por allí se pasara a partir de la caída de la tarde. Duardito presidiendo su despacho en su sillón giratorio. En la pared, sobre su cabeza, y enmarcado sin mayores pretensiones, un azulejo de Manises regalo de un amigo; servía tanto de título del lugar como de lema de su vida: “Manos que no dais, ¡qué esperáis!”. Para quien no lo conociera, allí estaba por escrito y enmarcada la filosofía de aquel hombre... Ya se vio.

La clac la componían unos días unos, otros días otros; el sol sobre el que giraban presidía siempre aquella mediana mesa, donde rara vez desertaban las botellas de Johnnie Walker etiqueta negra y de Jack Daniel´s; el resto del carnaval para amigos de confianza... en algún cajón de la mesa se alojaría.


  • Hola Duardo; Señor... Siempre un placer.
  • Siéntate, siéntate. ¡Qué, la parienta otra vez!, ¿nooo!... Si es que la más buena, ahorcada, ahorcada... -y de nuevo el tonante rugir del de los ojitos claros.
  • Ya te has pasao tres pueblos, Éduard –y tomó asiento el letrado.
  • ¡Borgito!..., ahora en serio; ¡arréglate con la Belma! Aquí siempre eres bienvenido, pero compara lo que en este lugar se cuece a las once de la noche, con lo que tú tienes entre cuatro paredes en el centro de Valencia... ¡Piénsalo!
  • Nano, no he venido para que me sermonees...
  • ¿Ah, no?... ¿Está para conducir mi picapléitos?... -dicho con aire bribón.
  • Pues claro. Cuando vosotros bebéis..., gente sobria como yo arreglamos vuestros desaguisados... ¿O no, Señor?

El Señor, a efectos dialécticos, ni estaba ni se le esperaba. Asentía tintineando un trozo de hielo contra el vidrio de su vaso largo. La mezcla de agua -en distintos estados- y Jack Daniel´s soportaban el momento. Al fondo de sus mínimos y engurruñados ojos se presumía alguna aturdida luz.

  • Deja tu coche aquí. Cuando volvamos lo recoges. Toma las llaves del mío. Conduces tú. ¡Vamos, despierta Señor! –concluyó así Duardito Vidriera Osborn el diálogo de tan sorpresiva y nocturna visita.




El guardacoches del aparcamiento de “El Venado” tenía más crédito en cualquier banco de Algemesí que un administrativo, funcionario o mediano comerciante de la comarca. Su aval era -aparte de trabajar para Juan El Inglés- la descomunal cuestación hecha por aquél durante seis días a la semana. La sinecura de indicar una plaza vacía y abrirle la puerta del vehículo al expectante cliente, era motivo suficiente para soltarle la mayoría de las veces un billete de cinco euros. Esta munificencia no estará nunca lo suficientemente estudiada; pero así a bote pronto, puede que se deba a querer aplacar, por un lado, esa mala conciencia que siempre asalta al que se presta en breve a invadir intimidades, y por otro…, qué menos que ser generoso en el momento de la arribada, de la bienvenida al lugar donde el andoba de turno se dejará cien, doscientos, trescientos...


  • Señor Vidriera y Compaña... Me alegro mucho de verlos -dicho con tono granuja y sumiso.
  • Buenas noches, Cristóbal. -y le soltó uno de diez el dueño del Audi y de la idea de la correría nocturna.


La iniciación es, esencialmente, un proceso que comienza con un rito de sumisión, continúa con un periodo de contención y, luego, con otro rito de liberación. No sabía ni por asomo el letrado -ni se lo imaginaba remotamente- que este enunciado de C.G.Jung iba a ser en esta ocasión, y en su caso, sólo cierto hasta la tercera coma...


A Borges Ruiz comenzaron a rondarle mariposas por la boca del estómago; algo así parecido a lo que sintió cuando por primera vez lució la toga. Menos mal que la empresa de mujeres de distraída moral estaba en todo, y unos servicios -exclusivamente para caballeros, claro- ad hoc, justo antes de las dos puertas de acceso al santuario de ninfas, aliviaban vejigas nerviosas y templaban gaitas. Aquí, algunos que algunas no querían ni ver, hacían una puesta a punto previa para que todo no fuese llegar, besar a la santa, y...


- lo siento chato, esto le pasa a los mejores potros...


La “simpatía” de las señoritas hacia los de la previa la manifestaban en estos términos: “Pues no te joroba el tío cabrito; este no sabe que nosotras la gimnasia la hacemos por la mañana...”.


  • ¡Vamos, chacho, acaba ya de mear! A ver si desengrasando un poco adentro, te relajas y ves con otros ojos lo tuyo con la parienta.
  • ¿Cómo eres así Duardito? Yo soy virgen en estos lances y me pongo nervioso...
  • Y yo San José Obrero, no te fastidia. ¡A ver, el Señor, el Señor, que no se nos pierda!; que éste es capaz de aparecer en los naranjales -esto replicaba el Nano Duardo con sus aspavientos y risotadas cuando entraban por la puerta que daba a la barra de Jhonny El Pipa.


Jhonny El Pipa era el camarero de barra con más predicamento de la Casa. Tenía sus clientes adeptos, y tanto era así, que de vez en cuando al comenzar la sesión El Inglés lo mandaba a la otra; de modo que los asiduos del ínclito barman, al entrar por la puerta donde se le suponía detrás, se topaban con otro compañero; y lo más habitual y natural era que se quedasen allí, un poco por cortedad de no parecer ir lampando detrás de una persona. Si acaso, una vez subidos y bajados de las habitaciones superiores, acudían al encuentro de él, en la barra donde de normal no se encontraba. El Capo sabía de sus mañas con los clientes -¿Qué no se las habría enseñado él mismo en su día?

A los “gloria bendita” -los de toda la vida- les cobraba la mitad de las consumiciones hechas. Las de las chicas, siempre religiosamente abonadas. Se sabía el nombre de todo aquel que pisara por dos veces su santuario -en esto recordaba mucho al molt honorable president Pujol, memorizando para siempre los nombres de los placeros en el mercat de la Boquería-. Cuando te servía, se deshacía en amabilidades nada impostadas -ya no era el caso anterior-; te contaba el último de leperos, y rubricaba el trato cercano con tocamientos de antebrazos y manos.

Jhonny El Pipa era un tipo genial. Sólo cojeaba del abuso de las ayuditas tan al uso en el mundo de la noche; acarreadas la mayoría de las veces por los mismos “gloria bendita”, en señal y pago de un agradecimiento y una camaradería mal entendidos.

Aquella noche El Inglés no barajó al personal.

  • ¡Cuánto bueno, cuánto bueno van viendo mis ojos!... El Nano Duardo, el Señor, y a usted..., disculpe, no tengo el gusto -fue dando uno tras otro de forma eléctrica la mano. La de Éduard ya le soltó algo...
  • ¡Pipa!, ¡cuánto tiempo ha pasado desde ayer, coño! Mira: si necesitas a alguien que te joda más de lo que ya estés..., éste es tu hombre: ¡Letrado Borges Ruiz!

De forma sincronizada, Borges se sacó del bolsillo izquierdo de su chaqueta una tarjeta de visita hecha todavía en imprenta; con la mano derecha y su correspondiente antebrazo comprobó la hiperactividad del solícito barman.

  • Hola qué tal, encantado -el saludo pasmado del letrado Ruiz daba cumplida cuenta del hipnotismo que este recién estrenado ambiente le transmitía.


Mientras Duardo y el Señor -siempre impávido- se despachaban con los chascarrillos y risotadas que se les hubieran quedado en el tintero la noche del día anterior, Borges se puso de espaldas al espejo corrido que todo el dorso de la barra de Jhonny revestía. Pese a que todo el mundo fumaba rubio americano, la atmósfera no cargaba. El ambientador y difusor colocados por un feligrés asiduo había dado en el clavo de discreción requerida por El Inglés. La música no molestaba nada; había que echar una moneda de euro en una máquina que dispensaba el audio y el vídeo, que la mayoría de las veces seleccionaban las “Niñas”, haciendo cuestación, cuestión de enganche y pretexto para entablar conversación.
El decorado nada tenía que ver con las purpurinas, las venus y los fustes griegos truncados que en otros tugurios se estilaban. No era el salón de tu casa... Era mucho mejor –pensó medio abducido ya.

¿Y las mujeres dónde estaban?... Pues allí, como gorriones en un otoñal parque. Sin la algarabía de abril, pero con el carácter rebosante de juvenil alegría que estas aves siempre nos recordarán. Picoteaban en los taburetes de las barras, revoloteaban entre los sillones discretos y dispersos al fondo del salón; y en la parte más despejada y franca de éste, se pavoneaban de pie en animada cháchara entre ellas, o con los amigos ya hechos.
Se volvió Ruiz de nuevo hacia el mostrador de la barra, una vez inventariada la parte de El Venado que Jhonny pastoreaba; y un poco acogotado por tanto guiño que le dispensaban en body, shorts y tacones o plataformas de vértigo.

Duardito informó sobre lo que el letrado habitualmente bebía. Las tres copas estaban ya servidas de forma impecable al trío calabérico... Por la arcada de cañón abovedado que las dos salas del Club unían, aparecieron tres cuerpos agitados y sus respectivas almas desordenadas: Blanca se emparejó con su novio Éduard; al Señor le asistió María José de Cofrentes -una mujer radioactiva y del terreno-; y la suerte quiso que recién bajada de un servicio, Clara la “Uruguayá”, continuase febril su destajo, atendiendo la llamada de las otras dos para cuadrar y llegar a ser tres; y arrimándose con frescura a Borges.

Invitaron -invitó a todo esa noche Vidriera- a las señoritas a tres copitas de esas que ya tenía preparadas con antelación El Pipa en botellas de dos litros; era un rebujito suave, con muy poco alcohol; lo tenía en diferentes envases con naranja, limón y cola; y se conocía de memoria las preferencias de cada una de las chicas. Jhonny era un cielo, y sus estrellas colgadas también lo adoraban.

La sudamericana estuvo a punto de clavarle al pimpollo -que ya de lejos se lo olió- el benjamín de treinta euros. Duardito siempre al quite, en todo siempre, la toreó.

  • ¡Oye, oye, Nena, no seas vividora! -y explotó como siempre de risa.
  • ¡Vámonos tos parriba! -prosiguió él- ¿Podemos o no podemos, señor letrado? ¿Cómo llevamos el trimestre, Borgito? ¿Bien, no? Pues lo dicho: ¡tos parriba!

Llegó la media docena andante al trance similar al de antaño, cuando de forma embarazosa se compraba la entrada de la sala X, o la cajita de Dúrex en el quisquilloso y meapilas boticario. Allí siempre estaba María Posé, haciendo mágica transformación entre vil metal y ratos de gloria, al pie de la escalera; parecía que la hubiesen parido en el receptáculo con ventanilla, donde ella aguantaba estoicamente durante diez horas ininterrumpidas y seis días a la semana. Por sus prestas manos pasaba la facturación mollar, que hacía enarcar las cejas de todo inspector de hacienda que a bien tuviese meter la nariz -o lo que anhelase el buen hombre- en el negocio, el cual legalmente rezaba como: “Servicios Hosteleros El Alivio”. También pasaba por su poder el rollo de cocina de Colhogar que facilitaba a las “Niñas”, y que era cortesía a precio de coste por parte de un parroquiano representante de droguería. Se conocía de memoria los neceseres de cada una de ellas, perfectamente colocados tras de sí en una estantería..., que la más ordenada y coqueta oficina de la Poste Française hubiese envidiado.

  • Hola, María Posé -y le arrimó la primera visa que pilló.
  • Buenas noches, Duardito. ¿Qué..., vienes hoy de Cicerone? -apartó un poco el librito de pasta dura que leía a ratitos; al revés pudo leer Borges: “Miss Giacomini”; al lado había otro de bolsillo, éste lo pudo leer del derecho: “Veinticuatro horas en la vida de una mujer”.
  • Te presento a Borges. Es buen chico; hoy está aquí tan desorientado como yo cuando me hace ir a su despacho. En un ratito saldrá como nuevo, ¿no, niña? -y rempujó a Clara.
  • Tres servicios de una hora. Total, trescientos euros, señor Vidriera -al cobro guardaba mucho las formas-. ¡Hola, Señor! -no lo había visto, lo había intuido, más bien, olido-, cuidadito con el Cohiba, que las camareras se quejan luego de vuestros quemazos en las sábanas -y el Señor a lo suyo, o sea, a nada mientras no tuviese que extender su bloc de facturas, sellar y firmar con su achicharrado y ya casi acorralado por Hacienda, NIF.

Subieron la escalera más amable jamás construida; metáfora perfecta de una de las ascensiones más risueñas que se puedan ustedes imaginar.


Y tras la puerta que dio intimidad a Duardo y Blanca se escuchó: "Esta mañana temprano -vaya por dios-, nos han traído los del Corty el lavaplatos y la nevera nueva. Cuando a Narciso me lo ha devuelto del cole al mediodía el educador social, nos hemos puesto muy contentos; me ha dado un besito mu grande pa ti. Como este, !muuuua¡. Estamos todos muy ilusionados. ¡Pero qué bueno y grande eres, Duardito!".


Blanca Bocanegra tenía treinta y tres cuando agarró a su hijo Narciso de ocho, cogió la primera maleta del altillo de su habitación, que le cayó encima por la precipitación, y salieron corriendo y mirando hacia atrás, no fuese a caerle otra “puñá” del hijo de puta de su marido, chulo y padre de su hijo.

Cuando la pareja -madre e hijo- de Valladolid arribó a la estación de autobuses de Madrid, Blanca se dijo: “No. Demasiado cerca del Pisuerga; más lejos aún”. Y aprovechando que el cauce nuevo del Turia pasaba por Valencia, cogieron y continuaron el viaje de huida.

Juanito El inglés tardó minuto y medio -como José Luis Fradejas- en darle cauce a la causa de Blanca Bocanegra.


Hacía medio año ya, el chatarrero y la todavía hoy puta se conocieron aquí en El Venado, y en el más estricto sentido bíblico. Hacía tres meses se habían creído enamorar, y con toda seguridad ennoviado; yendo a pasear los tres los domingos por la tarde a los jardines del Real. Y sólo treinta días atrás, que la férrea voluntad de Vidriera hiciese saltar por los aires todos los candados y cadenas impuestos por la pucelana para salvaguardarse ella y su querido hijo. Estaban ultimando la compra por parte de Duardito del piso en alquiler que ocupaban Narciso y su mamá, y la puesta a punto del inmueble para irse a vivir los tres juntos en un mes, día arriba, día abajo…

  • Blanquita mía, castellanita de los cojones, ya no me hace ninguna gracia venir a verte aquí.
  • No seas tonto Mimosín. Ya lo hemos hablado; estoy aquí prácticamente de despedida. Todos mis ex-clientes ya lo saben. ¡Además, si son medio amigotes tuyos y los conoces! Tienes que respetar mis condiciones, cielo. ¡Vamos!, que vengo muy castigada de atrás -de tiempo atrás, entiéndase.
  • Y de la fiesta de despedida que me ha dicho El Pipa que estáis organizando. ¡Qué!; ¿qué leches es eso?
  • Hoy es lunes, ¿no?; pues en tres lunes más sin contar éste, será la despedida.
  • ¿Y eso de qué va mi amor?... Porque hace rato que no me dejas estar engolfado.
  • Ya lo sabrás a su debido tiempo. Estás invitado al final de la misma. ¡Ea!



Y tras la puerta que dio intimidad al Señor y a María José de Cofrentes se pudo oir:

  • ¡Ayyy mi coletita y su bloc de notas, pero qué templao que es! ¿Qué eres, escritor, hijo? ¡Anda, saca la papela con esa alita de mosca que sólo los bohemios lleváis!

