viernes, 21 de marzo de 2014

LA (MI) INFANCIA RECUPERADA.




                                   LA (MI) INFANCIA RECUPERADA.


 



¿Quién recuerda la vivencia anterior a la primera evocación de su mamá, de su papá, del primer día de colegio, de la primera tormenta de primavera, o de aquella invernal y gélida mañana que inauguró esa cara que no se siente? Pero no me refiero a la reminiscencia de lo previamente sucedido a esta retahíla de noveles acontecimientos, no. A lo que yo aludo, es..., a que si recordamos a nuestra Madre con anterioridad al primer recuerdo de Ella… Para explicar esta paradoja --galimatías más bien-- tendría que asistir a una clase..., a un aula de lógica..., al diván de algún psiquiatra o la barra de un bar de carretera. Lo que sí puedo atisbar es por qué fueron designados primeros recuerdos.

¿Quién tiene memoria productiva --en el sentido de generar recuerdos conscientes-- sobre las vivencias anteriores a cualquiera de las primeras evocaciones que tenemos en nuestro cofre de los tesoros? Yo no la tengo: no existe una imagen de mi padre anterior a la primera imagen de él. No recuerdo a mi madre con anterioridad al bajo fogón de leña, al barreño de cobre repleto de agua caliente con lámina de vapor, y a ella acarreándolo para bañar a sus hijos los sábados por la mañana. No... Sin embargo, los entendidos y algunos cursis aseguran que detrás de la memoria que somos capaces de traer hoy aquí, existe lo que ellos llaman el inconsciente personal, y detrás de éste hay un gran océano que es sobre el que todos nadamos y nos fundamenta.

Mi inconsciente personal tuvo el honor y el detalle de honrar, endosando a su hermana la consciencia, este recuerdo de mi madre; seguramente tuvo dónde elegir entre una sarta de posibles reminiscencias, y quiso que fuese éste el modelo. El de la foto fija.

El día marcado para la primera evocación de mi madre no estuvo --seguramente-- designado de antemano, tampoco se produjo por un determinado proceso de maduración, sino que fue fruto del trasiego y desbordamiento de una serie de sucesos con un común numerador -–pues en este caso multiplicaban--. Gestos incontables de desprendimiento diario acabaron rebosando y marcando el psiquismo de un niño. De mí. Si yo recuerdo a mi madre haciéndose cisco su espalda, es porque seguro que viví otros muchos episodios de generosidad anteriores a este. Si la primera visión de mi padre se corresponde con la de un Gigante inaccesible visto por un enanito, es porque hubo anteriores vislumbres de vastedad que engendraron a la primera consciente. Algo así..., creo yo.

Entonces, ¿cuáles fueron las imágenes conscientes que me fundaron, que me marcaron? Está claro que fueron éstas y otras...  más sutiles, menos descaradas, menos transcendentes; ¡ah!, y el bombo dando vueltas; antes bien, éste ya no es una imagen...



Al bombo lo conforman en su interior, y a modo de innumerables cápsulas, todo lo relacionado con nuestra vida, y lo que no... hasta que sí. El orondo y esférico Lotero, va dispensando cronológicamente y al tuntún píldoras del episodio tocante a vivir, y atadas a ellas su correspondiente circunstancia. Algunos piensan que cada comprimido vital y su coyuntura soldada a él, dispensados por el bombo a su antojo, nos forjan irrevocablemente de forma fatal y dejándonos sin margen. Y otros, como yo, que si bien a su albur, somos nosotros en último término los que acomodamos al Señor Hecho y a su Señora Circunstancia, dejándolos bien sentaditos y actuando --nosotros-- levantados y con ventaja. Para recibirlos de pie y sin despeinarnos necesitamos dos cosas. La primera hace referencia a la constante fortaleza necesaria para estar siempre firmes y atentos a los Señores; la segunda tiene que ver con el piano de cola de George Clooney, y la pequeña porción de potra que necesitamos para que, incluso estando alzados y con un tupé tan hermoso como el de George, no nos visiten la madame y su esposo en forma de tan descomunal instrumento de cuerda… Pelín de suerte, Ángel de la Guarda Dulce Compañía…; llamadlo vosotros como queráis. Yo, al final, creo que lo tengo muy claro.



Del cielo estrellado en una noche clara sin luna, con brisa del norte ejerciendo de escoba del firmamento, y de las escasas luces de un pueblo a mediados de los sesenta, que no molestaban a la contemplación de un niño embobado y muy extrañado; de todo esto, también tengo un nítido recuerdo. De ese fondo negro tan arrebatador, agujereado, salpicado por estrellas cincuenta, sin cuenta. De ese natural y nocturno cinemascope al raso por la patilla, ¿qué me tenía que deslumbrar con cinco o seis años, por mucho empeño que mi madre pusiera en la explicación del espectáculo, si para mí, el alfa y el omega lo tenía asido con mi manita?

¿Qué se me quedó..., qué me subyugó más..., la panorámica espectacular o el primer plano casi desapercibido de mi madre cogiéndome la mano? Las dos cosas cimentaron en el niño; sin embargo, alzó y pudo más el calor humano añadido al momento incierto que la bastedad obscura y el frío. El tintineo sin cuenta de esas estrellas colgadas, presenciadas y vistas por ojos tan precisos a esa edad, no fueron suficientes para desplazar en aquel momento, ni en la memoria tras tantísimos años, a dos manos que daban seguridad y que fueron el aval de aquella situación tan novedosa como desconcertante. Si lo que más perdura de mis padres en mis recuerdos son sus manos, es porque ellas siempre fueron la expresión material..., corporal, de sus grandísimas almas.

