Pues no que a este señor que tengo aquí contratado para las cositas del blog, le ha dado hoy por escribir de esta guisa tan mona...
"" Ser
Buenos Padres –¡huuu! ¡huuu!– es, y significa, tener predicamento con los hijos; que no
chirríe el discurso endosado... con lo vivido bajo el techo del
Hogar, así como bajo el sol y las estrellas también. Es pecar si
cabe de antipático con los hijos, antes que hacerlo de colega o tipo
guay. La tarea del buen padre finaliza al tiempo que puede
desaparecer de nuestros labios la palabra NO. Éste debería ser el
vocablo sagrado de la Educación, como lo es Amén para los cristianos. Con seguridad que es el monosílabo más antipático que
existe –siendo esta última cualidad a menudo garantía de
éxito: F.F. Gómez, C.J. Cela, Paco Umbral…–, tanto para el que lo
ha de mantener erguido y sin desfallecer en el tiempo, como para el
que lo soporta. Y todos -¡ojito!- sin acudir al cuchillero de la
cocina; ¡vamos!, ni tan siquiera mirar de reojo ese romo trozo de
acero oxidable y embotado que no es ya capaz de cortar ni un taco de
margarina.
El
arte del NO, reside en que no es NO a todo; que no es lo mismo que
mantenerse firmes en el NO siempre a lo que siempre es NO. No vale
coger un cabreo del siete cuando “acogemos” a nuestro hijo a las
cinco de la mañana, de un weekend, con los ojos vidriosos y
la risa tonta; y al siguiente sábado, y en similares circunstancias,
hacer la vista gorda cuando lo observamos de espalda asaltando la
nevera, y sabiendo nosotros positivamente que la hierba es la
responsable de que el lunes el Mercadona del barrio comience bien
la semana a costa de nuestra agredida y destartalada nevera.
El
que un joven comience a tomar drogas y luego haga hábito es un tema
tan complejo, como saber la forma o el dibujo de una nube sobre
Betanzos el catorce de enero de dos mil sesenta y nueve. Sin embargo,
poniendo un poco de esmero en el estudio de los datos recogidos año
tras año, sabremos vaticinar, no el dibujo exacto del nubarrón que
acechará el día de marras, pero sí, que esa jornada estará
inmersa en una época de lluvias en la siempre lluviosa Galicia.
No
ha nacido padre, aún, que habiéndole dado la comadrona a su hijo
recién nacido y arropado, haya tenido una visión de la criatura en
el futuro con una aguja clavada en el antebrazo. Otro supuesto
descartado para todo pelaje de padres, es aquel que discrimina entre
futuro halagüeño y/o patético porvenir para uno u otro de la
prole. Siempre, siempre, esperamos lo mejor para todos...,
absolutamente todos nuestros hijos. Sin embargo, tan capaces como
somos para la previsión y el pronóstico en múltiples campos, ¿cómo
tenemos tan abandonada una simple proyección a groso modo sobre el
futuro de algo que se supone es importantísimo en nuestras
vidas? ¿Qué ocurre? ¿Por qué acaban drogándose muchos de
nuestros jóvenes?, y, ¿por qué unos hermanos lo hacen…, y a
otros ni se les pasa por la imaginación?
En
realidad, habría que desvestir al travestido Coco de la droga; quitarle el disfraz de monstruo y dejarle en pelota picá...
Para una persona que toda la desinhibición que necesita en su vida
viene dada por el alcohol que pueda tomar en bodas, bautizos,
reuniones familiares y amistosas varias, amén de las fiestas de su
pueblo –aparte del tercio de cerveza o vaso de vino que tan
gustosamente nos tomamos a diario–; pues bien, una persona tan normal
como ésta, se quedaría tan campante y sin inmutarse ante la
presencia de tres tacos: uno de cocaína, otro de heroína y el
último de madera conglomerada –ni tan siquiera caoba, vaya por
Dios–. Esta es la prueba fehaciente de que las tres cosas significan
lo mismo para aquel que no necesita en su vida hacer escapismo, estar
todo el santo día al escondite, liquidar preocupaciones y temores al
estilo avestruz –y quedando de paso con el culito al aire–, fumarse y
aletargarse, o –en el caso de la cocaína– exaltarse en otro yo.