Impasible, el Señor dio cauce a casi todo lo que la eléctrica de Cofrentes requería. El caudal del Júcar no habría bastado para enfriar aquella noche el corazón nuclear de María José. Y ésta, se templó lo que pudo…

El Jack Danield´s del Pipa por la patilla, más todo lo demás, habían dejado inhibido y retractilado todo asunto que hubiese podido tener pendiente el Señor aquella noche. De haberse María José subido el punto de cruz durante aquella hora, a buen seguro que le habría salido un dibujo la mar de psicodélico; empero, aprovechó el móvil de él durante la cabezada de cuarenta minutos que se dio, para llamar al Pueblo, a su madre, y preguntarle que si el niño al llegar del Cástor College había hecho los deberes, y que si había merendado y cenado bien y acostado pronto. La madre cumplimentó al detalle a la solícita y medio varada en estos momentos María José; y le recordó que no se olvidase “nunca jamás” de hacer gárgaras con el Oraldine tras cada servicio.

  • ¡Qué sí mamá, qué sí!, ¡que ya lo sé!

El estado somnoliento, casi catatónico, que de forma paradójica le insuflaban al impávido Señor la ingesta de alcohol y los tiros de polvo, le hicieron una vez más ser convidado de piedra -de escama para ser más exactos- de sus insulsos sesenta minutos.

  • ¡Vamos, coletita mía, mi cielo aborregao!, que nos van a aporrear la puerta.




Y tras la puerta que dio intimidad a Borges Ruiz y a Clara Díaz sólo se pudo entender en un hombretón balbuciente:

  • No me hagas daño, por favor quiéreme, quiéreme...

Por muy chocante y paradójico que parezca, de todas las palabras que aquellas tres puertas oyeron esa noche, estas últimas declamadas patéticamente por el hasta entonces avispado letrado, fueron pero con mucho, las más estrafalarias, inconexas, depravadas e inconsecuentes de todas.

El haber acudido al “puerto deportivo y de recreo” de El Venado con esa gravedad y circunspecto perdido, fue un error tan de bulto como el que hubiese cometido el hijo de la Thissen acudiendo en chanclas, bermudas estampadas y camiseta de Snoopy, a la oficina de la autoridad portuaria o a la del señor Boluda, por un acaso.

Sería curioso también analizar cómo un hombre curtido en cientos de pleitos, en los que se había batido el cobre, acompañado de una dialéctica sin contemplaciones ni concesiones al adversario, y un verbo claro, acerado y demoledor, cayese de modo tan facilón y poco rebordecido.

Estamos de acuerdo en que Clara Díaz no era una adversaria. Su mundo, torcido generaciones atrás, no conjugaba el verbo querer con el corazón. La actitud de hombre derrumbado y necesitado la supo leer la uruguayá desde el saludo de presentación en la barra de Jhonny. Ella haría con él -con su vida- lo que tenía que hacer; y esto era..., saber lo elástico del plástico de sus visas y mastercards.

Aquí la única lucha que se recalca es la de un hombre contra ese mismo hombre, y los indicios de falta de confianza y de fe en él mismo; como pudieron ser esas medias palabras, tan parcas como delatoras, de pelele tras esa puerta.

Es curioso también analizar cómo el letrado, que veía que el barco de su vida personal hacía aguas por muchos recovecos del casco, decidió ir a la santa bárbara, coger un barreno y acabar cuanto antes con la presunta agonía de lo que le daba sustento -tormento sostenido, según su opinión, y sostenido básicamente por él-. Eso sí, creyendo saltar a tiempo a la indemne embarcación profesional atracada junto a ésta, como si nada hubiese acaecido en su vida... Y todo pudiese deslindarse en el basto mar.

El estar en vías de volar por los aires el símbolo de la confianza en sí mismo, de su fe en las promesas nobles -llenas de valor y generosidad- por las que siempre luchar -esto ya le habría sonado a chino-, le hizo adquirir pies de barro en todo lo demás de su vida. El gobierno de la Nao profesional con esos pinreles de adobe, provocaría nuevas y peligrosas vías de agua en el conjunto cada vez más vacío de su existir.


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Era lunes, un lunes cualquiera de un ya avanzado otoño. Lalo Monje estaba embocando la rotonda de Utiel que sigue enlazando la carretera de Teruel con la A-3. El Sol estaba bajo a esa hora de la tarde. Las hojas de las viñas comenzaban a tomar durante esos días el tono de sus ya ordeñadas hermanas las uvas; la sangría de los lagares quería pintar no sólo el interior de las botas, sino ser también protagonista de la estampa rojiza e incendiada de los campos de la valencia castellana al atardecer.

Iba absorto y cansado; atendió a las señales, no quería irse para Madrid. Cruzó el puente sobre la autovía, hizo el Scalextric y se dijo en voz alta: “¡Bien!”. Algo somnoliento, se metió una pastilla de chicle en la boca. Intentó recordar un poco la jornada desde que antes del amanecer saliese de su Casa en Blasco Ibáñez..., en Valencia.
Aquel lunes tenía que estar antes de las nueve de la mañana en la granja escuela situada en una pedanía de Talayuelas, en Casillas de Ranera; allá por la encrucijada de Valencia, Cuenca y Teruel. Los dueños del negocio de tan enlatada naturaleza, habían contactado durante el pasado verano con él. Necesitaban para el primer día de cada acampada un profesional que impartiese unas nociones básicas sobre cocina, partiendo de la materia prima que tanto el huerto como el corral facilitaban con prodigalidad. Palabras casi textuales de los señores dueños. Precisamente era este lunes el estreno de la citada iniciativa. Cuando llegó a las ocho treinta pasadas de la mañana, en la explanada del lugar ya estaba aparcado un autocar serigrafiado a todo lo largo con: "Cástor College". El pastelero autobús ya no le dio bien en la nariz.


Las señales horarias de las siete de la tarde le sacaron del recuerdo de su accidentado debut en ese rincón perdido de España. Al ver Requena por el retrovisor, miró la hora y calculó que llegaría bien de tiempo a Micer Mascó. De haber habido allí en el coche -uno de los lugares donde mejor nos despachamos a la hora de hablar solos- otros oídos aparte de los suyos, hubiesen escuchado: “Maldito niñato Hijo de Puta”. Y es que trabajar con soltura era cada día más complicado. Continuó conduciendo hacia Valencia y recordando...


Pepe y Bienve -los dueños de tan natural negocio- le invitaron a desayunar un bocadillo con el pan recién traído de Sinarcas, abarrotado de embutido de Utiel; Lalo no le hizo ascos ni mucho menos a la segunda sesión de la primera comida del día. Estas son las ocasiones en las que a los melindres los tenemos que aparcar y explayarnos en el placer -caviló gozoso.

Le mostraron las instalaciones y los alrededores. Todo lo natural abstraía siempre al cocinero, y en algunas ocasiones, aunque sólo fuese para comprobar que era fuente y principio de lo prodigiosamente artificial de nuestras vidas modernas.



Sobre el caño eterno del manantial, que brotaba en todo lo alto de la Granja, Lalo oteó un bellísimo paisaje de interior. Tierras de pinares -aquí, ya de pinares-, vid y cereal. Pensó una vez más en el carácter abrochado de sus habitantes. Espíritu que hacía que lo establecido y lo inamovible durante tantas centurias siguiese ahí. Contrapunto del extremo costero, más propicio para personajes como él: dispuestos siempre al salto de la mata, a salir corriendo o navegando donde fuese: a Casillas de Ranera, a redescubrir, si hacía falta, América…
Si la inicial visión del cursi autobús no le olió bien, el golpe de vista sobre la lista de los niños, que resultarían con menos espíritu granjero que Paris Hilton, le pareció que no mejoraría sus impresiones pituitarias. Los nombres y apellidos de los angelitos y angelitas, con doce años la mayoría a esa altura del primer trimestre del curso escolar, se los habían transcrito al español.

- ¡Cojones!, nombres chinos, rusos; ¡alto!, uno francés. Depardié –mascullaba para él.

  • ¿Depardié, s´il vous plait?...
  • Oui Monsieur...
  • En español si no te importa -lo observó; era un chico delgado…, de momento; lleno de granos, media melenita castaña y lacia. Podría ser-. ¿Familia del actor? ¿Garçon?
  • ¿Será tu clase igual de original que tu pregunta, Monsieur? -con tonito gabacho y todo, el gachó.

Lalo calcó la miradita llena de mala leche tan bien escenificada por todas las maestras del mundo: cabeza pelín gacha, puente de las gafas a la altura media del de su hermano nasal, mirada sin pestañeo por encima de las lentes y con las cejas enarcadas; vuelta a su sitio inicial de las gafas. Aquí no ha pasado nada. Continuó la lectura mental de la lista. ¡Hombre!: Nicomedes de Justo... ¡Este va a ser mi hombre!...

  • Nicomedes de Justo...
  • ¡Dime, tío!

Hijo de Puta, tendrían que devolverle todo el dinero malgastado a sus padres -Se dijo Lalo para sus adentros, y se sonrió como pudo por afuera.

  • ¿De dónde eres Nicomedes? -le espetó al niñato la preguntita de los desahogados.
  • De Cofrentes. ¿Pasa algo?

Nada. No había manera de rematar de forma cortés.

  • ¿Y de Cofrentes vas todos los días a Puçol? -quería romper algo el hielo y encauzar al raspado y malaje zagal.
  • Mi abuela me alarga a Valencia, y allí cojo el bus del cole.
  • ¿Tu Abuela?...
  • ¡Sí! ¿Qué pasa, tío? Mi madre tiene horario de tarde noche y se levanta casi al mediodía.
  • ¿Y tu padre...? -descaro con desenfado se paga.
  • Mi padre, dice mi madre que es el delegado de Óscar Mayer en Valencia; pero que es el mayor cerdo de toda la empresa...Porque no me reconoció el tío cabrón.

Esto no se lo esperaba Lalo ni por asomo. La risotada del casi medio centenar de los de primero de la E.S.O fue tal, que Bienvenida, que estaba en el calvero exterior nivelando el trípode del infiernillo de gas para la paella, salió como alma que se topa con los hermanos Matamoros; y apareció en un santiamén en el taller de cocina. Lalo, al verla con carita, salió al cuidado e iluminado a aquella hora porche porticado de madera.

  • ¿Qué le pasa a los mocosos esos, Lalo?
  • No ocurre nada, no te preocupes, Bienve. Es la edad. Están henchidos por tanto nuevo -no se lo creía ni él-. Además, se ponen bravucones estando encerrados.
  • Es el pan nuestro de cada día. Yo creo que no están acostumbrados a tanto oxígeno -le respondía con desenfado la entretenida y ocasional pinche de cocina.
  • Pierde cuidado, Bienve, yo los entenderé... Voy a volver adentro para sacarlos.
  • ¡Ah, disculpa!, se me olvidaba; no quedan ni tomates ni pimientos en el huerto. El sábado te los compré en el Mercadona de Utiel. Diles de todos modos a estos desarrapados de marca mayor que son de aquí, ¿vale?
  • ¿Y el pollo y el conejo? -le preguntaba azaroso y desconcertado, el cocinero.
  • El conejo es de Artola, todo troceadito; ¡pero qué aseaos son estos de Artola! Lo tienes junto al fuego, en la bancada que te he armado para la paella. El pollastre igual que las hortalizas: de Mercadona.
  • Pero..., yo creía que íbamos a hacernos un par de animalitos de los de aquí. ¡De los del Corral! Qué lástima, mujer -como queriendo parecer que esto le chocara... o no se lo esperara.
  • ¡Anda, anda, ni se te ocurra! Están de atrezzo. ¡Pobrecitos!
  • Vaya por Dios... Por cierto, Bienve, ¿Lo del pimiento en la paella? ¡Eso es tuyo?
  • ¡Ay, Lalo, perdona!, como mi marido es murciano; ya sabes...

Saliendo todos los mastuerzos casi en desbandada del interior del albergue que hacía de improvisada aula de cocina teórica, Lalo contempló apostado y algo pensativo sobre el quicio de la doble puerta, cómo se acercaban algunos a “Diesel”; y al paso de todos, la mayor colección andante de braguitas y calzoncillos Calvin Klein jamás vista. Durante la transhumancia de la descarada fauna recordó que en los Salesianos no les dejaban ni tan siquiera ir en zapatillas de deporte a clase. El término medio -lo tenía clarísimo-, no deambulaba en estos momentos por delante de sus narices.

Recordemos que tras el desayuno con Pepe y Bienve a modo de pitanza, y mientras los zascandiles niños cubrían sus aún vergüencitas con Marcas en la parte de la Granja habilitada como dormitorios, y terminaban de vestirse del modo más inapropiado para unos días de campo, él, en el pequeño calvero donde la anfitriona hacía sólo unos minutos casi fulmina un récord de velocidad, y que le recordaba a las eras de su niñez, montó todos los útiles auxiliares para la clase práctica.

Allí se dirigían todos tras haberse roto -destrozado más bien- el hielo del modo tan kafkiano como ya hemos contado. El numeroso grupo se concentró alrededor de Lalo y de la bancada improvisada por el matrimonio al modo que lo hacían los oficiales y suboficiales del General Cárter en torno a éste antes de arremeter contra los indios, con la pequeña diferencia de que el General Monje iba a ser fusilado en breve y sin contemplaciones por tan peculiar tropa.

Habiendo llegado a la clara y recogida explanada, el cocinero pudo dar fe de que el matrimonio anfitrión podía ser un par de impostores, pero que no tenían nada que envidiar al pinche invisible de su amigo Arguiñano. Todo estaba allí perfectamente alineado y ordenado por colores; eso sí, el género aún entero, sin picar ni trocear. ¡Qué vergüenza!, el garrofón y el mismísimo ajo se estaban descongelando ante sus narices. Antes de ponerse manos a la masa, Lalo deseaba recabar un poco de información sobre la experiencia en la cocina que los allí presentes quisieran transmitirle. Esto comenzaba a ser insoportable, pues no pudo oír comentarios que no fuesen: “Vaya rollo, en mi casa se encargan las paellas a La Pepica”. “El mejol al-los se come en la China comunista”. “¡Anda, anda, que como el de Casa Carmela ninguno!”. “Nada como ir al McDonalds los domingos al mediodía con mi abuela y con mi madre” -remató Nicomedes de Justo, hijo putativo de Cofrentes...

  • ¡Vale, vale, Chicos!; es suficiente. Continuemos -Lalo se iba cargando más y más.
  • ¡Voluntarios -seguía hablando, voceando, él- para trocear un poco más este rico “pollo campero”, y picar esta “fresquísima” verdura! Please...

¡Ninguno!; además prosiguieron los exabruptos: “En casa se compra el ajo picado ya, y congelado del Mercadona” -desde los medios del tendido un miope presumiendo y no habiéndose puesto sus putas gafas de buena mañana se lucía-. “¡Qué asco, ajos; eso es condimento de horteras!” -decía una Lolita al fondo-. “Para qué necesitamos saber de paellas, si las ecuatorianas de casa no entienden ni encienden las cocinas digitales de inducción; y encargan todas las comidas al Restaurante del Corte Inglés” -el ucraniano Vladimir quiso poner la mejor guinda en el peor pastel.

Intentó recordar Lalo las pequeñas vejaciones sufridas en la cocina del Campamento de Instrucción de Reclutas Nº 4 de Camposoto, San Fernando, Cádiz; allá a principios de los ochenta, pero ¡qué va, qué va!; los mamonazos que lo rodeaban sin cuartel en estos momentos eran unos Hijos de Puta redomados. - “¡Se van a enterar!” -se dijo calmoso.

  • ¡Vamos a ver, vamos a ver, esta muchachada!... Por favor los del fondo, un poco de compostura... Así, un poco mejor, gracias... Os voy a explicar con detalle cómo se hacían las paellas en Valencia antes de que hubiesen nacido vuestros abuelos por esos mundos de dios. No os desbaratéis del todo que vuelvo en minuto y medio.