El candor de la palma materna --no sentido entonces como desmesurado-- ante tan imponente espectáculo, me indicó, sin ser todavía consciente de ello, el rumbo hacia puertos seguros y abrigados..., los cuales susurraban libres de cantos de sirenas. Y comencé a intuir que cuando nos acoquinamos ante cuadro tan salvaje, virgen y bello, como el de una noche fría y estrellada, o incluso en el polo contrario, el tan desasosegante lienzo del hachazo de la muerte, es indispensable encontrar el calor humano. En esta etapa inicial, el de la madre; en otras, el de las personas que toca…, que tocan la mano, todo nuestro cuerpo, la esencia de nuestro espíritu.


El Show del hemisférico nocturno y del parque temático agreste diurno, cuarenta y tantos años antes de tanta parafernalia tecnológica, repetido en muchas ocasiones, hizo brotar y desarrollar en mí la certeza de que esa cosmogonía atroz, fría y bellísima, había tenido un origen y desarrollo únicos, lineales; y con un solo objetivo: revolverlo todo, volver a revolver lo ya revuelto, y una vez lo basto decantado, asistir al circo multipista: de las estrellas que cuelgan sin alcayatas ni chinchetas; de las cucarachas que acicalan sus élitros, eligen nuestro lavadero y no tienen ni puta idea de por qué hacen una cosa ni la otra; de los lémures de Madagascar haciendo de Cristóbal Colón en el interior de viejos troncos desde las vecinas playas africanas, dejándonos vía libre a este lado de la orilla para poder acabar pensando esto mismo sobre ellos --¡salud! Primos aye aye--; y ¡Señoras y Señores!, ¡en la pista central!, ¡simultáneamente!, ¡dirigiendo y dando sentido al espectáculo!... ¡Yo!, ¡mi conSciencia!, ¡el centro del mundo!, ¡el depositario de un granito de la semilla divina!





Este rarísimo grano que fui yo, que soy yo, ¿en qué tipo de terreno caería?...




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Ha entrado con vía libre desde la cancela de la calle Licenciado Manuel Calderón Oviedo al jardín, lo ha cruzado, ha rebasado el portillo que da al patio de albero, del pozo y del limón; y por fin ha llamado con los nudillos a la puerta de madera y cristales que accede a la cocina. Se ha quedado sin subir al escalón, pero aprovechando éste para descansar la cántara de zinc.


  • Buenos días, señora ¿Cuánto va a ser?
  • Cuatro litros Manolita, que voy a hacer croquetas y arroz con leche.

Mientras la lechera se ha encasquetado el culo de la cántara en su cadera, para despachar con el medidor sobre la cacerola de aluminio que sujeta mi madre con sus bellas manos, yo desayuno mis dos tostadas con la mantequilla hecha --a su vez-- con la nata de otras leches hervidas, y retirada con tan afanosas manos como las que en este momento pagan ya a Manolita.

  • Hasta mañana, señora, ¡adiós, Lalito…, lucero hermoso!
  • ¡Niño, dile adiós a Manolita!
  • ¡Adiós, adiós, Aolita!
  • Aolita, Aolita, ¡Te voy a dar yo Aolita!, ¡anda!, acábate el Colacao, que llegas tarde al colegio -me ha terminado espetando mi madre.

Después del intrépido ascenso al taburete, de haber dado buena cuenta de mis dos tostadas con la mantequilla del taco que suda sin hacer calor, y de acabado hasta la última gota del casi medio litro de leche que me atizaba mi madre, con el cacao soluble comprado --al peso sobre papel de estraza-- una de las tardes anteriores en la tienda de Frasquita; a continuación de todo esto, emprendía la bajada..., el temerario descenso. El momento clave era cuando con la puntera de Los Gorilas --esta vez sin pelotita, mecachis, ¡qué pena!-- notabas mundo firme bajo tus pies.

¡A correr se ha dicho!: Cocina, atrás; salita de la costura, superada; comedor, <<¡te quiero!>>…, bueno, ya no tanto; recibidor --pieza del espacio tiempo donde aparecen mágicamente los seres que no habían sido creados hasta presentarse allí--, <<¡espérame, que ahora vuelvo!>>; primer e inútil tramo de la escalera, <<¡uf!, acabado>>… ¡Alto, alto, Lalito!

El descansillo del rellano... Su ventana rectangular, vertical y alargada, rematada allí en todo lo alto por un arco de medio punto, acristalada toda ella en cuarterones, requiere mi atención. Su visillo verde --de algodón, tableado-- zumba; y mi dedo ejecutor hace las veces de garrote vil contra los infortunados dípteros, con la inocencia del niño al que no se le ha inculcado, ni dicho todavía, que no se matan moscas porque sí, por las buenas de Dios o por el gusto de oírlas crujir contra el vidrio y tras la cortina. Esta crueldad se fijó en mí como la gamberrada lúdica e inconsciente del cachorro de mamífero que fui. Es como si en los pueblos del mundo entero la chavalería fuese instruida desde muy temprano en una relación poco melindrosa con los animales. La lista de todos los invertebrados del Sur de la Península --y casi la totalidad de los vertebrados menores-- me la conozco al dedillo. Y aún existe entre su martirologio carteles con el “se busca” y mi foto. Y es que yo fui durante una buena temporada --dos o tres primaveras al menos-- el diseccionador oficial del Reino. A veces pienso que la gente del campo criada entre tan poco remilgo hacia los primeros escalafones de la vida, con el paso de los años se hacen más miradas con éstos que el resto de los mortales; y más y más, conforme subimos en el orden de las especies. Y parece, como que habiendo visto latir a tan temprana edad el corazón de una rana abierta en canal, nuestros corazones ya maduros, en una especie de acto de contrición y cumplimiento de la penitencia, se volcaran para siempre y se hiciesen sensibles de forma productiva con nuestros parientes lejanos. Si no, ¿cómo se explican?: los matices que hoy adivino en las facetas de la mirada de un saltamontes --cigarrón en mi tierra--; el ser un hombre “maldito” a un perro y a un pájaro pegado; el mal fario que cada día más me da el meterme entre pecho y espalda cualquier mamífero de la gama; en definitiva, mandar a mi mujer a paseo cuando me implora “ponerle chanclas” a las pobres cucarachas. Sólo conservo de aquella época --en este sentido, en este asunto-- el buen consejo del amigo Fernando: "no duermas nunca en una habitación con un mosquito, menos aún con mosquitos; no te preocupes de la mosca, ella necesita como mínimo la lamparita de la mesilla de noche para trabajar…".