Y
casi sin darnos cuenta estamos cayendo en la trampa de los
apologistas de la libertad acérrima en el mundo de la droga. Ahora
sí que comenzamos a hacer inmersión en este calvario. Para éstos,
la heroína y todas sus primas y hermanas han de ser contempladas
fríamente: como cuando nos acercamos al arcón de congelados del
supermercado para elegir taco de espinacas enteras o troceadas. ¡Pero
no señores!, eso no se lo creen ustedes ni jartos de espinacas
o de la yerba que más les guste. Nuestros hijos menores de edad no
acuden al arcón de los congelados para evadirse peligrosamente,
acuden a Falcón, el halcón del barrio…
Ustedes
nos dicen que nuestros hijos responsabilidad nuestra son, y cierto
es. Precisamente por esta razón nos complacería no tener que
seguirlos, cuando atrás dejan la puerta de nuestros hogares, como
sabuesos rastreadores. Y es en esto en lo que al final nos
convertimos, sabedores de que en cualquier esquina, barucho,
discoteca o salida de colegio andan mercando estupefacientes. La
premisa del taco de madera, heroína, cocaína, hachís o espinacas,
todos colocados en la misma aséptica y fría línea de salida, está
muy bien argumentada en el momento que se enfoca hacia seres libres,
formados o no, y mayores de edad. Conque nuestros hijos, aún por
cuajar, tienen que ser defendidos. Ustedes continúan diciéndonos
que si los estupefacientes estuviesen regulados y legalizados no
existiría el problema de salud pública y económico en que se han
convertido. Que el corte de la droga es lo que envenena; que el
quince por ciento de pureza al precio endemoniado del mercado negro es lo que nos vuelve los forros de nuestros bolsillos. ¿Ustedes
pretenden insinuarnos que dosis purísimas y baratísimas alegrarían
los días y, sobre todo, las noches de padres atribulados con sus
hijos? Y con más razón que un santo con razón, nos vuelven a
abofetear con aquello de: sus hijos, su responsabilidad son. Y es
verdad; tan verdadero y auténtico es lo que nos espetan una y mil
veces como lo fue el pellizco en el estómago que tuvimos al ver
aparecer a nuestra primera novia, tras la última esquina que
doblamos, el día de nuestra primera cita con ella. Cierto,
ciertísimo… Ya no hace falta que acaben, apostillen y nos rematen,
argumentándonos que si se le detrayese el morbo de “fuera de la
ley”, la juventud –siempre rebelde– no la miraría con ojos
transgresores; ni que los siempre amenazados padres les objetemos: ¡que sí, que sí!, que tienen ustedes toda la razón del mundo,
pero que aparte de disimularse divinamente los efectos de la mano dura de la ley y la clandestinidad de las drogas, resultaría
una vez más –¡y vamos!, todos juntos–..., ¡¡que seguimos hablando
de nuestros queridos hijos!!
Esto
se va semejando a un bucle sin sentido, o al menos sin salida. Pero
ustedes, adalides de la libertad a ultranza, en un mundo aherrojado y
en hinojos, donde valores más absolutos y anteriores al libre
albedrío están precisamente siendo tapados, sustituidos o
adormecidos por estas sus libres drogas... Pero ustedes..., ¿no
creen que estaría muy por encima del derecho de una persona adulta a
enchufarse a un paraíso artificial, y lo que es más importante,
sería mucho más anterior, El Derecho de ésta a haber accedido a un
Universo real, natural y consciente; fruto de una vida entrenada
desde la infancia, tanto para disfrutarla –importantísimo–, como
para superar reveses y temores en camaradería familiar y dentro del hogar?... ¿No lo creen de veras?...