Recorrió el repecho del otero donde se albergaban los corrales en treinta y tres segundos. Oteó. Perfecto; en la balda de un estante el trasportín de viaje del caniche de Bienve…, vacío. Lo trincó, y tras la cancelita del mismo, enseguida estuvo un tierno conejito. ¡Sí!, de esos que nunca pensamos que fue un tierno conejito mientras nos lo estamos zampando.

Al pollo franciscano, que -totalmente convencido- el lugar creía tener controlado y tomado desde hacía cuatro años -calculó Lalo-, lo volteó de un manotazo, asiéndolo por sus doradas patas. Se fijó en sus hermosos y disuasivos espolones.

  • Éste necesitaría una hora de Magefesa por lo menos; pero para el caso...
Cuando a los dos minutos estaban los tres de vuelta, no había diablo que a cuatro metros de la paella se arrimara. En su breve ausencia encendieron el ruedo del infiernillo de gas, y al culo de aceite de 1881 de la paellera que comenzaba a humear, traído por él desde Osuna, los desgraciaos le habían añadido como primeros ingredientes una sabanita y una pastilla de chicles.

  • ¡Qué mal gusto los Cabrones, ni tan siquiera son Dunkin ni Bazooka!

Los salpicones eran de chúpame dóminae. Dejó en el suelo el transportín del primo de Roger Rabit; con la mano izquierda libre y aprovechando que la goma de la botella del butano era más bien larga, lo cerró de la caperuza.

El pobre franciscano con su cabeza atiborrada ya de sangre debido a la postura bocabajo adoptada, e internamente acojonado, no hacía más que aletear. La peña ya no vacilaba tanto; se constituyó más bien en un desperdigado escenario de estatuas confundidas. Los más avisados pasaron sus pantalones de la posición y parte baja de sus caderas a sus cinturas.

Hizo un pase de manos Lalo con el hermano pollo. Ahora lo cogía con la izquierda. Lo tenía claro. El animal iba a sufrir mucho menos que sus primos los de las granjas de engorde que tan felizmente nos comemos. “Desenterró” con la diestra el “tomahawk” del tocho de tronco que hacía las veces de tabla de cocina del IKEA. Consiguió posar sobre la madera la cresta y buen trecho del pescuezo. ¡Zas!...


… Ni el más atinado Arapajoe del Cine Planelles ¡vamos!, ni Carmelita la Mata habiendo pasado la prueba de alcoholemia del anís Metro…


Desde que el hermano pollo echó su último kiki matinal a la más atildada y distraída gallina del corral, hasta este su último momento, habían transcurrido cinco minutos escasos contra casi un lustro de envidiable vida...

  • No está nada mal... -se consoló serenamente Lalo.

Para el conejo de la suerte no era San Martín. Con el pulgar y el corazón accionó el cocinero el pestillo de la cancelita. Saltó raudo. El más imbécil grupo de personas que jamás se había echado a la cara, salió despavorido hacia los cuatro puntos cardinales; no tanto por el recién indultado roedor como por el implume y a la sazón descocado pollo. ¡Qué barbaridad!, ni el más aventajado pupilo de John Bénjamin Toshack hubiese zigzagueado y dado los requiebros del franciscano con tonsura extrema.

Los chillidos y alaridos de la imberbe turbamulta se comentarían días después que se oyeron en el mismo Casillas de Ranera, encontrándose la pedanía a casi una legua de distancia.

La no tan pija como maleducada muchachada se fue congregando instintivamente sobre algo que de allí la sacara, y le tocó al autobús aparcado, claro. Comenzaron a activarse teléfonos móviles en una época en los que éstos aún no eran habituales. No se sabe cómo ni de qué manera, pero el caso es que en una hora y media muy escasa comenzaron a abarrotar la generosa explanada de bienvenida de la granja escuela de pega vehículos automóviles casi tan descomunales como el Bus del Cástor.




Hacía ya un cuarto de hora que Lalo, sin darle explicaciones a nadie del entorno del enredo, se encontraba aparcando en la travesía de la vecina Sinarcas. Quería despedirse; y comprar unas cocas de bacon, embutido y sardinas arenques a su amigo el panadero del pueblo. Echándole la llave al coche... vio pasar rauda, en sentido de ida, la comitiva de la ONU a modo de padres escandalizados y ociosos..., por lo que se veía en la atropellada estela.


Amasando libremente los dos, y riéndose entre harinas de lo relatado por el cocinero, se les hizo la hora de cerrar al mediodía y de comer. No declinó Lalo la invitación del panadero y su mujer a su Casa.

Las formas humildes y honradas, el respeto ancestral y las miradas francas y a los ojos que aquella pareja le brindó durante aquella comida y su correspondiente sobremesa, para el cocinero quedaron. De lo demás... su selectiva memoria se encargaría.

El consecuente matrimonio acordó que sería ella la que abriría el despacho de pan aquella tarde de lunes. Él, no quería dejar escapar a su amigo el cuiner sin que visitase sus siete con siete hectáreas de viñedo que entre el pueblo y Utiel tenía. A tan bucólico como práctico lugar iban a media tarde, y cada uno en su coche para que tras la visita Lalo no tuviese que desandar el camino ya hecho, cuando el aparatito de los “güebos” -bautizado así, cariñosamente, el Alcatel por Monje- sonó en dos ocasiones...

Pepe y Bienvenida, ésta de parte de ambos, y todavía alterada por los incidentes recién acontecidos en su Casa, se interesaba de forma amable por el cocinero contratado aún para los cuatro siguientes lunes. A Lalo le dio en la nariz más que otra cosa, que temían que se destapase el “pastel natural” a base de sacarina que tenían montado.

Los templó el que tenía que haber sido tranquilizado, y quedaron como personas razonablemente educadas. Él les devolvería los emolumentos correspondientes a las cuatro jornadas venideras que nunca cuajarían, y que se habían pagado por adelantado. Ellos se disculparon por la fauna con la que se habían estrenado -más necesitada de reformatorio que de ninguna extraescolar-. Y reconocieron que apuntaron demasiado alto para tan bajas, retorcidas y rocambolescas miras.

Al Sargento primero Del Bosque, Comandante de Puesto de la Casa Cuartel más cercana a Casillas de Ranera, le dieron el aviso los del 112. La señorita del probo servicio no consiguió anotar de parte de la histérica Lolita comunicante más que el siguiente mensaje entrecortado e inconexo: "Socorro, un tío loco, mucha sangre, hacha de cocina, cabeza cortada, por favor sálvennoooss!!"...

A Del Bosque le dio el teléfono de Lalo la ecolojeta pareja al llegar al lugar de los hechos. El Benemérito Hombre llamaba desde el interior del coche aparcado en el ya famoso calvero, e iba acompañado -como no- por un Número de la Casa Cuartel.

Criado en un cortijo entre Argamasilla de Alba y Tomelloso; educado por unos padres cabales, y estudiado a base de becas, esfuerzo y mérito personal, no hizo falta que Lalo Monje le diese prolijas explicaciones... El bigotudo señor acogió a la delegación de Naciones Unidas como se merecía. Pidió documentación y papeles de vehículos y personas sin contemplaciones. Se esmeraron -el Número Gutiérrez y él- cotejando fichas técnicas y chapas de los coches... como ninguno de nosotros lo hará nunca, mirando hasta la última fecha del último yogur en la balda refrigerada del Mercadona.
¡Ah!, las últimas palabras del cocinero para con el Guardia Civil fueron: “Paz y Honor, amigo, que tenga usted un buen Servicio”.


Siete coma siete hectáreas de viñedo en espaldera, en una muy ligera loma viéndose al fondo la vinícola Utiel, era el lugar en la Tierra más cercano al Cielo que el panadero de Sinarcas podía pisar. Heredado de sus padres y honrado por él, según comprobaba en estos momentos Lalo, pues el esmero en todo lo que allí se respiraba así lo demostraba. Hablándole de la parcela el panadero de deshacía -casi textualmente- en parabienes, se emocionaba, se le humedecían los ojos en contraste con la sequedad del entorno en este punto del otoño.

Lalo sabía muy bien cuándo tenía que callar y deleitarse escuchando a otro que tuviese algo que decir. Comprobó una vez más en su vida lo que amarraba la tierra; los sentimientos atávicos que despierta en los Hombres. Cómo sí no -asentía calladamente el visitante-, si es la base de nuestra civilización, si nuestras raíces están ahí como las de las cepas... Bueno, como las de ellas no, de forma más potente si cabe; en el sentido que lo latente y lo que no se ve de nuestro más profundo yo, empuja y arremete sin compasión mucho más que lo aparente que une la cepa con su terreno.

Llegó demasiado pronto como siempre la hora de despedirse. Se desearon lo mejor del mundo para ellos y sus familias, y con un fuerte apretón de manos se dijeron hasta siempre.


Antes de bajar del todo el Portillo de Buñol su teléfono recibió un par de llamadas más. La primera era de Mau -su mujer-. Que no se le pasase; que hoy le tocaba a él ir a las ocho a la catequesis para padres de la Primera Comunión de Pinchuflín. “No te preocupes, amor, es ahora casi y media, voy bien de tiempo; no se me había olvidado.” -la tranquilizó-. Habiendo restado los pocos metros que le quedaban a la meseta, el Alcatel se iluminó de nuevo...


  • Sí, dígame...
  • ¿Eres el cocinero de Jávea, nano?

Jamás había oído que lo llamasen así... Ni por asomo, ¡vaya!

  • ¿Y tú de quién eres?, tu número no me suena de nada -perplejo quedó Lalo.
  • ¡Ufff, Chacho! Por teléfono es “complicao” explicártelo -le decía el desconocido con voz medio angustiada.
  • Todavía no has “pelechao” ese deje andaluz que te queda de fondo, ¡eh!...
  • ¡Anda, tío!... pues si que eres listo de verdad. Mi padre, que tenga Dios en su Gloria, era de Cabra.
  • Egabrense, eres egabrense -con tono sobrado; como queriendo cerrar la plática.

Tuvo Lalo que bajar el volumen del manos libres. Una risotada estridente como la madre que la parió retumbó en el habitáculo.

  • ¡Nano!, eso de lo de Cabra lo conoce muy poca gente. ¡Tú sí que sabes!, ¡eres más listo que Lepe! ; pero no, yo nací en el Marítimo, en  la Avenida del Puerto.
  • Oye perdona. Es que la entrada a Valencia está pesadita, y no puedo fallar en un sitio a las ocho; no te puedo atender ahora, lo siento mucho. ¿Cómo te llamas...?
  • ¡No, no, por favor, Nano! Es una emergencia: se trata de un conocido tuyo...
  • ¡Oye!, no me has dicho siquiera tu nombre. Y nadie me conoce por el cocinero de Jávea. ¡Te has enterao? -iba asomando, poco a poco, su desconcierto.
  • Perdona, Chacho; estoy muy nervioso, esto no es muy normal. Soy Éduard Vidriera Osborn. Te llamo porque tengo un problemón con Borges Ruiz. Abogado y amigo mío.

Borges Ruiz, Borges Ruiz... ¡Ah, sí, leches!, Borges, el marido de Belma, la buena amiga de  mi mujer, Mau”. Ahora caía Lalo... Y entreverado en el relato que hace por entretenernos, comenzó a concatenar recuerdos y pensamientos; algunos extemporáneos, otros -los más- (,) estrafalarios…

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Belma Lasal y Mau Persán habían cursado todos sus estudios juntas. Desde maternales hasta la conclusión de magisterio, pasando siempre las dos de la mano, incluso por los cursos de especialización de inglés y el título superior de valenciano. Eran amigas de las que no daban asco: “Ay tía, fenomenalll... Te encuentro idealll...”. No, no, de estas no. En absoluto. Chicas formadas, educadas -en el estricto sentido inglés de la educación: parecer que no existes-, nada ñoñas y muy, muy..., pero que muy liberales.

Pertenecían a esa generación en que la efervescencia de la Transición le cogió en plena adolescencia. A la ruptura de, y con, lo establecido propio de esa edad, sumaron la que por aquellos ya lejanos días se respiraba y rezumaba en todo. Picotearon en el desenfreno que circuló por toda la piel de toro, haciéndole caso, a veces, al lleno de cataratas “Viejo Profesor”; tan errado nombrando al bueno de Jhon “Lenocks”, como dando consejos a la juventud: “¡Al loro, y el que no esté colocado, que se coloque!”.

                                            ***

Coloque, coloque…, alocados…, “seguid alocados” –continuaba Lalo hilvanando retales  para su capote…
         





¡Oh, Señor Jobs!, en su discurso de graduación a los muchachos de Stanford adoleció usted totalmente de falsa modestia. Sí. No dejó que asomase a su magnífica historia ni un atisbo de su genialidad innata y, lo que es más importante…, adquirida. Las aherrojó bajo siete llaves en una mazmorra para que nadie sospechase que la base de todo lo que había conseguido estuvo en su talento portentoso. Usted, Señor Jobs, prodigio de hombre, es la prueba palpable y viviente de que la excelencia se abre paso siempre, dentro o fuera de la Universidad; pero…, no siguiendo la trocha de la recua... abocada al instinto, a la intuición y a la fuerza del corazón -todo muy digno de letra y música de Joan Báez o Bob Dylan-. Sabemos que toda la corrida emoción anterior fue un copiapega añadido a posteriori por usted -como muy bien reconoció en el atril del campus-, uniendo los puntos románticos, bucólicos, sensibleros, ascéticos y artísticos de su fantástica vida..., Señor Jobs.

Le camufló a los chicos lo más importante -“trabajamos mucho”, apareció una sola vez en su discurso y de pasada-, que es: el tesón y el esfuerzo intelectual constante realizado por usted para conseguir tanto. El haber puesto los talentos suyos a buen interés interanual. Además, haberse despedido ante personas que le escuchaban embelesadas –por no decir embobadas- como amantes seducidos, con el: “Seguid hambrientos, seguid alocados”, recordó -de forma infausta- un poco aquello del Viejo Profesor…
Para aumentar la mente humana no hace falta “aumentarla” de estas formas, y menos recomendárselo a la chavalería, mi querido Steve. Un abrazo enorme allí donde estés. ¡Ah, se quedaba en el tintero!...; por las mañanas, cuando los humildes mortales nos enfrentemos ante el espejo cuestionándonos aquello de: Si fuese el último día de mi vida, ¿haría lo que voy a hacer hoy? Aparte de mil respuestas y “posturas” ocurrentes, nos gustaría, a los que aún no necesitamos comenzar el día con Prozac, que desde el fondo del espejo, allá al final de esa luz que aparece en nuestro ojo, saliese usted con su candil para iluminarnos..., no el último día de nuestra vida -por favor-, sino durante el resto; teniéndolo como modelo de tesón, de arranque, de fuerza mantenida, y sólo en algunas ocasiones, como consejero emocional… Lo dicho Steve, que el amor incondicional de los tuyos y la admiración de todos te acompañen.

                                            ***

Aquellos a menudo confusos momentos, comenzaron a llevarse años más tarde un cosechón de almas, víctimas de la estupefacción y del embeleso de muchos padres “probos” -acomplejados y mimetizados con el entorno-, ante mensajes y debates tan arteros como diabólicamente diseñados. Sin extendernos más y concretando: se interiorizó, se hizo bueno aquello de querer cribar, de discriminar, de poner muros, o mejor, etiquetar entre drogas blandas y duras. Esto, en aquella generación esponja que inauguró demasiadas cosas e hizo suyos algunos lemas autodestructivos, causó muchísimo daño.