Desde aquella atalaya que era el entresuelo del descansillo de la escalera, yo observaba todos los días --cuando aún somnoliento bajaba raudo a la cocina, al olor de lo que recompondría mi tierno cuerpo a tan temprana hora--, si la jornada iba a ser de botas de agua o no; de rebeca o sólo babi encima de la camisa; y lo más importante: si la caza de la mosca, a la vuelta del desayuno, sería copiosa o rácana. A menudo disfruto pensando que más me ayudó el conteo de la díptera ganadería... que los pajoleros cuadernillos de Rubio.

El rellano, tras las tostadas con mantequilla, era el punto donde yo recalaba para hacer --aparte de Robespierre de las moscas-- una proyección sobre el día que comenzaba; y era capaz de verme jugar a la caída de la tarde en la Plaza con mis amigos, después de haber pasado el día en Santa Isabel. El último tramo de la escalera, que me trasladaba al distribuidor de los dormitorios, era el que me iba haciendo aterrizar al mundo de lo rutinario pero esta vez en versión de mayores. Me daba paso a la pista de aquella parte de lo cotidiano, que si bien no te fastidiaba abiertamente, al menos te hacía preguntar si era necesario todo lo que a continuación seguía, y el porqué de ciertas discriminaciones, que en aquellos días se traducían de forma simple en: ¿Por qué yo sí, y Ella no? ¿Mmnn?

Las hojas de los antiguos postigos mal encajadas, hacían las veces de las rendijas entre lamas de las modernas persianas no acabadas de echar del todo. Aquellas furtivas flechas de luz, atinando a la cuna de esa pequeña marmota que era Ana María, me indicaban, entonces, que tener cuatro o cinco años era muchísimo más ventajoso que estar en camino de hacer los siete; y que mientras la de la cabeza, ojos y pestañas rizadas, abrazaba su almohada casi de muñeca, el de los gorilas, y sin perder más tiempo, tenía que agarrar la maleta con el plumier de madera de dos pisos, El Pájaro Verde y el pajolero cuadernito de tapas cursi de Rubio.

Lo último que sentía antes de salir de casa eran las púas del peine sobre mi cabeza y la mano amable de mi madre bendiciéndome con el agua de colonia a granel.

El recuerdo y la imagen que tengo grabados tanto de la ida como de la vuelta del colegio son únicos y nítidos, en el sentido de que no soy capaz de traer hoy aquí otro ir y venir diferente de casa a Santa Isabel de Hungría. Es como si ese día, interiorizado, hubiese borrado todas las restantes idas y venidas al colegio. No existen inclemencias del tiempo en ninguna de las dos; hay campanillos enormes azul-morado salpicando los setos de transparente, y un niño alargando su brazo, arrancándolos y chupando --sólo libaban las abejas cursis-- su néctar. Calles principales adoquinadas y callejones empedrados con chinotes y cantos rodados que hacen la ruta la mar de entretenida. Vacas tan sagradas para los vaqueros como las de la India, mugiendo a mi paso por los corrales del pueblo; vacas orinando con tanta fuerza y con tanta alegría como no lo habríamos hecho nunca toda la chavalería en comandita. Latas en medio del empedrado, esperando no más de cinco puntapiés seguidos del impecable “gorila”, el cual brilla a base de pasarle un trocito de tomate, alguna salivita que otra y un brioso cepillado de quién si no…, de mi Madre.

  • ¡Niño que es muy temprano; no le des patás a la lata que trae mala pata!

La vuelta a casa --también única--; como si todos los retornos hubiesen sido en Sábados pasada la hora del Ángelus. Después de estar un ratito por la mañana en clase, y descubrir las tizas de colores, con el pasaje del evangelio correspondiente a la catequesis dibujado en la pizarra, salíamos en estampida con los babis abotonados sólo al cuello a modo de capas. Antes, Sor María Aránzazu, había dispensado sobre los cuadernos de caligrafía “diplomas” para dejar, o no, el infantil lapicero y comenzar con el adulto boli Bic.

Sor María Aránzazu fue la monja que cinceló la imagen que hoy tengo de todas las monjas del mundo. Esta vasca alegre y risueña, con gafas de pico de la época, nos daba el punto de seguridad maternal allí en el colegio. Acercarse a ella, oler su hábito y envolverte todo es un recuerdo que me llega hoy tan reparador como cierto. Monjas aquellas de humanos intramuros, y no de grotescos y Santos extramuros...

Los patios porticados me han perseguido a lo largo de la vida. Después de mucho observarlos, puedes deducir que tienen vocación de matriz, acogiendo a los que los fundamentan. Junto con las plazas, son alegorías y expresiones de nuestra querencia de transitar en torno a nuestros congéneres. Son el escalafón siguiente al salón de nuestros hogares; allí donde nos recreamos --en un marco acogedor como referencia-- con la idea de que no estamos solos; a la que ayuda el hecho de vernos deambular al lado y en compañía de numerosos espejos con patas donde mirarnos... Si acudes a los patios desde lugares abiertos y desabrigados, la sensación que tienes al entrar es de final de etapa..., de abrazo de arquitectura, de hall de la hospitalidad.