En
realidad, hasta ahora sólo se ha reflexionado sobre un tema, y es
el siguiente: ¡Oigan, un poco de miramiento y de por favor con
nuestros hijos! A fondo no se ha tocado nada más. Digamos que el
asunto, sin seguir ahondando, se convierte en un guardar las formas
por parte de todos. En que no rechine demasiado la cosa. Desde que se
exija que los camellitos estén al menos enfrente del colegio, y no
en la misma acera del mismo, hasta que se suplique que el corte de la
droga sea lacteol, manitol o aspirina, pero nunca, por favor,
estricnina. Podemos seguir adentrándonos más y más; continuar
buceando y dejar atrás a los que calman su noqueo clamando con un
bocinazo así: ¡¡Puta Droga!!
Ésta,
señores padres, no es causa –en la mayoría de los casos, a no ser
que te lo envenenen directamente– de las desgracias y descalabros de
sus queridos hijos con el terrible material que alfombra los
paraísos artificiales. Es…–la Puta Droga– olla envenenada,
escaparate infernal y efecto final de un rosario de circunstancias,
la mayoría anunciadas a lo largo del tiempo, y emparentadas –¡todas!– con lo que ocurre de puertas adentro del Templo del Hogar.
Ésta…,
desgraciadamente, es la verdad incómoda.
Es
cierto que la imagen torturadora, desgarradora y patética del
yonqui aguja en vena tiene mucho de drama, entendido éste como
género teatral. La serie fotográfica pasada una a una: desde el
torniquete hecho con la goma elástica –a veces ayudado a apretar por
lo que de boca le queda– hasta el embolazo final, tiene mucho de
puesta en escena y parafernalia; quizás es un rótulo inconsciente
que ellos se cuelgan de su pescuezo, en el que escriben
desgarradamente y todos podemos leer el grito pelado de: ¡Please,
háganse cargo de mi! –curioso y labrado medio de pedir auxilio–.
Pues bien, descontando esta llamada desesperada de atención,
¿alguien me quiere convencer de que el kit comprendido por: goma
elástica, aguja hipodérmica, jeringuilla, cucharita, mechero y
papela de jaco; todo esto es un fin en sí mismo?...
Ninguno
de nosotros, aquel día ya lejano en el hospital maternal, tuvo la
visión de ese retoño hecho hombre o mujer, corriendo
desesperadamente por el tobogán de papel de plata tras la gotita
color caramelo; ni comprando ni vendiendo rulas de composición
indescifrable en el párking de una discoteca; y muchísimo menos, la
pesadilla de imaginar a nuestro hijo entre basuras, desdentado y con
banderilla en vena.
Entonces…,
¿qué carajo está ocurriendo…, qué coño ha pasado?...
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Ha
pasado primero el padre, corriendo, lleva sudado los tirantes de la
camiseta hasta la costura de encima de los hombros. Detrás –a
treinta y tres metros–, su hija. Él ha robado, ella le persigue.
Podría echarle el guante en cualquier momento, sólo que ella no
quiere minarle el orgullo de viejo zorro de fondo. Nada es lo que
parece. Ambos podrían estar haciendo tiempo de cualquier otra
manera, al fin y a la postre qué más da. Algunos pueden pensar que
unos disfrutan recorriendo casi todos los días veinticinco
kilómetros y midiéndose con ellos mismos –sobre todo–, para cuando
llegue el sábado o el domingo indicado, y ahora sí, recorrer
cuarenta y dos y pico. Los mismos que cavilaban sobre lo anterior,
igual creen que otros pocos hacen tiempo, mientras no sea la hora de
mascar tierra o notar un excesivo calor en la caja que nos acoge,
tumbando la aguja de su Bentley de doscientos mil –menos mal que no
son libras–; ambas opciones deben ser memorables, pero nuestro caso
atiende ahora a lo pedestre y no tanto a lo rodado.