El tema sigue abierto, y continuará hasta que reconozcamos que comernos un poco las uñas es una pequeña e inofensiva válvula de escape para tipos pelín nerviosos, y que no tiene nada que ver, ni en grado ni en calidad, con otros aliviaderos de neurosis propias de nuestros tiempos. Que no es lo mismo..., que las endorfinas naturales nos endulcen tras machacarnos treinta y tres minutos corriendo para desfogarnos y distraernos de lo que nos devora todos los días; que no es precisamente lo mismo esto anterior, que...[que] nos enchufemos directamente a los paraísos artificiales al menor revés que nos propicie la vida. Y que, así la cosa, el tonteo con la señorita nicotina terminaba en la inmensa mayoría de los casos en un amor profundo y duradero, y que de aquí a adicciones mayores era asimismo poco probable que se diese el salto; sin embargo, como es tan complicado que haya aserción sin pero; empero..., aún no ha nacido de mujer persona, quien habiéndose torcido su vida en agudas poliadicciones, no hubiese sido su debut en su más tierna edad con un cigarrito en la mano... ¡O no?

El problema, aunque con muchos matices, siempre ha sido el mismo: educar en el fondo de bondad y conveniencia que hay en los reveses, en el sufrimiento, en las contrariedades y contratiempos de nuestra existencia. Si tener un chupachúps es bueno y agradable, el no tenerlo puede llegar a ser enseñado que tal vez sea mejor. El niño emberrenchinado y saliéndose siempre con la suya, por no podérselo llevar a la boca treinta y tres minutos antes de la hora de la comida, es posible que llegue a ser el hombre que arruina a su familia enchufado todo el día al borboteo de una botellita de agua mineral, encima de la que humea un chinote de farlopa o de caballo; porque nunca le enseñaron el efecto apaciguador tan intenso que tiene un guantazo a tiempo, o en última instancia -y con el correr inane de los años-, poner la maleta en la puerta de la calle con un: hasta aquí hemos llegado. Si la disipación -y posterior liquidación- de los grandes temores, incertidumbres y preocupaciones propias de la vida se hubiesen hecho en un principio desde el templado ejemplo y la dedicación cariñosa y constante del día a día, y con mano severa envuelta en guante de terciopelo, propia de buenos padres -que no de padres buenos-, entonces..., habría habido en este nuestro mundo mucho menos progenitor escaqueado de su temida labor educadora, y mucho menos profesional promocionado a costa de las horas quitadas a su desconcertante hogar. Por ejemplo.

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Belma y Mau pasaron por ese juego de playa que consiste en trotar rápidamente sobre brasas incandescentes y no achicharrarse. Sus cabezas y corazones, o lo que es lo mismo, sus voluntades y sentimientos quedaron encauzados -sobre todo por ellas mismas- de forma cabal; en el sentido que lo acabado nos hace humanos de mirada mantenida y no esquiva; formas y fondo amables, de camaradería; y en última instancia, seres terminados de hacer, bien atornillados en la bancada de la primera edad adulta y con dignas miras en el horizonte.

Su amistad con el tiempo decantó en ese punto en el que cuando se volvían a ver con sus mocosos hijos -las tres de Belma y el Pinchuflín-, ninguna de las dos habría reconocido a los vástagos de la otra por ahí sueltos y sin la referencia de su amiga madre. Esta circunstancia se fue acentuando cada vez más, de forma natural y casi sin apercibimiento; pero su sincera amistad estaba ahí, dándoles base y alimentando recuerdos de camaradería, que junto con otras constructivas relaciones, en su día anclaron, iluminaron y enmarcaron esos difíciles momentos de la infancia, adolescencia y primera juventud, en los que es necesario autoafirmarse. Conque Mau y Belma, Belma y Mau, se sirvieron primero de asidero, baliza y gálibo para no tambalearse; y más tarde de lanzadera hacia la vida madura. Su sana y bonita Amistad perduraría forjada por el paso del tiempo y por la inercia de la poca o mucha dedicación de ambas; ahora bien, el digno crepúsculo de aquélla, tendría que haber dado paso a las relaciones que deberían haber acabado siendo el bastidor de sus vidas adultas…

Mau, a base de muchísimo sacrificio personal, lo consiguió con su marido... Desde la llegada de su primera hija, Belma no tardó mucho en percatarse de que el bachiller, universitario y licenciado Ruiz -que ella siempre trató- podría haber ejercido indistintamente, y en cualquier momento de su recorrido vital, el papelón que de forma tan bisoña y tozuda le había dado por interpretar y nunca abandonar: el del pelele inmaduro… Miraba Belma a su hija Clara mientras le daba el pecho, y se quedaba con las ganas de enchufarle el otro disponible a su Borgito, para ver si así cuajaba esa nulidad y especie de marido, de puertas para afuera, que le había tocado en suerte. Sin embargo, una cosa fue percatarse del jardín de infancia que poco a poco iba montando con todos los miembros de su familia, y otra, que los medios ineficaces utilizados por Ella -como la abnegación unidireccional y mal entendida, o el no poner pie en pared cuando todos los días te desbaratan el tabique comenzado de forma ilusionada-... estos medios ineficaces, no protegiesen ni dejasen de zapar y hacer blanco a todo lo largo de la línea de flotación de su maltrecho, malhadado precozmente y digno de compasión matrimonio.

Sus maridos se conocían de visita y poco más; y ya se sabe…: de visita todos somos güenos

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  • ¡Qué le pasa a Belma? –su cabeza relacionaba a Borges Ruiz con la amiga de su mujer, más que otra cosa.
  • Bueno, ella aparte de estar muy cabreada y a puntito de ponerle la maleta en la puerta de su casa, no le pasa nada más –y risotada al canto del Nano Duardo Vidriera.
  • Tanta gravedad, tío..., y te partes el culo al final de cada frase. ¡Qué coño le ha pasado a Borges! ¡Déjate de tonterías y niñerías ya! ¡No habrá tenido un accidente!, ¿verdad!
  • ¡No, no, tranquilo!; no van por ahí los tiros. Tu amigo esta desbaratao perdío. No quiero que tire su vida a la cloaca sin haber intentado echarle una mano.
  • ¿Eduardo me has dicho que te llamas?... ¡Oye!, no es exactamente amigo mío. Estás muy espeso… ¡Eduardo?... Llámame a las ocho y cuarto.
  • ¡Escucha, Nano, que yo no me llamo Eduardo! Mi madre era inglesa, y me bautizaron Éduard –el otro había escuchado esto, pero ya le había colgado.



Llegar a las ocho menos cinco de la tarde al barrio de Mestalla, a la calle de Micer Mascó para más señas, cualquier lunes de nuestra vida y poder aparcar, es mucho más complicado que acontezca…, que el señor Jordi González -contradicción in término- fiche por 13tv en cualquier momento de la vida de ambos... ¡O no!...

En doble fila, muy cerca de la puerta de entrada del colegio de Pinchuflín, consiguió Lalo aparcar. Bajó raudo al salón de actos, observando que no le faltaba el último perejil de tecnología a los curas; aquello le recordó un poco, también en cuanto a multitud, al estreno de la Guerra de las Galaxias. Ya puestos, prosiguió ejercitando la memoria… ¡No!... lo de Star Wars creía recordar que fue en Navidades, en invierno seguro. Y la gente no olía así al final del día. No es que oliesen mal los padres que acudían a la catequesis...; es que el aroma concentrado de las personas al final de un lunes caluroso, de un recalcitrante y moribundo otoño, es diferente al de los que acudieron al estreno vespertino en un domingo invernal de finales de los alegres setenta…

En la gran mesa que presidía el escenario entarimado reconoció al director. El Padre Zenón: ese hombre de dios tan “simpático”...él.

Dirigió ahora el foco de su mirada hacia el gallinero; allí fichó a su amigo Enrique Zans y le mantuvo un saludo a modo de aspaviento hasta que el otro se percató. Perfecto, la coartada se había cimentado. La catequesis acababa de finalizar para Lalo.

Eran las ocho y diez cuando desde el teléfono público de la portería del colegio marcó el número de Casa: 96362…


  • ¿Sí? Dígame…
  • Hola cariño, soy yo.
  • ¿De dónde llamas?
  • Desde dónde llamas, querrás decir. Desde el Colegio; del teléfono de la portería.
  • ¿Qué te pica, Lalito?...
  • Oye..., Nena, ¿qué sabes de Belma y Borges?
  • ¡Uy! Están mal, muy mal… Este viernes pasado me llamó ella deshecha; que no aguanta más. Que ha pasado el peor mes de su vida. Por lo visto él tiene algo con una secretaria sudamericana. No me preguntes más, por teléfono es todo lo que te puedo contar. ¡Oye!, ¿tú no deberías estar ahora en el salón de actos?
  • Mau, no me preguntes más. No me esperéis a cenar. Hasta luego mi amor, un beso al niño.

No terminaba de colgar el auricular verde telefónica y negro, cuando le sonaba de nuevo su Alcatel de los güe…

                        



  • Dime Éduaardddd… -dándole rienda suelta a lo que quisiese acontecer.
  • ¡Vaya!, eres un tío serio… por los cojones –y risotada al canto.
  • Para estar tan preocupado por tu amigo, no está nada mal. El partirte el alma cada dos por tres con tus ¡jua, jua, jua!...

Lalo estaba desconcertado, no era para menos. Una persona que molestaba con una presunta urgencia y que al final de cada frase parecía estar más bien en una butaca de La Latina viendo a Lina Morgan bizquear y haciéndose la patizamba…, ¡qué cojones! El cocinero tardaría un buen rato aún en desentrañar un poco el carácter de este andóbal, del chatarrero ; en intuir que aquel despiporre bastante neurasténico era la respuesta destemplada de un hombre que en el fondo no tenía de qué coño reírse.

  • ¡Oye, Nano, me tiras un cable o no! Tu teléfono lo he sacado de su lista de contactos. Me pareció gracioso lo de “El Cocinero de Jávea”. Pero si no, llamo a cualquier otro número. ¿Sabes qué te digo? Que ya somos mayorcitos. ¡Que le vayan dando al Borgito!

Esa era -al parecer- otra veta del carácter del Nano Duardo. De pronto soplaba levante, y rolaba sin saberse a ciencia cierta por qué a poniente. De solanazo tarifeño se había puesto en un abrir y cerrar de ojos.

  • ¡Un momento, un momento chaval! -esto ya le sonó más cercano a Duardito-. Dime dónde estás.
  • En el Club El Venado.

Cuando la glorieta de la Pantera Rosa le dio paso hacia Ausias March, para ir saliendo de Valencia, ahora hacia el sur, el cocinero iba reprochándose cuántas veces en su vida los grandes líos le duraban una jornada completa. Tenía la sensación de que estuviesen concentrados de forma novelesca. Pareciese como si sus contratiempos se condensasen, para que luego la balsa de aceite de su vida no fuera zarandeada por nada que no fuese: “Lalito, soy tu suegra, hoy iré a comer con vosotros a casa. A ver qué me haces, ¿Eh!”.
¿Cómo era posible que un Nano al que tuvo que sacarle el nombre con forceps, que no se dignó a preguntarle cuál era el suyo, es más, se dirigía a él con lo del cocinero de Jávea, cuando esto no lo había escuchado en su vida; que le asaltaba al final de un atribulado día con esas opacidades, medias palabras e intenciones por definir; cómo era posible se preguntaba Lalo -no desatendiendo la salida hacia Silla-, que de estar aguantando la reprimenda al tendido de padres por parte del ínclito Zenón, estuviese dirigiéndose sin tregua y con algo de comezón hacia El Venado?

Esto ya lo había reflexionado muchas veces en su vida; pero sobremanera, desde que no hacía muchos años se hubiera rodeado de ese manojito de “locos” que, poco a poco y negro sobre blanco, iban modelando y puliendo su existencia. Y era en un repóker de ases donde estaban encerradas muchas de las claves de su aparentemente atropellado proceder; y que mientras se hacía los treinta y tres minutos y otros tantos kilómetros del alguna manera misterioso recorrido, no le importaba compartirlo con quien estuviese aún siguiendo el hilo de esta algo desquiciante trama.

El orden de las Perlas siempre fue indiferente, y el que le sigue es tan bueno como cualquier otro:

Vive la vida. Vívela en la calle y en el silencio de tu biblioteca. Vívela con los demás, que son las únicas pistas que tienes para conocerte. Vive la vida en esos barrios pobres hechos para la droga o el desahucio y en los grises palacios de los ricos. Vive la vida con sus alegrías incomprensibles, con sus decepciones (casi siempre excesivas), con su vértigo. Vívela en madrugadas infelices o en mañanas gloriosas, a caballo por ciudades en ruinas o por selvas contaminadas o por paraísos, sin mirar hacia atrás. Vive la vida”. Esto es de Luis Alberto de Cuenca, y casi todo el mundo lo sabe.

La perfección moral tiene esto: pasar cada día como el último, no sufrir convulsiones, no estar entorpecido, no ser falso”. Del bueno de Marco Aurelio.

Desentrañado de algún lugar del irrepetible y memorable Stevenson, salía: “… Una actitud franca y un tanto precipitada, mirar hacia delante sin demasiada angustia, sin quedarse en un sensiblero lamento por el pasado, es La Marca del hombre que lleva una buena armadura para este mundo”.

Del profundo y potente Konrad Lorenz, lo que sigue: “El progreso paciente hacia objetivos distantes, el sentido de responsabilidad con respecto al propio quehacer y la deferencia ante las cosas ajenas, aunque estén distantes, son normas de conducta que caracterizan al hombre maduro”.

Y seguramente porque no había guiso en su vida sin toque y condimento final del también bueno de Fernando Savater: “Valor y Generosidad para el Héroe. VALOR para conquistarlo y defenderlo todo, para considerar que nada está vedado por su altura o dificultad, para afrontar la insoslayable desdicha, para ser él mismo y valor para admitir que está condenado a no serlo del todo. GENEROSIDAD para no necesitar nada, para compartir la improbable felicidad”.

Esta última reflexión de Fernando le gustaba, pero dejada caer así, y la postrera de todas… Si no lo aclaraba un poco más, todo parecería un pastiche falto de naturalidad.

La opción de convertirse en un Héroe desaforado con todas las causas de los débiles del mundo, sería sabido más tarde que no cuadraba del todo con la actitud ante la vida por parte del cocinero. Más profunda que la idea del Paladín Romántico era el concepto de Héroe en sí; bueno, el concepto no exactamente, el arquetipo que representaba..., más bien. Aquí se sentía más cómodo que dejando caer... que salvaría a toda costa -y por los siglos de los siglos- a la Dama de las fauces del Dragón.

En muchas ocasiones de su vida, el simple tamborileo de una palabra en los tímpanos lo trasladaba a una sensación y unos pensamientos que conscientemente no estaban relacionados con ella. Le gustaba el martilleo del término Héroe en su cabezota, pues para él significaba lo mismo que otros habían descubierto con anterioridad: en sí mismo, era el símbolo arquetípico de la aparición de lo consciente. Era el mazazo, el hachazo o el sablazo que nuestra mente desarrollada le daba al inconsciente y salvaje Dragón, para que éste supiese -de ahora en adelante- que había alguien que le iría dando paso a su gusto al escenario de la vida…, o no. Y la salvación de la Dama por parte del Héroe, tenía que ver con la irrupción del alma humana y del espíritu en la consciencia... Era -la Dama- la aparición de la espiritualidad.

Lo de Fernando estaba bien, pero esto último lo dejaba todo más aclarado, aclarado…



El resto de claridad que a aquel lunes le quedaba era sólo visible por el retrovisor. De frente, sobre el margen izquierdo en el sentido de su peregrinar, observó el conductor cómo se acrecentaba el discreto neón contorneando la figura de la cabeza del animal que nominaba a la casa de liberalidades. Una pequeña rotonda en la línea de casi desapercibimiento y disimulo que el entorno ofrecía, invitaba en una de sus salidas a un camino; camino de perdición en alguna ocasión, camino de bendición en otras muchas...