La galería porticada es un sendero abierto en un mundo aparentemente cerrado y cuadrangular. Solazarse en ella paseando puede llegar a tanto como hacerlo en la más basta bajamar de Doñana. Sus corredores pisados mil veces siempre nos dejan la oportunidad de asomarnos, de asombrarnos a la vuelta de la esquina. Los arcos y pilares conformando la galería, alimentan nuestro gusto por lo más recogido, en contrapunto a lo más abierto y disperso del patio; éste, sacia cualquier anhelo por lo despejado, sin renunciar a los límites conocidos. La prueba de que todo esto es así, viene rubricada por la comezón que nos provoca el sólo hecho de imaginar un salón, una plaza o un patio, abandonados a la más absoluta soledad para siempre...

Cuando con cinco años entré por primera vez al Patio de Santa Isabel debió parecerme algo tremendo y espectacular. Patio en realidad recoleto y muy recogido, que encaja a la perfección en el convento de clausura que allá por el siglo XVII el colegio fue. Todo solado con ladrillo embastado, que criaba verdina en las esquinas umbrías. Su antigua fuente central, de diámetro y altura del pilón desahogados, era sostenida y realzada por un ruedo de ladrillos ligeramente entarimado; y su surtidor siempre blandamente vivo.



                        Santa Isabel de Hungría, Marchena (Sevilla) ESPAÑA.

El humilde zócalo pintado de la galería, hacía luces a las puertas de las clases, a los accesos de los recreos y a la capillita lateral de la preciosa Iglesia del Colegio, donde yo con apenas uso de razón, y presenciando el monumental retablo mayor, hice mi Primera Comunión.

Fue patio de infantil muchedumbre durante imposibles recreos en otros más abiertos, debido a las tormentas primaverales, que al principio me asustaban y hacían refugiar entre los paraguas abandonados y abiertos en las esquinas de la galería; mientras truenos y niños triscaban por separado. Quizá un año más tarde, estas mismas tronadas se harían mis aliadas..., por motivos que más adelante relataré.

Recuerdo, además, un humilde Patio de convento, salpicado de naranjos tan infantiles como yo; con alcorques casi circulares y sus artesanos y bastos bordillos pintados en albero. Patio de sencillas columnas sin basamento y numerosos arcos de medio punto. Nada de atrios abovedados ni arquerías fajonas. Sin poyo de separación entre el mundo de la Galería --interno, circular, recatado, sombrío y predecible-- y el Patio, marcado, éste, por su carácter externo y básicamente luminoso..., incendiado; en el que reinaban el chapoteo del surtidor de la fuente, el verde saturado de los agrios naranjos y el raso y celestón cielo, que anunciaba otras posibilidades fuera del claustro.

Y todo este conjunto de patio y galería servía para cimentar una primera planta que no era diáfana y con arcada como la de abajo, sino que estaba tabicada, blanqueada y salpicada por ventanales verticales rematados en medio arco que tan familiares me eran. Este tipo de cerramiento también debió ser legado de aquel convento de clausura.


La expectación y la ausencia de indiferencia ante la llegada de una tormenta en primavera me vienen dadas de aquellos años. Resultaba que, con la cercanía del final de curso allá por los meses de abril o mayo, mis padres consideraban que lo ideal para reforzar esta etapa, e incluso pensando en el año siguiente, era que viniese a Casa una estudiante a darme clases particulares. La espera a la diablesa de los números la hacía en la plazoleta jugando con los amigos y merendando lo que sería la antesala del pan con Nocilla, que no era sino el medio bollo de pan con La Campana de Elgorriaga. Si la ración no había sido suficiente, nos esperaban las acacias de la Calle Compañía, bueno ellas no, sus flores en racimos. Hace cuarenta y tantos años, un grupo de mocosos no hacía aun degustaciones mediáticas de las inflorescencias de la robinia pseudoacacia, pero sí saciaba el gusanillo por lo excéntrico y lo desconocido, dándose un hartazón de aquellas flores tiernas de pan y quesillo. Nadie nos explicó, entonces, que aquellas acacias eran falsas, pero que sí era verdadero... que flores, ramas y troncos de las adelfas, eran venenosos del copón. En aquellos días las granjas escuelas no estaban a cientos de kilómetros de ningún sitio, se encontraban allí mismo, cada mañana, cada tarde, cada noche... Era un auténtico espectáculo natural sin cartón piedra ni tiques por internet.

Ya de mayor, cada vez que veo estos árboles añosos regalarnos en abril y mayo sus racimos, intento hacer un brindis alargando mi brazo, cogiendo un ramito y comiéndolo en un acto de comunión con mis recuerdos, con aquellos que casi sus nombres he olvidado pero que me aliviaban e intercalaban emoción durante el rato previo a la llegada de la diablesa emplumada.

Fueron las imprevistas tormentas a la caída de las tardes primaverales las que yo acabé esperando como agua de mayo, pues como quisiera que alguna de aquéllas agarrase bien, la meliflua y novata profesora no aparecía por el comedor de casa. ¡Fantástico!

Elegir el Comedor como concienzuda aula doméstica no fue la decisión más acertada para abrirme el coco al mundo de las matemáticas. Él, era un gran desconocido para mí, pues los hermanos hacíamos todas las comidas en la mesa de la cocina, además de que veía cómo se profanaba el lugar donde mi madre nos montaba el Belén todas las Navidades. En este Cuarto todo me resultaba muy extraño, lo que suponía tener que hacer un esfuerzo extra para poder fijarme y concentrarme en un espacio que se me antojaba, en primer lugar, como el desfiladero que durante mis correrías me dejaba transitar de un sitio a otro de la Casa, y, en segundo lugar, como la pieza que mágicamente transformada --y utilizando en el rincón más cercano al ventanal la mesa que precisamente ahora me torturaba--, servía para montar aquel Mundo Mágico que por unos días aparecía con la llegada de los fríos y de la copa de cisco preñada de castañas.