El
robo ha sido de tiempo. Como la faena flojea, ha dejado todo
organizado entre los oficiales de su carpintería metálica y, a
media tarde, ha puesto pies no en polvorosa pero sí en la
Malvarrosa. Su hija tiene inoculado el virus desde muy pequeñita. El
espejo en que se mira le gusta, le da seguridad; y el rodaje que está
haciendo de su vida es el indicado para los mejores y más sublimes
motores. El ladrón de tiempo acabará siendo el
modelo del tipo con el que ella perderá la cabeza para seguir
recorriendo el camino. Aquí, las pequeñas neuras de sus vidas se
disuelven a golpe de zancada. Sus endorfinas naturales, a partir de
la media hora de “sufrimiento”, son todos los estupefacientes que
necesitan en sus quehaceres.
Han
regresado una vez más a casa, y al dejar la llave –más de una
molesta muchísimo a los corredores– en el recibidor han tropezado
con medio folio escrito a toda prisa: “Estoy en casa de la yaya. Me
ha llamado con un poco de fiebre. Si puedo vendré a cenar. Besos.
Hablamos”.
Tras
darse una ducha rápida se han interesado padre e hija por su suegra
y yaya respectivas. De forma mecánica y sin más dilación: una ha
encendido la freidora, y pelado, lavado y partido cuatro patatas
medianas. El otro ha puesto a pochar en la sartén ovalada y buena –tanto, que nada se pega–, con un culín de aceite, media cebolla
mediana en aros finos. Cuando la cebolla ha comenzado a sudar y él
no lo ha terminado aún de hacer, le ha añadido un poco de sal. Se
han frito las patatas..., se ha dorado ligeramente la cebolla. Ya
está. Del cestillo, sin escurrir, a la ovalada sartén. El conjunto
descansa esperando la segunda señal de salida. Media docena de huevos sobre la
bancada, perdiendo frío, darán alma –el cuerpo será de la patata– a un reponedor revuelto para la cena. Sigue el precalentamiento por
allí rondando: el bote de pimienta blanca molida haciendo guardia,
no se vaya a olvidar el toque maestro, ¡ah!, y el brik de leche. Dos
o tres medidas, con cualquier cáscara de huevo por la mitad, lo
harán jugoso.
Ha
sonado la puerta: hija y padre asaltan de nuevo la cocina. Una pone
la mesa, otro enciende de forma alegre el fuego mediano; sin batir
previamente casca los cinco sobre las patatas y la cebolla, rectifica
de sal, toque de pimienta, y por fin serán tres las medidas de
leche. En menos de siete minutos están los tres comentando el susto
de la Yaya. Las Drogas de esta Casa son: el amor, la entrega, el
sacrificio y la camaradería…
*
*
Ha
dejado pasar al de siete años, ha retirado la llave –con cordón
colgante– del bombín de la puerta de entrada, se la ha vuelto a
encestar del cuello, y tras de ellos el rellano del ascensor ha
quedado. Los dos hermanos han recorrido el pasillo que distribuye los
sesenta y seis metros del piso; al fondo, su habitación. Está
calcada a como la dejaron a las ocho treinta y tres de la mañana.
Deshechas y destapadas por ellos ambas camas, para que durante el día
se ventilen, o más bien aireen lo que dan de sí los trece metros
mal oxigenados de su dormitorio. – “Ángel, sube por favor la
persiana y abre la ventana”. –ha dicho el mayor.
Se
dirigen ahora hacia la cocina. De forma mecánica ha vaciado el agua
del cazo, que descansa toda la jornada sobre el quemador pequeño,
esperando ser llenado de nuevo de leche para calentarla. –¿Qué
te apetece Angelito, aparte del Colacao?, ¡dime!