El acceso le volvió a parecer a Lalo, después de... No quería recordar con exactitud el lapsus. Le volvió a parecer al cocinero el de un sitio pulcro y bello…; sí, bello en el sentido que lo ordenado y bien establecido tenían para él. El aparcamiento cubierto tenía una concurrencia similar al de cualquier Corte Inglés un sábado después de la película de la Primera. Era normal; pues tras una “feliz” convivencia familiar durante el fin de semana, por qué no continuar en la misma línea balsámica al final del lunes…

Ahora quizá podamos dar luz al enigma de por qué a tantos hombres no les desagrada en absoluto el inexorable paso del tiempo durante la tarde del domingo…

Señora: cuando su marido se gaste al declinar el weekend la misma sonrisa que usted se calza durante el viernes tarde, ¡ojito!..., que entre calzadores, cazadores y ornamentadas y labradas cornamentas anda el juego.




  • Buenas noches, caballero -la secuencia no es de el día de la marmota..., pero a todos nos suena un manso.
  • Buenas noches nos dé dios, amigo -se palpó el fondo de uno de los bolsillos del pantalón y sacó la moneda de cincuenta céntimos que solía llevar para el carrito del Mercadona.
  • Que pase usted un buen… ratito –Cristóbal se retiró volteándola en el aire entre el índice y el pulgar a modo de resorte; y masculló para sí: “y encima viene aquí apestando a barbacoa, el tío”.


Éduard lo fichó no más entrar en el párking. Como viera que el cocinero se dirigía desnortado hacia ninguna parte, de un bocinazo de su estentórea garganta se hizo notar.


  • ¡Eh, Nano, que estoy aquí!
  • ¡Hombre, Éduard!... ¿No!
  • ¡Muy bien, muy bien!, Duardo para los amigos. Así que soy Duardo para ti.
  • Mira que me ha costado trabajo recordar la última vez que me asaltaron de esta manera… -y no lo dejó terminar el chatarrero.
  • ¡Jua, jua, jua!... Pensé que me ibas a decir que no recordabas la última vez que estuviste aquí –y... ¡Jua, jua, jua!.
  • Necesitarás un pico de lo que ganas para Pictolines, ¿no?...
  • ¡Tú eres uno de los míos!, tú eres un tío ocurrente. ¡Anda!..., vamos a mi coche; allí estaremos tranquilos y te explicaré.

Se acomodaron en el interior del vehículo y con las ventanillas bajadas, no fuesen a parecer un par de policías, dos bujarrones, o aquellos gallitos que sacando la propina de Cristóbal de sus carteras, tropezasen con una foto de la familia, les embargase la mala conciencia y se fuesen por donde recién habían entrado. Pues eso: se pusieron a conversar con las ventanillas gachas.

Lalo se encontraba un poco confuso y bastante derrengado, aún así, observó el aspecto sanguíneo del que allí lo tenía. Sus vehementes maneras, su no tanto fumar como mascar caliqueños de manera compulsiva. – ¡Me gusta engañar a Hacienda hasta cuando fumo! -solía ser parte de su regodeo-. Y en último término, reconociendo en tan atípico personaje lo aparatoso y botarate de los mediterráneos.

Prácticamente fue un monólogo. Se disculpó una vez más y de corazón por el atraco al atardecer. Le repitió que su teléfono fue prácticamente elegido al tún tún entre la lista de contactos del de Borges, que se lo había despistado en un renuncio del letrado con su chaqueta durante esa desquiciante tarde.

  • Mira, Lalo, pero qué mariconada de nombre tienes -como si ya lo conociese de toda la vida-, a este tío lo traje hace ahora justo un mes para ver si se le quitaba la tontería de los problemas que dice que tiene con su mujer. Fue un pensat y fet. ¿Entiendes?


Lalo en este instante le cortó con las mismas contemplaciones que para él el chatarrero tenía: ninguna. Le quiso dejar claro la calidad de la amistad que podía haber entre Borges y él. Que el trato era muy ligero y muy de pasada. Se habían reunido con sus familias en contadísimas ocasiones, y siempre como transfondo la amistad -en este caso sí- de sus mujeres.

  • ¡Bueno, coño!, pues más a huevo me lo pones. Mejor no te podía haber elegido, ¡leches! Así le podrás hablar con más distancia, con más crudeza, que es lo que yo quiero. A mi no me hace ni repajolero caso. Pues no que me dice el tío que tiene en Duardito el ejemplo a seguir. ¡Si será gilipollas este Borgito! Se me ocurre que lo mejor es que el encuentro sea como algo fortuito, inesperado.
  • ¡Hombre, claro!, como si yo viniese hoy de putas igual que vosotros. Duardo; puedo ser un tío predispuesto, pero no me acabo de caer de un guindo malagueño, ¡cojones ya!
  • Bueno, ya veremos…, sobre la marcha, Nano.
  • ¡No!, sobre la marcha, no. Explícame algo más o me voy, Duardo. ¿De acuerdo!

Fue entonces cuando, relatándole su amorosa vida, quiso Vidriera que el que había sido todo oídos desde que en el Audi se encerraran, se hiciese cargo de la abismal diferencia entre sus circunstancias y la de su picapleitos amigo. Casi sin parpadear, Lalo se bebió de un trago la telenovela del de los ojitos claros.


Siendo niño de la calle y redomado golfo del marítimo unos años más tarde, no se dio muy buen arte en el trato con el otro sexo. Al ser sus compañeros de correrías en el 127, Pepe “El Negro”, Carlos “El Rápido”, “El Pipo” y otras perlas del Turia de principios de los setenta, no pudo optar a los bailes primaverales de puesta de largo “del todo Valencia”.

El haber redimido Rafael Vidriera a su hijo con el Barreiros, no hizo sino acrecentar el gusto del vástago por el amor gripado de los prostíbulos del extinto paseo de las moreras -hoy humedecido también por l´Oceanografic- ; ya no tanto por la inercia que había prendido esta eventual forma de relacionarse, como por la facilidad que iba adquiriendo el trocar lo esporádico por lo cotidiano, debido al mazo gastadero de los de a mil que al Nano enseñoreaban entre tantos neones de colores. Allí..., como dos clóchinas pegadas bajo la batea en cualquier orilla del Mediterráneo, se le arrimaron un mal día las hermanas Salmerón: Rosaura y Toñi, a la sazón madres de su hijo el Caco y de su “sobrino” el Kiko.


Duardo tocó el claxon, y raudo apareció Cristóbal. Que le hiciese el favor de entrar y pedirle al “Pipa” dos copazos. El que llevaba nombre del patrón de los caminantes agachó la cabeza un poco más de lo que la tenía al escuchar el mandado, y al recoger otro de a diez que Vidriera le untara, pudo ver que la compañía del dadivoso era la del rácano del medio euro. Juanito El Inglés, apostado bajo el cañón abovedado que unía las dos salas de la Casa mala, hizo la vista gorda desde el momento que vio cómo entraba y salía el guardacoches..., su guardacoches.
  • Bueno, hasta donde tú me cuentas se ve que llegó un buen día en tu golfa vida en el que hiciste un acto noble con estas dos hermanas descarriadas y las retiraste; ¿no, Eduard?
  • Tú, como la canción, Lalo. No te quieres enterar, ye, ye –y risotadas, que las tenía un poco abandonadas.
  • Pero te casaste con una de ellas, ¿no?
  • ¡Anda, anda! Rosaura ya estaba casada y averiada en este perro mundo; la Toñi era más joven, más guapa…, pero la otra era más puta –y carcajada al canto.
  • Yo no acabo de cogerle el hilo a todo esto, ¡tío!... A esta hora me pierdo, Duardo
  • Rosaura y yo nos fuimos a vivir juntos; pero a la Toñi también le tenía un piso. Era el gachó más feliz de Valencia. Toda la juventud del mundo, mucho trabajo, cantidad de dinero y... así de mujeres –y mientras hacía manojitos con dos de sus manos alzadas -porque no tenía tres-, se reía de su sombra el muy cabrón.
  • ¡Vale, Duardo! Has sido y eres un menda muy vividor, por lo que estás confesándome. Ahora bien, dime; ¿qué quieres de mí?, ¿qué hago yo con un cubata en la cochera de un puticlub, un lunes camino ya de las once de la noche?
  • Que intentes ayudar a tu amigo o lo que sea, Tete
  • ¡Oh, Duardo!, que rápido desenfundas el Tete... ¿Cómo coño quieres que os ayude?, ¡si veo que os deshacéis por todos lados!
  • Oye…, ha sido algo cariñoso, dicho por un tipo casi desesperado; discúlpame
  • ¡Vale..., hombre!... Pero este tío no tiene un pelo de tonto. Conoce bien tu vida, ¿no? Sabe de la suya; se dará cuenta de que anda por muy mal camino... ¡Digo yo!
  • No, Lalo. Él cree que aquí..., cualquier mujer pude ser rescatada, salvada… Y eso es muy complicado; además, agarrarse a esto a la desesperada es arder directamente en el infierno. Estas brujas huelen la desesperación y sacan petróleo, las hijas de puta. Este es un sitio para vivirlo golfamente como yo -y le daba la risita tonta-, o para salvar matrimonios. No para venir a buscar novia, ¡Coño!
  • ¿Para salvar matrimonios?..., ¿dices? -poniendo Lalo cara de póquer.
  • ¡No te hagas el tonto y el estrechito conmigo! Aquí, todo quisque está más o menos felizmente casado. Estos garitos son los que más matrimonios del mundo mantienen unidos.

Lalo comenzó a deslizar los hielos desde el fondo del vaso; se metió uno mediano en la boca y a mascarlo se puso. Intentó poner en marcha la empatía que a modo de puente uniese a los dos hombres sentados en un Audi, en el párking de “El Venado”.
El Nano Duardo continuó... con que era una persona muy limitada a la hora de relacionarse, muy brutote; que no había tenido tiempo para otra cosa, y que esta era su salsa, su carne y su perdición. Que lo sabía, que era consciente de ello y no lo remediaba. Reconocía que había un mundo mejor, pero que por muchísimas circunstancias casi nunca estuvo a su alcance. Intentó hacerle corta la historia al otro, porque veía que se le dormía encima. Le dijo, que con el tiempo las dos hermanas terminaron…, más bien, fueron a parar al piso suyo y de Rosaura con los dos críos; y que cuando su madre -Nancy Osborn “La Inglesa”- murió, acabó viviendo y acompañando a su padre, el soldador de primera ya jubilado, en la Avenida del Puerto. Luego, todo continuó como antes de haber conocido a las hermanas Salmerón en aquel ya tan lejano y mítico Paseo de las Moreras. Y que no hacía muchos meses que había conocido a su último “amor”: Blanca Bocanegra, pucelana, mujer de armas tomar…; que daba guantazos casi como los suyos; que a su manera se querían, y que al día siguiente -y ya ella, ¡por fin!, con batas, bragas y las botas colgadas. Retirada, ¡vaya!- se iban a ir a vivir juntos al piso de Blanca; ¡vamos!, desde mañana mismo.

  • ¿Hoy puta, mañana tu mujer, Duardito?... Esto es demasiao pa mí, chacho.
  • ¡Oye, no te pases tampoco! Enseguida os da por lo de Duardito de los collons –le tocó la cara de forma amistosa al cuiner. Comenzaron a sintonizar, creyó Vidriera.
  • ¿Borges está liado con una desde hace un mes, creí entenderte antes?..., y que está encoñado perdido.
  • Sí, pero eso no es lo importante.
  • Éduard, no me hago con la situación; en serio te digo. ¡Llevo un día endiablado!
  • ¡Lalo, cojones!, ya te he dicho hace un momento que soy un tío muy brutote, y que no sé cómo explicártelo mejor, ¡coño!

Viéndolo ya bastante desesperado, se prestó a coger la muleta y templar un poco.

  • A ver, a ver, voy a intentarlo yo, Duardo... Lo importante para ti es que se ha equivocado de esfera. Tú lo trajiste para hacerle la gracia y que tuviese un breve paréntesis en un mal momento…; ¿verdad, machote?
  • Esferas, esferas..., las que desguacé en la vieja fábrica de catalana de gas en Sevilla.
  • ¿Has trabajado en Sevilla?
  • Y en las refinerías de Huelva, también. En mi vida me ha picado tanto la nariz. ¡Qué carajo!, pobre gente, respirando siempre esa mierda de aire ácido.
  • No nos perdamos, Duardo… Tú te acojonas porque has metido en un lío de tres pares de güebos a alguien que aprecias. Está a punto de abandonar una órbita muy firme por la que circuló, sin embargo, en contra mano demasiadas veces en los últimos años de su vida. Ha chocado de frente con quién debería ir del brazo en este viaje especial, y el trompazo lo va a colocar en otro círculo por el que sólo atraviesa la morralla espacial, el material de desguace... ¿Algo asín...?
  • Ahora lo has bordao tío, ¡Sí señor! Además con películas de astronautas... que son las que a mí me gustan. Sabes que me dedico a la chatarra, mi vida andó siempre averiada, ¡no por la quincalla, ojito! El desguace es tan digno como otro trabajo; aquí el golfo soy yo. No quiero el infierno, del que te he estao hablando, para gente que aprecio y que de momento no está condenada. Sé que la he cagao y no puedo deshacer el entuerto. Este tío gil lleva aquí metido veintitantas tardes seguidas. ¡Es que no me lo puedo creer!... Ni yo en mis tiempos más golfos.
  • Pero Duardito, hay algo que no me cuadra. Debería haber picoteado algo y seguir su rumbo. Eso es lo normal, ¿no?...
  • Sí, pero se ve que está tan mal en casa, que se agarró en el momento más débil a la opción más descabellada. Pero, ¡si este tío no es de este mundo! ¡Se lo va a comer con papas esa mina uruguayyya ¡¡¡Coooño!!! –fue tal el berrido, que raudo se arrimó el solícito Cristóbal.
  • ¿Ocurre algo señor Vidriera, le molesta el “amigo”?...
  • ¡Anda, Cristobalito!, tómate mañana algo por mí en Algemesí –y le soltó otro de diez. Y continuó…
  • ¡Qué le vamos a hacer! ¡Manos que no dais, qué esperáis! –y jua, jua, jua.
  • Eres generoso, Éduard. Descocado, porque no sé como te sentaría lo de descerebrado, golfo, inconsciente, impulsivo, amigable y…, muy generoso.
  • ¡Qué!, ¿qué te parece el panorama?..., para matar. ¿No?
  • ¿Su “novia” es amiga de tu “mujer”?... ¿O cómo está el tema? ¡Dime!
  • ¡Anda, anda!, aquí no hay amistades. Además ha habido una maldita coincidencia con lo de Blanca.
  • Con lo de que hoy es su último día, ¿no?
  • ¡Claro, coño! Las putas llevan todo el mes preparando la despedida de una de ellas, y el mirlo este se ha empapao del ambiente.
  • ¿Qué quiere..., salvar él a la suya como el Richard Gere?
  • De película, de película, pero de terror. A ver si tú a última hora puedes hacer algo por el Borgito. Ayer domingo, y el pasado también, estuvimos Blanca y yo con él. Nada. Por más que se le dice, más intenta meter la cabeza en este mundo que no le pertenece. Blanca tiene advertida a esa reputa de Clara para que lo deje en paz; pero es imposible... Es él, quien lleva las anteojeras de los burros del pueblo de mi Padre. ¡El hijoputa!
  • Ya tiene nombre. Clara. Se llama Clara..., como la mayor de sus hijas…

Éduard Vidriera Osborn se le quedó mirando con esos ojazos azules insertados en esa cara redonda como una luna llena de Valencia. Se emocionó, se compungió; casi se le saltan las lágrimas. Lalo bostezaba sin miramientos, y le costaba coordinar después del día que llevaba. Se sobrepusieron: emocionalmente uno, mentalmente el otro.