Las figuras saliendo envueltas en papel de periódico; los corchos, que debidamente ingeniados por la arquitectura de mi madre se convertían en Portal, cuevas y montañas de Palestina, y linde sobre los bordes de la mesa, entre un mundo ficticio de espectadores y otro real y palpable de figuras de barro; las luces y campanitas intermitentes que salían en ristras de sus cajitas, con aquel olor tan peculiar que sus cables y plásticos nos regalaban; el serrín de la carpintería de la calle San Sebastián; la verdina rebañada por las manos de mi madre bajo tapias umbrías; el río embalsado bajo el puente..., con papel de plata y cristal… Contra toda esta Potestad y este vívido y reciente recuerdo pretendían combatir mis padres, una profesora que no era Sor María Aránzazu y un cuadernito fino de tapas cursis y contenido demoledor. <<¡¡Rubio!!, tú me traicionaste, ¡joder!>> Me prometías en tus portadas un mundo idílico y feliz que luego no se correspondía en nada con lo que en tus tripas se cocía. ¿Cómo me hiciste aquello, tío!



Y para colmo los gritos y la alegría de mis amigos en la plazoleta, algún trueno y chubasco con media hora de retraso, y la esporádica-espontánea de turno: la niña de la cabeza, los ojos y las pestañas rizadas queriendo trabajar...; y la maestra medio embobada diciéndole: <<- No Anuska, no, esto es sólo para tu hermano. Tú, dibuja, mi amor..., tú..., sólo dibuja>>.

Yo aprendí a sumar ejerciendo de afanado verdugo de moscas tras el visillo de la ventana del rellano. Si la primavera estaba avanzada y contaba más de diez, nunca me había llevado una; todas se habían quedado allí maltrechas. Entonces, por qué esta Señora se empeñaba en que siete más tres diez y me llevo una. ¿Adónde me la llevo?...; allá arriba, encima de esa fila y columna interminables de números. Yo no entiendo nada. Y de esta guisa todo.

Si al bajar a desayunar había contado --por un poner-- moscas once, y al subir por la maleta, y tras brutal y desigual desafío quedaban ocho maltrechas, yo sabía que al día siguiente, con suerte, podría contar con al menos tres contrincantes. Pero esta Señora continuaba complicándome la vida haciéndome ¡¡llevar otra!!, y esta vez a la fila de abajo… Lo de multiplicar y dividir no os lo quiero ni contar..., porque ahí hubieron lágrimas de por medio. ¡Un desastre, un auténtico desastre!



Si el repajolero Rubio quería repartir diez caramelos entre cinco niños, ¿por qué no me lo explicaron haciéndome ver las veces que se podían restar cinco de diez?... <<¡Señora!, que dividir es restar muchas veces; ¡así de simple!>> Una vez me hubieran hecho comprender el concepto..., la abstracción --quizás un poco precipitada para una mente más puesta en una plazoleta que en la mecánica y los truquitos de las filas interminables de números--... la abstracción, entonces, la habría masticado mejor, y hubiese visto con ojos más cándidos aquel cinco medio encerrado y castigado en esa especie de casita que yo no veía por mundo Dios, y que era parte de lo que ellos llamaban ¡¡División!!

¡Cuánto tiempo estuve esperando que de una caja blanca de plástico, con la cruz roja en relieve, donde mi madre guardaba el algodón, saliera más, más y más y más!... ¡Cuántas veces esperando al tren junto a la señal del paso a nivel sin barreras, para que se multiplicase todo lo que por allí circulaba!... Todavía hoy, cuando en primavera oigo tronar, miro al cielo color panza de burra y sé que algo muy bueno puede ocurrir.

Si en una balanza de platillos tuviese que poner hoy todos los recuerdos de mi primera infancia, podría apartar a un lado aquellos relacionados directamente o de algún modo con el mundo lúdico y trascendente, y al otro costado del fiel quedarían el resto, intentando apiñarse, para ver si esforzándose y empujando lograban al menos equilibrar el conjunto.

De la monomanía de madre e hijo por madrugar incluso los domingos y fiestas de guardar, queda el vislumbre --apuntando el día-- de salidas casi furtivas, para no desvelar al resto de la casa, hacia la misa más matutina de San Sebastián. Allí, una mujer ya sin velo desde hacía muy pocos años, desvela a su mocoso hijo cosas ininteligibles para él; y alimenta su psiquismo con amores, confianzas y amistades alternativas y tan férreas como las procuradas por ella. Salir de misa y encaminarnos a la confitería del Tío Pepito a por las tortas de manteca --de hojaldre-- para desayunar todos, servía de colofón, además de aprendizaje..., de que lo divino y lo humano iban a menudo de la mano.

No me quiere desvelar mi memoria otro acontecimiento, otra fiesta, a la que los invitados acudieran con tanta alegría como a mi Primera Comunión. Podría matizar esta actitud un poco más; afirmando que fueron tiempos en los que a una celebración de este tipo no se asistía con el placer dispensado de antemano por El Corte Inglés; más bien, una persona invitada llegaba sin una motivación exagerada, y era poco a poco invadida por la alegría de los más allegados, de la familia del celebrante y del acto en sí. Aquel tan lejano y luminoso domingo de mayo, mi Tío Pepe y mi Tía 
Carmen podrían haber estado trabajando y embarcados en el Cabo de Hornos o en el de San Roque, pero no lo estuvieron, porque tenían una cita con el chocolate con churros en el patio del limón y del pozo; donde la vela desplegada no recogía el viento, sino ese sol que, aunque matutino, ya se encorajinaba durante esos días.