Sin
una miga de pan, difícil es que este hombrecito de trece años pueda
hacer el bocadillo de choped que le apetece a su hermano merendar. En
los soportales, camino del horno, ha ido chocando su mano –como si la
baqueta de un xilófono se tratara– con las de todos los colegas,
dispuestos, alineados -alienados- y sentados contra la pared. Ha ido
dando caladas a todo lo que intercalado –y sin perder el paso– le han
ido ofreciendo. –"Ahora no puedo, muchachos, tengo que darle de
merendar al Angelito. Si llega mi madre antes de las nueve de la
noche..., igual me doy un voltio".
Cuando
a las nueve menos cuarto ha sonado el ascensor al pararse en el
rellano, el saltar como resortes del sofá, el apagar la tele y el
abrir cuadernos y libros que ya dormían plácidamente hasta el lunes
siguiente ha sido todo uno. "¡¡Ayudadme con las bolsas del
Mercadona!!" –ha sonado de nuevo, tras veinticuatro horas, la voz
de una madre desde la puerta de entrada–. Treinta y tres minutos más
tarde ha entrado un padre derrengado...
- ¿Y tus jefas, no te suben el sueldo a ocho euros la hora?...
- Nada de nada. Las muy cerdas parece que se hayan puesto de acuerdo. ¡Pues no que me dicen!, que para como limpio, con seis voy que chuto… ¿Y tu jefe, qué..., cuándo os va a pagar lo que os debe desde hace tres meses?...
- ¿Sabes?... Hoy nos ha dado otro sobre a cuenta…; ya sólo nos debe dos meses completos y éste en el que estamos. La cosa sigue fatal; y si la construcción no pirula, la fontanería tampoco.
- ¡Anda, cariño!, quítame ese GOL televisión y ponme el Sálvame Deluxe..., que sale hoy el marido de la Belén…
*
*
Ha
pasado la bandeja de Plata por toda la mesa ovalada del comedor de
más de setenta metros.
- ¡Elizabeth!: te ha salido exquisito el pavo trufado... Enhorabuena.
- Gracias, “Señó”. La receta me la reportó e hizo efectiva la Señora.
- ¿Te la pagó acaso, mujer?
- ¡Cómo es usted, Don Juan Bosco! Es la formita de platicar que tenemos allá en Colombia.
- ¿Me sirves un poco más de Krug?, muchas gracias.
- ¿Se la completo también a usted, Doña Almudena?
- Gracias, Eli... ¡Oye Bosco!... ¿Está ya a cuatro el Santander?
- Calculo..., que lo que resta de mes…, para tenerlo de nuevo ahí: ¡a tiro, a huevo!
- ¿Tienes ya los fondos desbloqueados y sin penalización?
- Parece mentira mi amor; veinte años haciendo lo mismo…, y cuando se acerca el momento te entra un no sé qué. ¡Claro!, está todo controlado, Almu.
- ¿Invertirás los ochocientos mil que obtuvimos vendiendo a doce..., no hace ni... dos años?
- ¡Ay Almu, mi amor!, siempre la misma cuenta… A los ochocientos de hace veinte meses, hubo que detraerles entre pitos y flautas una cuarta parte de impuestos; los ciento veinte mil que nos hemos gastado; y los ciento cincuenta mil que nos gastaremos hasta que lo tripliquemos dentro de dos años más, aproximadamente. No reines más mi “amol”, como diría Elizabeth. ¡Vamos a por el millón de euros en la próxima tacada!
- ¿Qué pretendéis..., que el servicio de toda la urbanización esté al corriente de que somos los mejores especulando? –ha intervenido la hija de ambos, Esther...
- ¡Vaya!, si mi querida hija Esther tiene boca…; como ni siquiera la abres para comer –le ha replicado su madre de un modo muy malajoso.
- ¡Almudena, por favor! El psicólogo te ha dicho mil veces que la ironía cruel no funciona con los hijos.
- ¡Déjala, no te preocupes, papá!... ¿Pensáis que el señor Botín cree en serio que tiene hoy un banco tres veces más enclenque que hace veinte meses? ¿Sus clientes no son los mismos..., sus inversiones no son tan certeras y calculadas como las de entonces?...