  • Como hoy es lunes y la gente no tiene la excusa del rodaje de la semana, dentro de un ratito, a medianoche, aquí no quedará casi nadie. Entonces, y con el permiso del dueño, le harán una fiestita de despedida a Blanca. Yo creo que el momento es ahora, antes del jolgorio final. ¿No te parece, Lalo?... ¡Pero qué nombre más julandrón te tienen puesto, carajo! –e intentó explotar, y en esta ocasión no pudo.
  • Yo comprendo que hayas llamado a la desesperada, Duardito; el tuyo tampoco está nada mal. Creo en serio que está todo muy complicado. Además, con lo de veros los tres fuera de aquí, en un ambiente como de familia feliz…; no hacéis más que liarlo al desgraciao este. Esto parece una película buena de Almodóvar.
  • Nano: tú tienes una visión más larga de las cosas; parece que conozcas a las personas. Es verdad. Soy un desastre, ya lo sé. Por eso necesito siempre alguien a mi lado. ¡Bueno, vamos a intentarlo! No nos conocemos, ¡eh? Entra por la puerta de la derecha y pídete un copazo. No lo pagues; hazme el favor.
  • Duardo, estoy abotargao del día que llevo, pero todavía reconozco el color cojón de grillo de esta situación. Por lo que me he podido componer, Borges estaba lampando por salir corriendo de su propia vida, y tú le has puesto alitas claras en los pies. Le has mostrado tu paraíso torcido y se encuentra ahora como el muerto de hambre abrazado a un jamón que se le ha dado para sólo olerlo, en medio de una bodega de Jabugo, y diciéndole a continuación que lo suelte y que salga inmediatamente de allí. Pues ya te lo digo yo…: Por los cojones tío, ¡por los cojones! ¡Créeme!..., al menos hasta que se le pase la calentura. ¡Mierda!
  • Por cierto, Nano… ¿A ti te importaría acompañarme con un grupito de buenos amigos a tirar las cenizas de mi pobre padre “en” Cabra?
  • Duardo, ¿tú sabes el día que yo llevo, tío?...; eso me lo cuentas otra noche o empezaré a pensar que hay alguna cámara oculta por ahí. No me jodas, ¡en Cabra, en Cabra!...
  • ¡Vale, vale! Ahora entra tú. Lo más seguro es que esté con ésa arriba. Cuando bajen, ella lo dejará aparcado en la barra del salón adonde vas a pasar; entonces, tú lo asaltas, lo atracas –se le notaba mucho la ansiedad acumulada a Duardito.

Estas dos o tres últimas réplicas y contrarréplicas las hicieron habiendo dejado ya el coche de Vidriera…, camino de la puerta del salón de El Pipa.

  • ¿Esto es un meadero? -parecía Lalo asombrado..., pues la obra era reciente... ¿?
  • Es para los nervios que le entran a muchos..., antes de enfrentarse con esa puerta que ya tenemos delante.
  • Es que esto impone un poco, ¡eh!... No acaba uno nunca de sobreponerse.
  • Si hubieseis echado los dientes en estos sitios… -ahora sí pudo oírse la risotada del Nano Duardo por todos los rincones, incluidos los naranjales en plena producción, que abrazaban por todos sus flancos al Club.

Se persignó antes de entrar, a la manera que lo hacía cuando dejaba su casa por algún tiempo, o del mismo modo llegaba. Unos minutos antes, y mientras recorrían el aparcamiento, se percató de aquello que vaticinó Éduard: que los feligreses a esa hora abandonaban en gran número las instalaciones que habían servido para la recuperación, puesta a punto y al día, de la cadencia marital.

  • Buenas noches caballero –lo recibió El Pipa con el protocolo para los nuevos, pero queriéndole cucar un ojo. 
  • Buenas noches nos dé dios. Un Coca Cola por favor –le pesaba ya todo.

Entró -a continuación- Duardo en el ya desangelado Salón, camino de la medianoche. Cuando se dirigía de frente hacia la parte corta de la barra, que se formaba en su esquina derecha conforme se entraba, le guiñó el ojo siniestro a Jhonny, que era la misma señal que usaba con los basculistas cuando quería que le pesaran de menos los camiones. El Barman se la devolvió... Aparecieron por el vomitorio ya reseñado en varias ocasiones, la uruguayá y el mirlo blanco del abogado. Se apostaron entre risas a la vera de Lalo; ella se despidió veloz de un muy pero que muy agilipollado muñeco de trapo en boca de dogo argentino..., bueno, vecino en este caso; vecina para más señas.

  • ¿Cómo me dejas así, Clara?...
  • Sabés” que tengo que trabajar bien; necesito “bancar”. No seáis pelotudo, mi caramelito de miel, mi Borges del Turia –toda melosa se deshacía como un azucarillo; y mientras…, se alejaba volviendo la cabeza, poniéndole ojitos y haciéndole chiribitas a su gil preferido.

Así de este modo quedó arrumbado Borges Ruiz, resignado y con una sensación patética y de desfonde, similar a la que hubiese tenido si su madre a los diez añitos le hubiese sentado a sus faldas y dicho: “Borjito, me voy a escapar esta noche con el cartero; mañana al atardecer me perderé con Pepe el portero. No te preocupes que te quiero mucho, y tú, que lo sepas, eres mi Bien”. Esta inconsecuente sensación le oprimía su ya escurrida alma. Y cuando volvía a la posición de castigados -sentado en el taburete y mirando de frente al espejo de la barra-, posición que todos adoptan cuando esperan que la puta les entre..., reconoció al marido de la buena amiga de su todavía mujer.



  • ¡Hombre, eres túúú!... El Cuiner
  • ¡Vaya!, pensé que me ibas a cantar la canción de Mocedades. Pero si es Borges. Lalo y Borges se encuentran en El Venado.
  • Disculpa…, pero no me salía tu nombre. ¡Lalo..., hombre, Lalo!


Desde el momento en que Lalo reconoció lo extravagante e insoluble de la situación, que poco a poco le fue desmadejando Éduard, y de la que ahora participaba en su recta final, lo tenía más y más claro: “no debería haberme prestado a esto, mejor sería gastar mi tiempo desempolvando tres sombreros de copa; pero ya que me he dejado liar de un modo tan kafkiano, ni tan siquiera lo voy a tantear un poco. Voy a quemarropa. Se acabó, Borjito”.


  • ¿Quééé!..., ¿cómo está la familia?, Belma y tus tres hijas, bien ¿No? –todo esto dicho con mucho desahogo y descaro... Casi irreconocible le parecía él mismo.


El letrado, encajando el súbito golpe, se sintió como la cría de ñú que las leonas dejan a sus cachorros para que se vayan entrenando: se quería morir sin más... Sentimientos tan antiguos como el hilo negro se barajaban junto a la pesadez, el cansancio y la confusión generada por las tres o cuatro últimas semanas; además de esta inesperada, desagradable y noqueadora coincidencia. No obstante, aún le quedaba raza al perro picapleitos. No se iba a quedar, ni muchísimo menos, sin su derecho a réplica...


  • ¿Y tú qué? ¿No te acabas lo que tienes en casa?... ¿No? ¡Dime a ver!
  • Ya sabes, Borges, que la casa se nos queda pequeña a gente de mundo como yo. Necesito a veces ampliar miras; hacer una entradita furtiva. Qué te voy a contar que tú no sepas…; esa alegría al cuerpo que luego redunda en más alegría y más amor en el Hogar –el otro iba a picar seguro...
  • ¡Oye, tú!... Yo no soy un depravado de esos que cae por aquí, se desfonda y tiene engañada a su mujer. Lo mio está claro..., ¡clarísimo!; ¡te enteras! –picó...

Pero Lalo no quería descabellarlo tan vivo; también intuyó, por lo enervado del hombre, que sus formas -las del cocinero- vehementes, desconsideradas y muy desairadas, eran una mala trocha para intentar conducir de nuevo -en un desesperado último intento- al marido de Belma hacia sus pastos... Soltaría un pelín el pie del acelerador. Y el látigo...

  • Borges: te he visto tan bien con esa chica con la que bajabas..., y ahora que deberías estar relajado y contento; ¿cómo arremetes así contra un compañero de barra?... No te pongas así, Borges... No te pongas así -este tono... ya era otra cosa
  • No haberme mentado a la familia a la primera de cambio; ¡hombre..., es que túúú!



En este momento Lalo quiso recomponer un poco la situación. Él era víctima de un final de día diabólico, por lo enmarañado y complejo del mismo; amén de la facilidad de contagiarse en un ambiente de abducción diseñado al milímetro para tal fin. Esto, aplicable a él; pero por qué situación estaba pasando aquel hombre desmadejado que tenía a veces al lado, a veces enfrente..., no lo sabía por boca del mismo…

Por mucho que se lo pidiese el cuerpo, no era de recibo que actuase como el justiciero padre Don Camilo contra Pepón, el alcalde comunista en blanco y negro. Había que darle como siempre a todo un enfoque del hombre por y para el hombre, por muy cansino que todo le pareciese. Se le apareció la figura templada de Don Santiago, diciéndole: “Jamás mortifiques a nadie con verdades desagradables para su orgullo o pretensiones. Maneja la verdad como la dinamita, que a menudo destruye aun a quien manipula con precauciones”.


  • ¡Oye, oye!, que yo te tenía por un tipo con más sentido del humor y más correa; al menos esa es la impresión que me llevé en las dos o tres ocasiones en que nos hemos visto todos.
  • ¡Perdona, Lalo!..., es que tu entradita ha sido que ni la de los kikos. ¡Hombre!
  • Reconocerás al menos, si no mírate en el espejo de la barra que tenemos enfrente, que tu estado es agitado, y que venir aquí a relajarte y pasar un buen ratito como todo cristo, no es lo que refleja tu carita. ¿Eh!
  • Es verdad Lalo. Aquí todos entráis como taruguitos embrutecidos, y salís como castañuelas del torno del buen artesano: vaciadas, barnizadas y repiqueteando.
  • Ahora ya te veo más templao, así me gusta, ¡tío!.. ¿Qué te trae por aquí Borgito?
  • Pues… lo mismo que a todo el mundo, ¿no?

Puffff… Esto es volver a empezar –comentó para los muy adentros de su coleto.

  • Me he fijado cuando entraba..., que se marchaban muchos. Y lo que más me ha llamado la atención es que casi todos iban acompañados. Aquí la gente suele venir con algún amigo..., ¿no?
  • Pues por lo que veo, tú has venido solo…
  • Igual es la monomanía de los muy depravados… -con una de cal y otra de arena, Lalo no estaba consiguiendo más que el efecto de un yoyó... Así era complicado.
  • ¡Oye Lalo! -se contuvo al final Borges-… ¿Tu crees que los tíos venimos aquí a pasar un buen rato? –iba poco a poco asomando su perplejidad, ¿y su relajo?...
  • ¡Hombre, claro!..., bueno con matices. Esto más que nada es un sitio donde al atardecer y sin camiones, porque no hay donde aparcar sus trastos, van cayendo amigotes para hacerse los machotes y, mojando o no, volver a casa tan campantes y con las ventanillas bajadas del coche -aunque sea enero- para ir perdiendo restos de olores.
  • Y los que venimos solos…, como tú... y como yo.
  • Esos: o tenemos serios problemas en casa o no han llegado siquiera a formar un hogar.
  • ¿Problemas como estos? –y literalmente se destapó el abogado.


Lalo continuaba sin ganar para sustos durante aquellos primeros minutos del recién estrenado martes. Borges Ruiz, como el resorte de una pulga -visto y no visto-, se remangó con su mano derecha la manga izquierda de su camisa hasta la altura del hombro. Un poco más abajo de éste, se encontraba una herida compuesta por cuatro puntazos en línea, y separados unos de otros la distancia que va de una punta a otra de un tenedor.

  • ¡Válgame San Válgame! ¿Qué te has hecho ahí? ¡A ver, a ver! –y con sumo cuidado acercó el hombro de aquel hombre deshecho a uno de los foquitos alógenos empotrados en la talla de escayola, sobre la barra de Jhonny El Pipa.
  • ¡Dios Santo! -continuó abrumado el cocinero-. Pero si esto ni tan siquiera te lo has curado; me había parecido al principio puntazos pintados en azul. Y es que son azules. ¡Heridas en azul marino! ¡Que me aspen ya, coño!
  • Ya ves, la mala sombra me acompaña. Ha tenido que ser con la cubertería fina de Portugal; a ver si no podía haber puesto la mesa con la más roma del IKEA.
  • ¡Es una herida de tenedor, coño! -la noche no le daba tregua al pobre Lalo.
  • Ha sido la última que he tenido con mi mujer este mediodía; mira que son contadas las veces que me dejo caer por casa para comer. Cuando le dije que a la secretaria sudamericana tan competente, de la que ya le había hablado, la iba a contratar para todo, me banderilleó que ni el difunto Maestro Rivera. Yo, en vez de curarme, abrí el tintero, empapé un bastoncito y juré que se quedarían ahí para los restos: la herida y la maldita Belma. No te creas que se puso trémula, no

Lalo se recompuso; rápidamente se le mostró, no la punta del iceberg de todo lo vivido desde las siete y media de la tarde del día anterior, sino la mole escondida, la cual a ratos se giraba y hacía de hecatombe, y a la vez soportaba, daba cuerpo y arremetía contra todo lo que a simple vista se presentaba como apariencia o grotesca anécdota.

  • ¡Dios Santo!, ¿pero qué carajo os pasa?
  • Ya nada, Lalo. Está todo decidido; tengo hasta el piso buscado.
  • ¿Qué leches es eso de una secretaria?
  • No le voy a contar que es una pilimindingui, ¿no?
  • Y aquí te has tenido que venir a buscar el recambio, ¿no?..., ¡vaya, vaya!
  • Ella me da lo que no tengo en casa, ¿sabes?... -¡coño!, por fin se abrió el melón.
  • Y vuestra historia, y vuestras tres hijas, ¡qué!..., ¿todo por el sumidero? -a todo trapo ya.
  • La historia del infierno ya nos la describió muy bien Dante. Debió inspirarse en algo parecido a lo nuestro... En el postrero capítulo de Belma y Borges.
  • Borges, en serio, chacho. Tus hijas te necesitan… -le cortó el otro, no le dejó continuar.
  • Lalo, en serio. Mis hijas necesitan deshacerse de estas situaciones, de sus padres.
  • De lo primero, sí. De vosotros, no. Tu todavía mujer ha demostrado, aunque sólo sea con todos los años que lleváis juntos, mal o muy mal, me da lo mismo, tener fe en el matrimonio; su actitud de seguir ahí demuestra que los motivos básicos que fundaron lo vuestro no se han destruido, es más, se deberían haber reforzado con las niñas. Estáis a tiempo, créeme. Ellas tienen que contar con tu referencia. Están demasiado al principio del camino; no las abandones, no las jodas. Borges, sobreponte, no seas cobarde; ¿la mayor qué tiene, once años?...; y si no das marcha atrás, dentro de muy poco te embargará un sentimiento de fracaso que ya nada ni nadie lo tapará. ¡Dime!, ¿desde cuándo no sientes ilusión y alegría al tirar del llavero para entrar en casa?...; ¡con el corazón en la mano!
  • ¡Uf!, eso lo tengo enterrado, pero de excavación arqueológica, en mi memoria.
  • ¿Te has parado a pensar en la fortaleza de esta unión, todas las embestidas que ha soportado? Dale un poco de gusto y buena vida a tu mujer; en el fondo es más simple esto que cualquier caso de esos que llevas; si no, estarás equivocado en todo. Y más que nada, en hacer descarrilar este tren tan firme y de vía ancha, e intentar calzarlo en uno de cremallera fácil… -Lalo comenzaba a hilar más fino.
  • Estás muy fino con el Coca Cola, pero… y tú, ¿qué clase magistral me vienes a dar aquí? Esto sólo te lo aguanto por el embrujo del sitio..., que si noooo...
  • Vale, muchas gracias. Y mi clase magistral..., es la del tipo que tiene el matrimonio más imperfecto del mundo, pero que sustenta su vida. Yo no le pido a mi esqueleto que tenga la fortaleza de la torre Eiffel. Es lo que es; con sus hernias tan dolorosas a veces, con sus desviaciones del eje.
  • No, Lalo. Este es un caso perdido. Estás hablando con un parapléjico… -¡vaya!, el cuiner no contaba con que tenía enfrente a un  mago de la réplica.
  • ¿Y no eres capaz de irte de casa con las manos vacías? ¿Tienes que estar compartiendo sábanas con Belma y solapando con ésta? ¿Tan complicado es ver todo de un modo más frío? Os merecéis daros un tiempo para reflexionar y ver en perspectiva lo avanzado de vuestra Obra, en solitario si lo deseas. No lo dinamites todo por estos ciegos días; lo demás es un mal vodevil, o si lo prefieres la narración del último invitado de la noche al Tómbola.
  • Ésta…, tiene un nombre. Clara, se llama Clara, Lalo…; por lo demás..., sólo las mujeres hacen esas cosas. Nosotros los tíos, yo sé que somos unos cobardes inconsecuentes. ¿Habrá nacido el que rompe la baraja y no tiene otra con el celofán a mano?... -comentarios como éste despabilaban del todo al del sermón.