Y los recuerdos más recurrentes; y lo que siempre acaba descabalgando a todo lo demás, sin saber muy bien por qué..., o quizá sí, es La Navidad…


Si con seis añitos te han probado varios pantalones hasta que una voz experta finiquita la tarea, administrando su pericia y afirmando que los de goma espuma azul marino son los más indicados porque están casi para tirar, y que parcheándolos harían los pantalones pintiparados de un pastorcito de Belén; si el sombrerito de paja, que para dar con él se ha hecho esperar hasta última hora, no sabiéndose si el niño iría tocado en la cabeza o tocado del ala por no irlo de la testa; si el gusto por las camisas de franela a cuadros perdura aunque tu mujer te repita hasta hacerte sonreír... que de esa guisa ella no va contigo ni a recoger una herencia; si siendo pastorcillo en el Belén de Santa Isabel, justo antes que el fotógrafo gritara gratuitamente a un grupo infantil estatuario: <<¡Niños, quietos por favor!>>; si hay alguien a quien todo lo anterior, o circunstancias análogas vividas, aún le remueve la emoción, se hará cargo entonces de que la semilla de la Navidad fuese abriéndose camino en una tierra joven, fértil y con tempero para arraigar. Y si la representación fue sobre una tarima colocada en una de las cuatro esquinas de la galería porticada de mi primer colegio..., entonces, soy yo el que debe explicar algo más detalladamente la Navidad, mi Navidad.

Me imagino que el Maestro Chesterton se referiría también a situaciones como ésta cuando nos cautiva diciendo: “Una religión no es la iglesia a la que uno va, sino el universo en el que uno vive.” La Navidad es…, fue un Mundo donde todo me cuadró. El círculo se cerró, y en el coso se cocieron cosas que fundaron, que fundamentaron. Pretendían explicarme la santidad de Madre e Hijo, y yo simultáneamente lo traducía y lo asimilaba de forma instantánea, viéndonos a mi madre y a mí. Me hablaron de épocas de frío, de Dioses Padres y Dioses Hijos, de Cuevas sagradas con ganado; y yo con bufanda y guantes de lana iba acomodando las representaciones y las ideas a mi vivo imaginario. Y en mi todavía corta existencia, no notaba grandes chirridos entre el mensaje que me llegaba y la experiencia vivida bajo el tejado de mi Casa.

Hoy me recreo imaginando desde la esquina opuesta del comedor un hogar que ya nunca volverá... Y veo a hurtadillas a aquellos niños hipnotizados con luces intermitentes y vapores de serrín. Hoy penetro en el lógico y lento discurrir de las cosas, de los aconteceres; y disfruto con el doble y simultáneo milagro del Niño nacido Dios --con un mensaje revolucionario bajo el brazo-- y de La Estrella que corrobora asimismo su divinidad..., no cayendo sobre La Cabeza de la cristiandad.

Mirando hoy El Portal, me explico por qué en occidente (no hay)..., no había apenas ateos en las trincheras, y por qué éstos, ni tan siquiera en lo más rabioso del nihilismo, no han sido capaces de demoler iglesias de forma fría y calculada; sintiéndose sólamente embriagados gallitos contra indefensas personas y símbolos ligeros; pero lo que es la mole, el universo, el edificio…, lo más, sólo quemarlos o arañarlos como histéricos. La Semilla es profunda; el Símbolo incrustado les apabulla. Siempre les asalta la imagen sagrada de una madre y su hijo; un hombre crucificado injustamente tal vez como ellos. Respetan en lo más hondo de sus almas a la madre, a su hijo recién nacido y luego crucificado, al universo de piedra y ladrillo que los rodea, y que no es otro que el Templo que los sobrepasa..., que los supera. Y sólo como infantes enrabietados tirando lo que hay encima de la mesa, ellos patalean queriendo romper y quemar todo lo que a mano encuentran. Pero si han conocido el calor del pecho de su amada madre, el candor de su mano, y han asimilado el estrépito silencioso de las estrellas que no se caen sobre sus cabezas, entonces, en occidente seguirá brillando y reinando la opción más revolucionaria que jamás saldrá de nuestras almas: la divinidad del hombre.

Recordándome arreguinchado sobre los corchos que hacían de linde entre el universo del Belén y lo demás que poco importaba, veo ahora con estos ojos miopes en la frontera del medio siglo, que todo el espectáculo y la parafernalia pergeñada y montada por mi madre fundó en sus hijos un mundo con la esperanza cimentada en una religión, donde la Fuerza Suprema y Todopoderosa se había encarnado en un Niño como nosotros hacía 196… años.

Allí, en esa mesa de comedor arrinconada nacieron mi optimismo y mi alegría con fundamento que siguen rigiendo mi vida; y entre tantas casas del pueblo, mi abrigado hogar acogía y celebraba la Sagrada Familia en ese Establo desvencijado; y ahora, en este preciso instante, creo entender mi manía por envolver las cosas de mediano valor para arriba entre dos o tres bolsas consecutivas; y me gusta recrearme con la siguiente visión, como si en una especie de juego de muñecas rusas estuviese inmerso el discurrir de todo lo que sucede en Navidad..., hasta llegar a la célula Madre... Me topo con la primera muñeca, y tengo una visión aérea y general del Pueblo, con la totalidad de sus casas defendidas por las torres de sus Iglesias; abro la segunda muñeca, y surcando un raso y enlucernado cielo nocturno, me adentro por el soberao de mi casa; y al final, abriendo la tercera, veo a unos niños --delante de la más bella paradoja chestertoniana que jamás podrá ser enunciada: “que las manos que habían hecho el sol y las estrellas eran demasiado pequeñas para alcanzar a tocar las enormes cabezas de los animales”--... veo a unos niños que sólo quieren que sus padres dejen el comedor a media luz y les enchufen las intermitencias de luces y campanitas..., las cuales les hacen mirar en cada destello: una vez al Portal, otra a sus padres, una vez al Portal, otra a sus padres…