- Mira hija, él también se sentirá vulnerable en un mercado a la baja y con acciones a menos de cuatro...
- ¿Si!... ¿Y cuántas acciones a doce euros compró él hace veinte meses...? ¿Y cuántas estará comprando ahora en su “vulnerable” estado actual, a menos de cuatro?...
- El cinismo tampoco te ayudará a ti, Esther, hija. ¡Además!, si ya lo dijo aquel judío: ni fabricarás, ni comprarás, ni venderás por un margen pequeño. ¡Especularás, hija, especularás!
- ¡Papá!..., se entiende que no haya tranquilizantes en tu mesita de noche… Tú, al menos, andas con la careta quitada.
- ¡Ay, Esther!, nos tienes preocupados a todos con tu no comer continuado.
- Papá: a mi también me quita el sueño que en la mesa se hable de dinero... siempre.
- ¿Te vienes a navegar a Calpe este finde con nosotros?
- Preferiría no hacerlo, papá. La Moraleja queda un poco lejos para ir y casi enseguida volver.
- En el Bentley todo se hace más corto..., ¿sabes?
- Disculpadme, no me encuentro bien. ¿Me permites pasar, Eli?
- ¿Quiere la señorita Esther que le suba un vaso de leche templada con marías?
- Gracias Eli, para mañana desayunar, mejor..., quizás…
Ha
subido muy mareada. Sus patitas de alambre, que tanta gracia le
siguen haciendo a la descerebrada de su madre, pues cree que la niña
va para Cibeles, no la sostienen firme. Conforme ha entrado en su
habitación lo ha dejado todo atrás; cree que cerrando la bonita
puerta lacada en blanco de su abundante dormitorio queda a cubierto
de ese mundo que nada tiene que ver con ella.
Ha
pasado la mano sobre el taco de libros que le espera encima de su
amplio escritorio; anda trajinándose varios a la vez. Esther posee
el arte y la gracia de los lectores consumados; para cada momento
tiene el libro adecuado. Al discurrir de su sombra los ha desapilado
cariñosamente, como queriéndoles dar un toque de atención, y ha
observado casi levitando qué le apetece y a quién le toca. Está
delgadito como ella Bartleby el escribiente; las leyendas editadas
por Pascual Izquierdo; el mejor tomo de los dos de Alianza –el
primero– de los Cuentos de Poe; Señor y Perro; Nada; y un libro, que
aunque reza en su portada Cuentos completos de Ana María Matute, no
es así.
– “Ahora vuelvo” –les ha dicho, con un semblante de
recuperada pero insuficiente y decadente alegría.
Esther
se ha desnudado. Su escurrido cuerpo de diecisiete años podría aún
ser salvado de ese filtro que aparece cada vez que se asoma a un
espejo o a cualquier luna en la que se refleja. De haber hecho el
servicio militar, el brigada chusquero, en el tallaje, le
habría dicho: “uno ochenta y tres, cincuenta y un kilos. Niño, o
comes más, o el chopo al primer tiro te disparará a ti, y no tú a
él”.
El
desorden de su espíritu es siempre devuelto a su retina de manera
distorsionada, y sólo ve kilos de más; quizás para compensar de
forma macabra la liviandad e insignificancia de esas dos figuras –padre y madre– que rasgan su elevada alma en vez de acunarla y de
respetar su sensibilidad.
Ya
en su cuarto de baño interior ha optado por introducir dos de sus
torneados dedos en su bellísima boca, en un acto que sólo
imaginarlo da estupor…
*
*
Han
pasado cogidos de la mano por el cruce entre Eduardo Dato y San
Francisco Javier. Son las nueve menos cuarto de cualquier mañana del
curso escolar. Hasta que el muñeco no se ha iluminado de verde, la
incondicional acompañante y madre de la criatura de dieciséis, ya
bien cumpliditos, no le ha dado el apretón a la mano de su hijo.