Al cocinero no se le iba vislumbrando el panorama, se lo estaban iluminando ya con un kit de faros Hella. Deslumbrado lo tenía el abogado ahora mismo. Y le resultó a Lalo de una potencia intelectual brutalmente paradójica, pues pareciese el cincuentón que en esa transición sin matices que va de la primavera al otoño de su existir, y que siempre de modo inconsciente y a menudo desordenado revoluciona su vida cabalmente establecida durante toda su madurez, da un volantazo y confecciona de un día para otro una radical conversión: vamos, pasara de Armani y Salvatore Ferragamo a camisetilla de tirantes y chanclas del Carrefour. Y Borges Ruiz, tenía treinta y tantos, y era consciente de lo que decía y hacía… ¡Qué Cabrón! Sí que lo tenía claro... Sí.

Esto era un drama desbocado; además, el presunto gil tenía todavía las luces suficientes para aclarar conductas grabadas en el modus operandi masculino. Y lo que era más complicado y mucho peor: lo reconocía en él mismo. Recordó, Lalo, al hilo de todo lo anterior, la intuición y la grandeza del alma femenina en estos casos. Imaginando a Belma unos días antes del banderillazo a su marido -más propio del de Barbate, que dios tenga en su taurina Gloria, que de maestra tan fina de inglés-, se le apareció el párrafo del cosmopolita Hemingway: “Ahora, por las noches, cuando ella lo tocaba, él se apartaba un poco. Era una señal muy pequeña, pero la vida está hecha de pequeñas señales. Ella se daba cuenta de que no lo podía retener”.


  • Me tienes confundido Borges -no sabía muy bien ya, si deseaba ganar tiempo o coger el pomo de la puerta y largarse para su casa-. Tienes cosas muy claras, pero te falta luz en rincones que tú te crees no son importantes.
  • Mira, los mejores rincones están allí al fondo..., en la penumbra… -y se los indicó con un movimiento conjunto de la cabeza y las cejas, y con aire zumbón y canallesco.
  • Tan agudo para unas cosas, tan obtuso para lo mollar. Quieres travestir radicalmente tu vida, revolucionarla a costa de las débiles. ¿Y todo lo anterior? No pensarás que se va a quedar ahí quietecito. El sentimiento profundo de fracaso arremeterá contra ti y lo que te rodea, sea trabajo o nuevas relaciones; te derribará sin ser consciente... como no te puedes ni imaginar. Ya ves, lo siento, no me bajo de mi caballo… Eres un niño caprichoso.
  • Pero… ¿Y tú qué sabes?...; las personas cambiamos, evolucionan las relaciones…, los sentimientos son importantes; éstos, también se renuevan.
  • ¡Ay Jesús!; y a esta hora de la noche... Si me tienes que salir aún con lo del amor de Hollywood y toda esa basurilla de usar y tirar; ¡ya verás, ya verás! Me harás saltar las lágrimas de emoción, como la pareja que se conmueve comiendo palomitas con la última de Jennifer Aniston, sin tener poco más que darse que eso: lagrimitas, que no les recomponen lo suficiente sus córneas para poder ver con nitidez que lo profundo no es la baratija del sube y baja de los sentimientos, sino los redaños de la jodida vida real, la decisión, el darse sin contemplaciones, el prometerse, el servir y desvivirse por el crecimiento de lo que amamos.
  • ¿Cómo el Padre Mundina con sus plantitas?... Perdona Lalo; en veintitantas tardes en esta barra no había tenido un compañero como tú. ¿Quién te envía, eh?¿Ese obispo alemán que dicen va para Papa?...
  • Yo te hablo por lo civil, chaval. Este cristiano no necesita elevarse más, y sólo te habla para lo humano y por lo cívico.
  • Y como a un criminal ¿No?... Continúa, continúa, si me gusta escucharte. Si no desmerece mucho de charlas tenidas en mi bufete; claro, que no contra mí.

Mundina, el Padre Mundina…; éste era posterior a la Banda del Mirlitón ¿No?... No daba Lalo en qué pensar... Se acordó de la mañanita en el campamento, y no sabía por qué..., especialmente del requetehijodeputa de Nicomedes de Justo... Iba a echar el resto.

  • De todos modos, Borges, éstas, sabes que son historias imposibles. Tú vienes de un mundo diametralmente opuesto al de esta mujer. Son personas marcadas por el fuego del sufrimiento casi desde la cuna, pero no ya ellas, sino generaciones atrás. Es casi como querer sacar de su órbita a la luna con un tirachinas.
  • Eso no es fatalismo. Eso es querer que los negros sigan recogiendo algodón a mano y a látigo. ¿No te parece..., Lalo el humano?
  • No. Es la triste realidad de estas vidas. ¿Tú ves a Clara... prostituyéndose? –se acabó, se la jugó.
  • Bueno…, estoy en eso. Intento sacarla de esta vida –no lo pilló. En absoluto.
  • No, disculpa, no me he explicado bien. Me refiero a tu Hija Clara –ahora sí, claro...

El Pipa y Duardo, quienes estaban departiendo en aquella esquina en la que se acodó el Nano cuando entró un poco después que Lalo, tuvieron que arrostrar y salir escopetados, porque el letrado se lo quería comer vivo y coleando con su descaro y todo.

  • ¡Dejadme!, ¡déjame, Éduard!, que le parto esa cara de niño bonito que todavía tiene. ¡Pues no que me ha dicho que si veía a mi hija Clara de puta!
  • ¿Eso le has dicho, señorito? –y le guiñó el primer ojo que se terció de forma compinchada, y sin que su abogado se percatase.
  • ¡Yo a usted no le conozco de nada! -correspondencia de gesto del cocinero-. Además, ¿cuántos os vais a juntar para pegarme a mí, cojones?

Durante la pequeña trifulca, Juan El Inglés se hallaba en el extremo opuesto de la casa de tolerancias. Allá, en un desahogado salón esquinado, donde la que entraba se deslumbraba debido al contraste luminoso con el resto del Santuario, y que hacía las veces de cocina-comedor a modo de refectorio puteril.


El Capo había acudido a despedirse aquel día de todas, y de forma particular -y muy sentida y especialmente- de Blanca, por la que habría apostado tanto dinero al saber cierto que no la volvería a ver en El Venado, como tan poco por el mismo motivo, y en este caso por su “novio” el Nano Duardito.

Acto seguido acudió Juanito El Inglés a la barra de Jhonny, donde -ya todos calmosos- el chatarrero le había exigido a su letrado le “presentase” al cocinero, para que éste pudiese disculparse y explicarse, libre su pescuezo de las manos de Borges. No acudió el Capo por el pequeño rifirrafe, sino a darle un abrazo -se permitió la familiaridad debido a la escasa concurrencia- a su más que amigo y excelente cliente, Éduard Vidriera Osborn...

  • ¡Duardo, cuídamela, eh! Y no te quiero ver por aquí por lo menos hasta… Fallas.

Todos estallaron como con el peor chiste del jefe, sólo que en este caso era bueno, buenísimo. Empero, Borges Ruiz seguía sin recomponerse del golpe bajísimo sufrido de parte del marido de Mau.

  • ¿Cómo has podido salir por ahí, tío? ¿Por qué sacas a relucir a los hijos en todo esto? ¿Crees que no sé diferenciar las circunstancias, la procedencia de unas y de otra? ¿Piensas que soy una bestia?...
  • No. Mucho peor. La bestia trabaja y actúa de bestia, se levanta y acuesta animal; no se sale nunca de su papel.




Se quedó en blanco, su escasa nafta no lo bancaba mucho más -como habría canturreado la uruguayá-; sin embargo, mirando por encima del hombro bueno del otro, una mala escena de caza de un peor cuadro bien iluminado en el testero del fondo del salón, le asaltó una reseña de su amigo Fernando en uno de sus libros buenos: “El águila ratonera no suele reprocharse nada. Carece de escrúpulos la pantera negra. Las pirañas no dudan de la honradez de sus actos. Y el crótalo a la autoaprobación constante se entrega. El chacal autocrítico está aún por nacer. La langosta, el caimán, la triquina y el tábano viven satisfechos de ser como son. […] En el tercer planeta del sol, la conciencia limpia y tranquila es un síntoma primordial de animalidad”. Wistlawa Szymborska.

Le vino la imagen de las islas Española y La Plata con sus albatros ondulados que se emparejaban de por vida. Pero esto era puro instinto, no tenía mérito; se trataba de una llamada irrefrenable. Lo humano era un artificio. Suponía poseer el Arte de razonar paradojas y contradicciones; por qué salíamos ganando no escapando por piernas al menor contratiempo, o éramos tan merluzos como para no enderezar vidas inconsecuentes -mal calibradas, terriblemente descompensadas entre lo personal y lo profesional-, sostenidas con el errado tesón, del por otro lado tan eficaz -de momento- letrado.

Simples comentarios escuchados al cruzarse con otras personas -y en estos instantes traídos aquí-, ahora le retumbaban sin posibilidad de Gelocatil: “Me apetece muchísimo ser madre”. Le pareció haber escuchado a la mona Chita al pasar por su lado; si no, tendría que haber oído: “Voy a ser Madre. Cierto sé la responsabilidad y la complicación que esto conlleva, pero sí… Voy a ser Madre”. O Padre..., pa que nadie se enfade; que hay que estar siempre, ¡cooñoo!, con la corrección política...

  • ¡Eh, no te quedes ahí calladito como un bobo, discúlpate! Me has jodido casi tanto como el ladrido continuado de un Beagle. -ahí volvía Borges, recompuesto.
  • Lo peor de un tío tan ocurrente, con el que mantienes una disputa, es..., que por un lado te puede sacar una mueca de media sonrisa, y por otro enervar; siendo incapaz de seguir el hilo de las intenciones del que tiene enfrente; y encima cabreándose. ¿Me vas entendiendo, letrado?
  • Si no te explicas mejor…, pelapapas.
  • Mira Borges, faltan diez minutos de reloj para que yo arranque mi coche y acabe en una ducha fría en Blasco Ibáñez. Lo de las dos Claras lo tenía a huevo. La intención era que reaccionaras; hacerte ver que es tan complicado que tu hija salga de esa inercia de generaciones de virtud y candor, de la que es fruto nacido del esfuerzo, del amor y de la no violencia, como que tu nueva Clara haga lo mismo rompiendo la gravedad de generaciones de infierno, que es de donde ellas vienen. ¡So gilipollas!; que romper la fuerza de atracción de una órbita asentada cuesta la yema de un huevo, pero si con tu negativo y desviado tesón lo consigues, salpicarás muchas vidas inocentes. Un alma tan fina como la tuya –no sabía de donde sacar fuerzas-, seguro que reconoce a mi tocayo Cansinos Assens en estas sus palabras: “Se debe amar la belleza e imponerla en la vida, pero no a costa de ningún dolor, y que se debe estar pronto a sacrificarla por el bienestar de la criatura más humilde”.
  • ¡Mira que estás pesadito, tío!...; y al final te vuelves hasta simplón: debo amar e imponer al “bellezón” sudaca, pero he de sacrificarlo en aras de mis hijas…, de mi familia; ¿no es eso?..., pues la respuesta es... ¡No!
  • Esa es la lectura fácil; de momento, intelectualmente hablando, te tengo en algo más; precisamente el sacrificio de la criatura más humilde no coincide con la Familia; y sigues herrado con hache, chaval.
  • ¡A ver, sabio de las cacerolas, so hablista! ¿Cuál es la lectura complicada? ¡Di!
  • Podemos mejorar el enunciado inicial de Rafael, también aplicable a picapleitos canallitas; sólo tenemos que trastocarlo un poco: “Se debe amar la Familia e imponerla en la vida, y sí… -le cortó el letrado sin miramientos.
  • ¡Pará, pará, pará, so boludo!... No pienses amigo -daba señales de querer repostar-… que por hacer discursos así de inflamados y demagógicos vas a confundir a un tipo como yo.
  • Ya veo que te has integrado divinamente…; y lo de “tipo” te viene como anillo al dedo. ¿Y tu Alianza, Borges? ¿Te da bocaos en el dedo tu mala conciencia...?
  • El espíritu del enunciado de este desconocido señor sería algo así -y le hizo un gesto a Jhonny para que le pusiera otra copa-: “Se debe amar e imponer la belleza, pero NO a costa de todo”. Es el arte en su basta extensión al que se refiere; y tú…, le retuerces el cuello y le das el cambiazo por la familia, y no contento todavía..., se lo vas a enmendar y trastocar de la forma tan marmórea y lapidaria como me estoy imaginando… ¿Y a ti... qué coño te importa mi alianza?
  • Si tu poca vergüenza durante estos días estuviese a la altura de tu capacidad de síntesis e intuición, serías en estos momentos un tío la mar de honorable. Muy bien Borges. Así pienso. Se debe amar e imponer la Familia, y sí a costa de todo. Es simple y complejo, egoísta y altruista. Es el mismo mecanismo que nos hace desvivir y sufrir por los nuestros..., dejando un poco al margen a los demás; pero no por una voracidad desordenada, sino por un humilde reconocimiento de nuestras limitaciones, y esperando que el resto se las componga con lo que les ha tocado en suerte.
  • Arte y familia... Ahora entiendo a la loca de Belma cuando dice que “ese” tipo es un poco excéntrico. Pierdes el tiempo conmigo. Voy a seguir la senda de los desesperados; todo me da igual; tendré el gusto de tocar fondo…, y luego dios dirá. ¿Qué le sermonearías a uno que se ha suicidado, después de llegar diez segundos tarde?; pues tú apareces cuando el cadáver ya huele… ¡Te enteras, so plomo!
  • Te puedes poner todo lo tremendo y fantástico que quieras; pero mientras aguantes en ese taburete sé que toda esta conversación te dará qué pensar algún día. Estás perdiendo hasta el gusto por la discusión -no tenía fuelle para dar más luz ni endulzar al mastuerzo; si acaso, apostillar un poquito más-. Baudelaire se habría hecho cruces de verme poner a la Familia en el altar del Arte, del arte por el arte... Pero lo siento, lo creo y lo razono así. Y tú, por lo que me estás descubriendo esta chingada noche, no lo vas a entender. Es la cosa, la institución a nuestro servicio más artificiosa que hemos creado hasta ahora. Pulirla, retorcerla, quitarle con la espátula la pintura vieja…, lo que quieras; pero está ahí siempre, siempre. Como bálsamo, como sombrajo donde reunirnos y no sentirnos separados en este camino tan complicado y jodido que es la vida. ¿Te enteras Túúú de algo?... ¿Quieres que te mejore lo del puto Beagle?.. ¿Lo quieres?
  • ¡Venga! –y le hizo una señal al Pipa, quien departía con los muy escasos feligreses que a esa hora quedaban, para que le trajese (a él, sí)  un Gelocatil.
  • ¡Coño, si lo llego a saber! Es igual, a pelo, del tirón, Lalito… Que la vida, pero absolutamente toda la vida, no es una peliculita de Audrey Hepburn en la riviera francesa con la envolvente y enternecedora banda sonora de Enrico Nicola Mancini, tal y como tú te estás intentando montar con esta clara de los huevos.
  • La base del estudio es la repetición, la base del estudio es la repetición” -desquiciado ya el letrado, descansaba la mollera sobre la palma de su mano, que a través de su erguido antebrazo apoyaba y hacía conjunto de pensador con la rubia barra-. Hace muchos años, Lalo, que superé el estudio de las cosas importantes. Tus recalcitrantes leccioncitas sólo sirven para aclararme que si en este último mes algo bueno tenía que ocurrirme, debería estar contrapesado por algo malo, malísimo -y comenzó a remangarse de nuevo el remo anterior puntualmente tetra tatuado; parecía que iban por ahí los tiros-, y eso ha sido…, ¡encontrarme con el marido de Mau, cooño! -¡Vaya por Dios con los tiros!
  • ¡Pues vaya! Sí que lo siento de veras... Mañana, si tienes cojones de madrugar, asómate al espejo del cuarto de baño de donde coño estés. Si te queda aún algo de luz en tus ojos, y fuerzas para abrir esos párpados de plomo que se te están haciendo, intenta mantener tu mirada en el espejo treinta y tres segundos, sólo eso, treinta y tres miserables y cortos segundos. A ver qué observas, Borges. Igual ves vuelta la frase de Rumi: “Mira tu propio yo, si no has visto al diablo”. Hasta siempre... Y que te vayan dando. ¡Un momento, un momento!, se me olvidaba; borra, de momento, lo de que te vayan dando. Oye: lo del cocinero… El cocinero de Jávea; eso…, ¿de dónde sale?
  • No…, si acabarás pareciéndome un tipo…¿entrañable? Las mujeres son como nadie. Seguro que se lo ha soplado Belma a Mau. No te molestes más de lo que ya nos hemos molestado; son los apodos que todos ponemos en las casas. Sólamente eso. No hay mofa..., si es que van por ahí tus tiros. Nunca la hubo.
  • No entiendo… -Lalo bostezaba ya sin recato, restregábase los ojos y se retorcía y estiraba en el taburete de la barra; como si una maldición lo tuviese atornillado en un potro de castigo.
  • Sí hombre, sí... Te lo endilgué cuando os devolvimos la visita que nos hicisteis a nuestro apartamento del Saler. Tú nos guisaste unas espinacas con garbanzos y especias de tu pueblo para chuparse los dedos; no se me olvidarán jamás. Y luego me sacaste en bici por toda tu Jávea. Me dio la impresión que querías vendérmela completa –el otro, muerto y todo que se sentía, se sonrió.
  • ¿Estás bien?... Borges Ruiz.
  • No. Lalo Monje, no. Porque estar encajando las piezas de mi puzle..., y que venga un conocido cualquiera a darle pataditas al tapete porque dice que él las encasqueta mejor..., como que no. ¡Sabes!
  • ¿Pensarás un poco en lo dicho en este fortuito asalto nocturno?
  • Claro, Cuiner… Tanto, como el camicace en lo aprendido en la academia del aire..., antes de estrellarse contra su objetivo... ¿Le parece a vuestra merced bien?
  • Perdone, Letrado…; aún tengo una pequeña duda. Y no sé si estás o eres gilipollas.
  • En eso te aventajo. Sé cierto que eres un cantamañanas antes de que salga el sol: sin que nadie lo escuche; y disertándole muy atento al mobiliario.
  • ¡Que te vayan dando!