En Mayo, el “Venid y vamos todos con flores a María…” que cantábamos la chavalería en procesión por los patios del colegio, armonizaba con todo lo que por entonces podía imaginar que fuese de mi agrado. Se extendía a Santa Isabel lo que nosotros por las tardes ya hacíamos en la plazoleta con cajas de refrescos o de cervezas, vacías y de madera, que por entonces aún lo eran. Al Altarito en cuestión le daba vida la mencionada caja con el culo hacia arriba, el cual, haciendo como su diminutivo nombre indicaba, de pequeño Ara, sostenía: cuatro velas en sus esquinas; el suelo alfombrado por pétalos de lo que buenamente nos echáramos a la cara, casi siempre de rosas; y en el centro y coronando con colmo si se podía, si no al ras como el resto del conjunto: una Estampita o una Cruz improvisada, o una Imagen prestada por alguna de nuestras madres. La colecta durante la comitiva de los alevines cofrades iba siempre a cargo de alguna niña; y no me preguntéis por qué...

Procesión de la Virgen por los luminosos patios del colegio, no me acuerdo bien si por las mañanas o por las tardes, con el consiguiente receso o cese definitivo de las clases diarias; Altaritos por las tardes-noches, y posterior dispendio con botellas de La Casera compradas en Casa Frasquita, con la cuestación de la niña zalamera...; y con triquitraques que nos bautizaban con fuego y ruido; tiempo ya asentado, buen tiempo; olores y texturas para la eternidad; rumores de que el final de curso estaba muy cercano. ¿Qué más se podía pedir?...

Todo lo demás son retales sueltos; algunos habrán quedado ahí para advertirme sobre algo a lo largo de mi vida, otros estarán adornando como farolillos y guirnaldas mi memoria, mis candorosos recuerdos... No sé.

Estás Tú, Ana María; ahí sentada en un sillón del comedor sacado al soleado jardín. Yo llego del colegio al mediodía, abro la cancela de la calle al jardín, y la de la cabeza, ojos y pestañas rizadas me saluda a su manera. Ojos engurruñados para filtrar la luz precisa y descifrar la figura de tu hermano, que se ha colocado delante de ti. Sonrisa ladeada, cauta, socarrona; algo tenías ahí en la comisura derecha de tus labios, como una especie de aduana que gestionaba el tránsito de tus emociones; a veces daba luz verde para abrir la barrera a la risa abierta, otras restringía y administraba la emoción con un simple fruncido de tu boca. Los gestos y, sobre todo, las muecas con la boca, del pavo de Bruce Willis, me siguen recordando muchísimo a ti, Hermana.



Y está la lambretta de papá, alargada, inmensa como la imagen del dueño; con su rueda de repuesto tras mi culo. Culo que soporta un tronquito por hacer, que se agarra al Roble enfundado en un tres cuartos de cuero negro, el cual desaparece al ver su dueño día tras día al tractorista de la Cooperativa arrecío de frío y regalárselo. ¡Ea!, ya no hay tres cuartos de cuero. Ahí va Pedro..., calentito y agradecido de por vida...“Siempre tuviste un exagerado sentido de la gratitud por la menor amabilidad. Era una especie de sentimiento de inseguridad, aunque no se por qué tenías que sentirte inseguro conmigo y con tu padre… Una vez le regalaste a alguien de la escuela una hermosa estilográfica, porque te había dado un buñuelo relleno de chocolate”... El por qué, esta parrafada medio perdida de Graham Greene me impactó durante la ligera lectura que el inglés se merece, es algo que intuyo... Siempre me ha hecho recordar un montón a mi padre, a mi hijo y, cómo no..., a mí mismo. Y me da al menos que pensar..., que quien sancionó que el carácter nunca se hereda sino que se imita, estuvo ese día Cumbrísimo...


Y están ahí el Panadero y el Cisquero con sus respectivas caballerías. Intermedia, la de los cerones repletos de vienas, bollos, medias, pistolas y hogazas de pan amasao; cobijados todos los chuscos bajo un enorme e impoluto paño de algodón. Menor, la porteadora del calor negro. Seguramente fueron el último mulo y el último burro que repartieron Pan y Calor por todo el Pueblo, y yo no me lo perdí; y ahí ha quedado.

Y está Don Jesús el Practicante con su “Kit” en absoluto desechable. Quizás en contrapunto a los bellos y positivos fuegos, como son...: el fogón a media altura en el patio del pozo y del limón; la cocina-infiernillo de sobremesa, lacada en blanco, de dos fuegos, de butano --donde se cocían mejores cosas que las que trajinaba Don Jesús en este preciso momento...; manipulando con su tapita ovalada, su jeringa de cristal y su aguja, incendiadas todas en alcohol--; la catalítica Súper-Ser y su curiosa lámina de fuego amable, dando calor allá arriba en el distribuidor de las habitaciones, y dejándome esconder en su abrigada y hueca panza cuando su bombona daba de mano al llegar el buen tiempo; las velas de los altaritos; los cirios de las Iglesias; los triquitraques…


Y a propósito de Don Jesús... Está esa tarde fría de invierno... La mesa camilla del cuarto costura vestida de largo; su corazón latente y atento a que se le reanime con un soplido contenido. La copa de cisco infunde rabioso ánimo de cintura para abajo; y son los que la circundan los que administran el calor dando capotazos con la falda de la mesa. Así, así era el termostato de la época… Alrededor, unos niños discuten sobre a quién le toca pegar la siguiente estampita en el álbum de Maga. Se pintarrajean la nariz y la cara, y terminarán derramando el engrudo de agua y harina, a modo de cola casera, que les dejó preparado al mediodía Carmelita La Mata.