Señal inequívoca y de total seguridad para hacer ese peligrosísimo
tránsito -según ella- entre la casa de Joselo y Portaceli. Al otro
lado del abismo -según ella- le ha dicho: “No se te ocurra volver
solo del cole. Como siempre, estaré a la una y media en la puerta de
salida de Eduardo Dato”. –Claro, mamá -le ha contestado
la criatura, que rebasa en cabeza y media a la madre lapa.
Ese
mismo día tiene cita con su ginecólogo. A media mañana ha quedado
con su desvivido marido en la puerta de la clínica. Están
preocupados; ella, hace tiempo que tiene unas reglas muy
desajustadas, desgarradas a veces. Desde la venida al mundo de su
hija, la pequeña de casi diez años, no ha vuelto a revisarse. Tanto
esmero y desgaste con los demás, y ella, casi como si no existiese.
Joselo,
un muy dichoso día de mediados de los sesenta, retomó el relevo
de primogénito que había dejado su hermano de tres, hacía poco más
de un año; tras el dramático final de un resfriado mal curado, y
derivado en fatal neumonía. Las atenciones desaforadas de esa madre,
temerosa por ese regalo del cielo en forma de nuevo hijo, se hicieron
inquebrantables en el tiempo. La venida al mundo de su hija menor,
seis años después que la de Joselo, no interrumpió, y mucho menos
mermó para nada, la intensidad del desvelo con ellos; si acaso esa
madre se multiplicó de modo titánico.
- Hijo, por favor, ven a ayudarme. No podemos esperar a que venga el médico a firmar el cerificado de defunción, y que se nos quede en la cama con el rigor mortis.
- ¿Qué hago, papá?
- Dile a tu hermana que traiga dos sillas del comedor. Tú, descuelga la puerta del dormitorio.
Ese
hombre seguía llevando aún el alma de marino para estos casos. Al
pie de esa cama que tanta vida había dado, se colocaron dos firmes
sillas, las cuales –mirándose sus asientos– rindieron honores a esa
buenísima esposa y abrasadora madre. El armón funerario, compuesto
por la puerta sobre los dos improvisados soportes, dio en primer
lugar... relajo al cuerpo que amorosamente entre los tres pasaran
desde la borda del lecho, y un rato más tarde... acomodó la rigidez
del conjunto.
No
fue suficiente que su hermana –con doce añitos, ahora en la actualidad– tuviese que
ir convirtiéndose primero y paulatinamente en hermana mayor, y acto
seguido y aceleradamente... en la madre que tan desbancado y perdido
lo dejó.
Casi
nunca fue Joselo uno de los que fuman por la mañana para trabajar…
No tardó mucho en labrarse su paraíso maldito; rápidamente atajó
el proceso largo y sacrificado que le habría llevado hacia una vida
productiva con él mismo. Tiró por una senda en la que el diablo le
dio un puntapié a la tablilla que indicaba: "al infierno"; para
sustituirla por la trampa de: "¡AL CIELO, chaval!"... Se
perdió, porque jamás le colocaron en el escenario de las luchas
humanas, ni tan siquiera en un ensayo previo y sin mucha
complicación; y cuando se quiso dar cuenta..., aún llevaba
taca-taca.
Cuando –deshecho, acabado, sin cuajar y revestido en envoltura de hombretón– se sentaba frente al retrato de su lloradísima madre en el salón de
la que siempre sería su casa, los fantasmas resucitaban y volvían
desde el pasado; y él les hablaba y les rendía honores. En muchas
ocasiones, cuando fumado de todo iba, gustaba de ponerse en la
primera fila del paso de peatones de Eduardo Dato. Al encenderse el
psicodélico muñeco verde, todavía sentía el tirón de la mano de
ella: ¡Vamos, hijo!...