Estando el chatarrero con un ojo y un oído puestos en la charla que él mantenía en la barra con el director comercial de una empresa cárnica, y con lo que le restaba de la otra media y redonda cara, pendiente de las pendencias de los otros dos, salió súbito tras la estela de Lalo, cuando aquél creyó haber oído por boca de éste: ¡Que te vaya lindo!

  • ¡No, no, no!, espera, no salgas ahí fuera, que a esta hora cae ya un relente que si nos da, mañana no me levanta nadie. ¡Nano, si no me cuido yo, quién lo va a hacer! –y consiguió romper con su maestría de la calle el hielo y la desazón que lastraban a Lalo, pero que no obstante, raudo giraba ya el pomo que lo sacaría de las entrañas de El Venado.

Reflejados en el espejo de la barra de Jhonny, Borges presenció cómo el Nano Duardito asaltaba en la misma puerta y a su más puro estilo al cocinero. Y pensó: “todavía le suelta un soplamocos por haberse excedido con su letrado”…

  • ¡Ah, Éduard! -volviéndose y tocándole amistosamente el labrado y aún fornido hombro del Nano-, esto…, sí. Sería más fácil que tu novia y tú entráseis mañana mismo en el Seminario de novicias Ursulinas y en el de Pilas, que este cenutrio salga de la concha de esta puta mina. Ya te lo advertí con lo que me habías contado. Está envenenado, completamente rebordecido. Lo siento, no me acuerdo de cuándo esta mañana me levanté; estoy reventao, Duardito. Me voy.
  • ¡Espera, espera, espera!
  • ¡No espero, no espero, no espero! ¡Duardo, coño, para ganar perder! Intenta recuperarlo como el buen abogado que te resulta ser. De su vida familiar no te sientas responsable de nada; esto viene de muy lejos; a nosotros nos está deslumbrando el chupinazo final, pero ya  está. Habéis estado semanas abriéndole los ojos. Yo, menos perro judío y bético, le he dicho de todo. Bueno…, con tanto Coca Cola estoy ya enervado y no hilo bien; creo que sólo se me ha quedado en el tintero lo de las cuñadas, las amigas de las hijas, las sobrinas y… ¡Ah, sí!, la prueba del nueve de las pajitas. -se rió relacionándoselo.

Se lo explicó muy de pasada y medio de chanza, con las poquitas fuerzas que le restaban. Éduard, por su parte y con disimulo, le introdujo un sobre en el tabardo pasado de moda varias temporadas, diciéndole al maltrecho cocinero que iban sus direcciones y teléfonos. Y que se pasara por la campa cualquier tarde. Y que tenía que organizarle la Romería a Cabra, para terminar de honrar al que habiendo acudido ya con la mayoría, esperaba que su hijo acabase de cumplir la última de sus voluntades.

Lalo se disponía a asir la manilla interior de la puerta por segunda vez, cuando por el ya famoso pasillo de artesonado en bóveda comenzó a surgir una letra y una música que le resultaron muy familiares.

Duardo consiguió que su desquiciado abogado se sentase con él en una de las mesitas bajas del fondo del salón de Jhonny, a la sazón esmeradísimo empleado del Cuerpo de Casa, pues era de ver con qué brío -y con el paño blanco de algodón- le sacaba brillo impoluto a los vasos de tubo de su jurisdicción. Con toda la seriedad y convicción que el Nano podía transmitir; sabedor de que todo estaba personal y familiarmente cagado con el picapleitos, arguyó de esta manera…

  • Pero si es que no puede ser, Borgito. Sólo te ha faltado para ser más original, más flojón y más in-con-se-cuen-te -ni deletreando sílabas las tuvo todas con él-, liarte con alguna cuñada, esperar unos añitos más, y haberlo hecho con las amigas de tus hijas o cualquier sobrina golfa y sinvergüenza. ¡So fresco, so desertor! Pero si es que no tienes sentimientos nobles -huelga matizar que todo esto dicho por él, comenzaba a declinar en broma-. Además, te voy a decir una cosa, y ahora sé sincero por favor. Tú, cuando te haces una manolita, ¡dime!, si cierras los ojitos, en qué coño piensas, ¿a quién ves?..., a Belma o a Clarita…


En fin, esto colmó el vaso con la tensión superficial más extrema e hilarante que se pudiese presentar. Borges Ruiz, desbordado como éste, casi le pregunta a su cliente qué significaba inconsecuente; pero ligero desistió, pues sabía cómo se las gastaba el Nano Duardo cuando era pillado en un renuncio: salía a sopapo tendido con el primero que los colores de su rolliza cara le quisiera sacar.

Emergieron nervios y tensiones acumuladas que estaban ahí, como toro en callejón segundos antes de que lo lidien. Se desternillaron juntos, y a punto de destornillarse estuvieron también. Al picapleitos siempre le picaría la curiosidad por las casualidades que en aquella noche se dieron; pero fue algo que de modo abierto, o en estado de total sobriedad de su amigo Éduard, jamás se trató.

Cuando a lo largo de su vida recordó este último día, del mes que lo dejó herrado y marcado -hombro izquierdo incluido-, siempre vislumbraba la hechura del cocinero de Jávea, pero no le asaltaba la del personaje en su furtiva visita al Club, sino la que su memoria quiso que se impusiese: la de un Lalo y una Mau en su media docena corta de visitas familiares; siempre discutiendo irónicamente, eternamente jurándose el uno al otro del “mal” que tenía que “morir” la persona contra la que estaba casada..., y juntos.



Blanca Bocanegra, al tanto de todo lo que durante aquella su postrera noche de puta acontecía, aleccionó a toda la ONU -esta vez en tanga y short- que en El Venado a fondo laboraba, para que en el Salón de Jhonny, y a última hora, ninguna mujer interrumpiese, y menos aún molestase mostrándose falta de cariño, al gil de Borges y al novedoso cocinero que todas querían salpimentar y amasar, más si cabe, por la veda impuesta por la ya inminente homenajeada. De este modo un poco impostado, pudieron platicar el par de conocidos y “casualmente” reencontrados en tan plácido lugar, durante aquella primera hora bien larga de aquel recién estrenado martes, que todos ellos siempre recordarían.

A Clara Díaz -claro está- no le llegó la onda por la boquita de piñón un poco hormada de su pucelana compañera; pero se enteró del veto y le picó la curiosidad -las otras, desde que El Inglés ordenase a las camareras que quería sábanas cambiadas con más asiduidad, y temperaturas más elevadas, también en las lavadoras, ya no picaban a nadie desde tiempos de su madre-; como decíamos, le picó la curiosidad en cuanto al un poco enigmático compañero de barra de su “amado” mirlo blanco.

El irreverente y para nada al caso, pero gracioso en cierta medida soniquete “Entre todas las mujeres, entre todas las mujeres y bendito es el fruto…”, le demostró a Lalo que la huella dejada había sido profunda durante la colonización sudamericana, pues eran brasileñas, argentinas y uruguayas, las que mejor entonaban y se sabían el estribillo, que a Lalo le recordó y le trajo los meses de mayo de su infancia en el Colegio de Santa Isabel de Hungría, de su bien querido pueblo.

No soltó la redicha manilla de la puerta hasta que vio salir al final del pasillo cual Arco de la Macarena: primero, y abriendo la comitiva del “hasta siempre”, a Jhonny El Pipa; con toda seguridad víctima del desquicio natural y artificioso en él, y un poco embargado por la baja de una ninfa nacional. No atinó en el papel a desempeñar junto a sus compañeras, pues más parecía, por sus movimientos teatrales y saludo al tendido de balcones -imaginarios en este caso-, Capitán Cristiano en las Fiestas de Alcoy -un saludo muy grande para la fabril y por ende laboriosa Alcoy- que simulado párroco al uso, despejando de malos olores con su botafumeiro el paso del Paso. Tras el camarero estrella y sin solución de continuidad, afloró una mujer en andas, llevada por unas hermanas costaleras despampanantes y ataviada sobre la marcha. Le recordó de refilón a la Madonna de los ochenta en buscando a Susan desesperadamente…, algo así, ¡vaya!

El jolgorio era de ver; y cerraban la procesión las camareras de las habitaciones tirándose pétalos a ellas mismas; y María Posé aún más rezagada, que iba aguantando la barrila de una María José de Cofrentes que había recibido una llamada la tarde anterior, justo a la hora de la apertura, y que estuvo a punto de costarle la jornada laboral, si no hubiese sido porque su madre consiguió al final tranquilizarla diciéndole: “Niña, ¡que no es nada, que no es nada! Era sólo avisarte, antes de que entres a trabajar, para que sepas que voy a recoger al Nico a Puçol. Se ha suspendido lo de ese campamento allá por Cuenca o Teruel. Por lo visto un cocinero loco ha amenazado a los angelitos con cuchillo y todo. ¡El Hijoputa! Pero no te preocupes que Nicomedes se encuentra bien. ¡Haberse visto!, con lo formalitos que son estos niños”.

Éduard Vidriera Osborn y su letrado Ruiz, lo contemplaron todo desde la mesita del fondo a modo de improvisado balcón de autoridades; y a punto estuvieron de salir cantando una saeta, sobre todo el chatarrero; mas el hondo embargo por la despedida de puta, de su Blanca y nada más lejos que inmaculada novia, se lo impidió.

El gil de Borges, cual quinceañera desesperada intentando otear entre la muchedumbre a Justin Bieber, quiso hacer lo mismo con su Clara Díaz, y al final la acomodó al lado del ínclito y repajolero cocinero. A la Mina, no pudiendo contener con sus refuerzos y travesaños la presión del porqué, del tan rocambolesco como misterioso y tapado encuentro entre su amado número trescientos treinta y tantos y el que ahora tenía enfrente, no se le ocurrió otra cosa que decirle: “Yo a ti también te ponía un apartamento monísimo en Punta del Este, mi amor. Tremendísimo pistolón de Clint Eastwood -e hizo por amartillarlo- no se merece menos”. Lalo la miró sin pestañear y con la poca luz que se dispensaba en la puerta de salida más expectante de los últimos tiempos. Sus ojos se alinearon con el mar negro de la mirada de la uruguayá, gracias a los tacones que los igualaron en estatura física. No le replicó; se quedó con esa carita estúpida y pánfila que todos ponemos mientras la pescatera del Mercadona nos asea la merluza en libro y para el horno, y nos pregunta a un tiempo: - “¿La espina y la cabeza aparte, para caldo, Señor?”... Se dio media vuelta -pelín brutote, eso sí-, y ahora sí. Salió.


Eran las tres y treinta y tres minutos de la madrugada en el barrio de Mestalla cuando Lalo echaba la llave a su coche. Al ponerse ese incalificable anorak que se marcaba, se acordó del sobre del Nano Duardo. Lo sacó un poco arrugado; estaba puntualmente sellado; lacrado con pequeño lengüetazo en la puntita del frontón invertido que la solapa del cierre de los sobres clásicos tiene. Allí dentro, en el interior de ese envoltorio, estaba su tarjeta de visita -de la misma imprenta que las de su letrado-, y algo más…

Duardito, fiel a sí mismo en todo, le había espetado dos Bin Laden sin doblar, al menos antes de que Lalo introdujera su mano en el bolsillo y abriera el sobre de cualquier manera. Al cocinero no le restaban ya fuerzas ni para sonreírse. Se sonrío.








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         Final del Preámbulo de...:

               El cocinero javiense
                              
                         de Ana Casaenrama




       sobre los textos
     ©  Rafael Mariano Domínguez Fraile (ana casaenrama)
     marzo de 2014