                   Carmelita La Mata, Carmelita La Mata…


  • Mamá, ¿quién era Carmelita La Mata?
  • Era una mujer conocida de toda la vida. Siendo yo muy niña, y viviendo aún  en El Parque, ya la recuerdo como una mujer hecha y derecha. Vivió siempre cerca de la Plaza Arriba; y todo lo vieja y astrosa que vosotros la conocisteis, no tiene nada que ver con la guapa mujerona que de joven fue.
  • ¿Y por qué la recuerdo entrando y saliendo de casa a saltos, de forma esporádica?...
  • Porque ella solamente acudía temprano a casa si le encargaba de la plaza un pollo, al que degollaba, escaldaba, desplumaba, limpiaba y trinchaba en el patio.
  • ¿Y su aspecto…, y su olor, mamá?
  • A ti lo que te choca es el recuerdo vago de una mujer vieja ya, siempre vestida de negro, con muchas arrugas en su rostro; y quizá se te haya quedado ahí grabado el susto que siempre a mis espaldas os intentaba dar, cuando coincidíais con ella en el zaguán…, al pie de la escalera.
  • Eso no me suena, mamá.
  • ¡Ya!. Lo tienes como olvidado, pero os susurraba en el recibidor... que allá arriba había una bruja. Y tú relacionarías la bruja de arriba con la que en esos momentos te echabas a la cara; y encima tu memoria lo borró, y el recuerdo desde algún lado camuflado habrá hecho de las suyas… Le tendría que haber reñido yo más a Carmelita La Mata.
  • ¡Ya! Y lo del olor…
  • El olor, el olor…, eso sería el copazo de Anís Metro. Ella me hacía los mandaos, me iba a la plaza. ¡Cómo le gustaba traer sardinas arenques y machacarlas en los quicios de las puertas! Algo le apoquinaría yo…, no me acuerdo; pero básicamente se sentía agradecida y pagada con un vaso del mejor anís del mundo a media mañana, y con que le guardase las pocas latas que en aquellos años se gastaban, pues ella las llevaba al hojalatero y le hacía cantaritas y cosas así. Ella se trajinaba un copazo, pero yo, raro era el día que no le acompañaba con un vasito. Menos mal que tuvimos que salir del pueblo, si no, no sé, no sé… Es que estaba tan bueno el anís de Antonio Metro…
  • ¡Leche! ¡Cómo eres, mamá!
  • Y de Encarnita la costurera ¿No te acuerdas?
  • Algo sí, mamaita. De ir nosotros a su casa, con el cubo de la basura forrado con papel de periódico.
  • Cuando iba a probarme, le llevábamos los desperdicios al cerdo que engordaba en su corral. ¡Hay que ver esos animales!, se lo comían todo; si algún cubierto por despiste iba al cubo y de ahí a la cochiquera, Encarnita me lo traía de vuelta, pasado por las tripitas y todo, no te creas…
  • El corral tenía un pozo pequeñito en medio, con su brocal blanqueado, su polea y su cubo, ¿verdad mamá?
  • Sí que te acuerdas, sí. Cuando ella venía a casa a coser en la máquina, siempre me preguntaba si había hecho gazpacho, y cómo lo hacía. <<– Ya te lo he dicho muchas veces Encarnita: mucho pan, mucho tomate y mucho aceite; y de lo demás poquito, ¡leñe!>>



Y está la fábrica de hielo al principio de Licenciado Manuel Calderón. Y yo, con la canícula esa que poco tenía que envidiar a la de Écija, yendo a encargar una barra, mientras salto de sombra en sombra de los juveniles naranjos agrios que ondean en sus alcorques. Recompuesto de mi ceguera pasajera y hecho a la penumbra del umbrío local, me hipnotiza la gran polea al descubierto del compresor, y su correa bastante deshilachada me llena de cuidado. No sé quién me ha dicho que si se rompe se parará el mundo; sin duda debe ser el mismo soplagaitas que aseguraba que el botellín de Coca Cola había que taparlo con la palma de la mano cuando pasásemos por una señal de alta tensión, sí no, la canina se nos metería dentro y nos fulminaría... A la vuelta, y ya de nuevo en casa, se me habrá adelantado el muchacho forzudo que --porteando sobre su hombro, y protegido con un saco de esparto o de arpillera-- habría, seguro, picado ya a martillazo limpio la mitad de la barra de hielo en el interior del barreño de zinc.


Y está el Kelvinator 1963 dándole una fría patada al barreño de zinc. Estuvo enfriando nuestras vidas casi cuarenta años. ¡Qué tío más machote este Kelvinator!


Y las bicis prestadas por Isabel y Marisa Castillo. Y la apremiante necesidad de instruirse muy rápido. Coger el turno de montar, tocarte, darle una pedalada larga cuesta abajo y sin llegar al sillín, y…, ya está. <<¡El siguiente por favor!>> Más valía cogerle el tranquillo rápidamente. ¿No...?


Y el Planelles, El Cine Planelles, con su sempiterna banda sonora de pipas crujiendo y papelitos de sugus y pictolín. Allí se cimentó la fortuna de todos los dentistas del mundo al grito de: <<¡coman chucherías por favor!>>... Había que ser muy desconsiderado con las limpiadoras, y más bien un poco dejado con la higiene durante la infancia, para que de mayores hayamos llegado a ser si no noruegos, al menos gente medianamente civilizada.

¿Y queda algún retal suelto por ahí?... Alguno restará, sumará sumará, seguro.

... Por estos pagos me fundieron; por aquí y bajo estas circunstancias se fundaron los cimientos de lo que buenamente y a duras penas hoy me deja ser...

                                                :)



                                   


sobre los textos
©  Rafael Mariano Domínguez Fraile (ana casaenrama)


    OCTUBRE de 2014



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