*
*
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Las
variantes son tantas como los diferentes campos donde caen las
semillas de nuestros hijos. A los planteles les hacen
diferentes, tanto la tierra que soporta la almáciga como cada una
de las individuales semillas que germinan en ellos. Ahora bien, si no
tenemos claro y asumido que lo que hacemos nos termina por hacer, y
repercute de rebote en las esponjas y gaitas aún por templar que son
nuestros hijos, entonces: Ñoras, ñores, sigan
vosotros-ustedes gritando ¡Putas Drogas! Y se acabó.
Y
a ustedes, señores del panegírico y de la romántica loa de los
paraísos multicolores, ¿qué más decirles?; pues..., que
comulgaría con algo de lo que predican, si con esa mirada que nunca
acierto a vislumbrar de qué lado de la consciencia está nos
deslindaran qué parte de sus discursos y escritos fueron
confeccionados a un lado y a otro de la realidad... Por lo demás, y
hasta para quitarle el velo y la pátina romántica a los paraísos
artificiales, podríamos estar de acuerdo. Toda vez que los ínclitos
De Quincey, Baudelaire y Poe –porque la cosa se quede en un simple y
simpático trío–, algunos de ellos excelentísimos escritores, y
absolutamente todos, fueron personas desgraciadamente desarraigadas y
abrumadas por severos problemas familiares y en sus haciendas –¡qué
poco romántico!, mecachis…
Y
así la cosa, podríamos al alimón descorrerle el velo a la puta
señora e ir concluyendo de una repajolera vez con la
siguiente idea...: que si todos estos estupefacientes venidos desde
el muy cercano, mediano o remoto y adormecido Oriente –sombreados por
viejos, horrorosos y deformes demonios, que nunca tuvieron cuna en la
dulce cultura del Marenostrum–..., que si todos estos estupefacientes se toparan con quicios y jambas de
hogares pertrechados por quien corresponde para la vida plena –aquella que educa en el infortunio y en el goce, en el esfuerzo y en
lo solaz–, entonces…, ni las más atildadas palanquetas de los
Estados Narcos –¡Vamos!, ni regalándola– ni los más entrantes,
simpáticos y esmerados camellos harían muesca en nuestras puertas
y ventanas.
La
retahíla anterior de casos mostrados a tan "mona" sesera, son situaciones y supuestos oídos aquí y allá; y un poco
ensamblados por mi siempre viva y a veces algo estrafalaria, gráfica, simiesca y tajante imaginación.
Pero el
misterio, de cómo unos hijos –los dos varones, por un caso, y de casi la misma
edad–, educados en la misma disciplina, valores y cariño, cogen a veces senderos tan dispares, es un asunto que a mi cabeza tan poco evolucionada no le
da suficiente luz... respecto, y con relación, al símil que sólo
unos minutos antes he hecho con lo de la tierra, las semillas y
el plantel...
Me acabo de explicar: nunca
podremos decir que dos semillas humanas son iguales... La procedencia
será la misma, pero el emparejamiento de cuerpos y almas es una de
las loterías a las que jamás tendrá acceso nadie. Es uno de los
misterios de nuestro mundo. Y lo sabemos desde el momento en que
acunamos al segundo regalo recibido del Cielo, y a la vez pensamos:
tan igual, tan distinto al primero…
El
Arte de un Hogar, no sólo debería estar en el ambiente templado
dado a él por los padres –premisa fundamental–. Si nos lo jugamos
todo a: “A todos les he dado lo mismo”, puede ocurrir que el
abono de más, tirado encima de un hijo sobrado, sea el que
hubiésemos necesitado para el carente. Dichosos los padres con la
sabiduría de hacer tañer la cuerda adecuada en el momento idóneo
para cada uno de sus hijos. Huuu, Huuu!! ""
sobre los textos.
© Rafael Mariano Domínguez Fraile (ana casaenrama)
© Rafael Mariano Domínguez Fraile (ana casaenrama)
noviembre de 2014
DE INTERÉS ------->>> EL PORRO NO HACE NADA...
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