Continuación de: Belma, Borges y otros. [ 2 ]*
ESTRAGADOS POR LA LOGSE...
El estar en vías de volar por los aires el símbolo de la confianza en sí mismo, de su fe en las promesas nobles -llenas de valor y generosidad- por las que siempre luchar -esto ya le habría sonado a chino-, le hizo adquirir pies de barro en todo lo demás de su vida. El gobierno de la Nao profesional con esos pinreles de adobe, provocaría nuevas y peligrosas vías de agua en el conjunto cada vez más vacío de su existir.
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Era
lunes, un lunes cualquiera de un ya avanzado otoño. Lalo Monje
estaba embocando la rotonda de Utiel que sigue enlazando la carretera
de Teruel con la A-3. El Sol estaba bajo a esa hora de la tarde. Las
hojas de las viñas comenzaban a tomar durante esos días el tono de sus
ya ordeñadas hermanas las uvas; la sangría de los lagares quería
pintar no sólo el interior de las botas, sino ser también
protagonista de la estampa rojiza e incendiada de los campos de la
valencia castellana al atardecer.
Iba
absorto y cansado; atendió a las señales, no quería irse para
Madrid. Cruzó el puente sobre la autovía, hizo el Scalextric y se
dijo en voz alta: - “¡Bien!”. Algo somnoliento, se metió una
pastilla de chicle en la boca. Intentó recordar un poco la jornada
desde que antes del amanecer saliese de su casa en Blasco Ibáñez...,
en Valencia.
Aquel
lunes tenía que estar antes de las nueve de la mañana en la granja
escuela situada en una pedanía de Talayuelas, en Casillas de Ranera;
allá por la encrucijada de Valencia, Cuenca y Teruel. Los dueños
del negocio de tan enlatada naturaleza habían contactado durante el
pasado verano con él. Necesitaban para el primer día de cada
acampada un profesional que impartiese unas nociones básicas sobre
cocina, partiendo de la materia prima que tanto el huerto como el
corral facilitaban con prodigalidad. Palabras casi textuales de los
señores dueños. Precisamente era este lunes el estreno de la citada
iniciativa. Cuando llegó a las ocho treinta pasadas de la mañana,
en la explanada del lugar ya estaba aparcado un autocar serigrafiado
a todo lo largo con: "Cástor College". El pastelero autobús ya no le
dio bien en la nariz.
Las
señales horarias de las siete de la tarde le sacaron del recuerdo de
su accidentado debut en ese rincón perdido de España. Al ver
Requena por el retrovisor miró la hora y calculó que llegaría
bien de tiempo a Micer Mascó. De haber habido allí en el coche -uno
de los lugares donde mejor nos despachamos a la hora de hablar solos-
otros oídos aparte de los suyos, hubiesen escuchado: “maldito
niñato Hijo de Puta”. Y es que trabajar con soltura era cada día
más complicado. Continuó conduciendo hacia Valencia y recordando...
Pepe
y Bienve -los dueños de tan natural negocio- le invitaron a
desayunar un bocadillo con el pan recién traído de Sinarcas,
abarrotado de embutido de Utiel; Lalo no le hizo ascos ni mucho menos
a la segunda sesión de la primera comida del día. Estas son las
ocasiones en las que a los melindres los tenemos que aparcar y
explayarnos en el placer -caviló gozoso.
Le
mostraron las instalaciones y los alrededores. Todo lo natural
abstraía siempre al cocinero, y en algunas ocasiones aunque sólo
fuese para comprobar que era fuente y principio de lo prodigiosamente
artificial de nuestras vidas modernas.
Sobre
el caño eterno del manantial, que brotaba en todo lo alto de la
Granja, Lalo oteó un bellísimo paisaje de interior. Tierras de
pinares -aquí, ya de pinares-, vid y cereal. Pensó una vez más en
el carácter abrochado de sus habitantes. Espíritu que hacía que lo
establecido y lo inamovible durante tantas centurias siguiese ahí.
Contrapunto del extremo costero, más propicio para personajes como
él: dispuestos siempre al salto de la mata, a salir corriendo o
navegando donde fuese: a Casillas de Ranera, a redescubrir si
hacía falta América…
Si
la inicial visión del cursi autobús no le olió bien, el golpe de
vista sobre la lista de los niños que resultarían con menos
espíritu granjero que Paris Hilton le pareció que no mejoraría
sus impresiones pituitarias. Los nombres y apellidos de los angelitos
y angelitas, con doce años la mayoría a esa altura del primer
trimestre del curso escolar, se los habían transcrito al español.
-
¡Cojones!, nombres chinos, rusos; ¡alto!, uno francés. Depardié
–mascullaba para él.
- ¿Depardié, s´il vous plait?...
- Oui Monsieur...
- En español si no te importa -lo observó; era un chico delgado…, de momento; lleno de granos; media melenita castaña y lacia. Podría ser-. ¿Familia del actor?..., ¿garçon?
- ¿Será tu clase igual de original que tu pregunta, Monsieur? -con tonito gabacho y todo, el gachó.
Lalo
calcó la miradita llena de mala leche tan bien escenificada por
todas las maestras del mundo: cabeza pelín gacha, puente de las
gafas a la altura media del de su hermano nasal, mirada sin pestañeo
por encima de las lentes y con las cejas enarcadas; vuelta a su sitio
inicial de las gafas. Aquí no ha pasado nada. Continuó la lectura
mental de la lista. ¡Hombre!: Nicomedes de Justo... ¡Este va
a ser mi hombre!...
- Nicomedes de Justo...
- ¡Dime tío!
Hijo
de Puta, tendrían que devolverle todo el dinero malgastado a sus
padres -Se dijo Lalo para sus adentros, y se sonrió como pudo por
afuera.
- ¿De dónde eres Nicomedes? -le espetó al niñato la preguntita de los desahogados.
- De Cofrentes. ¿Pasa algo?
Nada.
No había manera de rematar de forma cortés.
- ¿Y de Cofrentes vas todos los días a Puçol? -quería romper algo el hielo y encauzar al raspado y malaje zagal.
- Mi abuela me alarga a Valencia, y allí cojo el bus del cole.
- ¿Tu Abuela?...
- ¡Sí! ¿Qué pasa tío? Mi madre tiene horario de tarde noche y se levanta casi al mediodía.
- ¿Y tu padre?... -descaro con desenfado se paga.
- Mi padre, dice mi madre que es el delegado de Óscar Mayer en Valencia; pero que es el mayor cerdo de toda la empresa...porque no me reconoció el tío cabrón.
Esto
no se lo esperaba Lalo ni por asomo. La risotada del casi medio
centenar de los de primero de la E.S.O fue tal, que Bienvenida, que
estaba en el calvero exterior nivelando el trípode del infiernillo
de gas para la paella, salió como alma que se topa con los hermanos
Matamoros...; y apareció en un santiamén en el taller de cocina. Lalo,
al verla con la carita descompuesta salió al cuidado e iluminado a aquella hora
porche porticado de madera.
- ¿Qué le pasa a los mocosos esos, Lalo?
- No ocurre nada, no te preocupes Bienve. Es la edad. Están henchidos por tanto nuevo -no se lo creía ni él-. Además, se ponen bravucones estando encerrados.
- Es el pan nuestro de cada día. Yo creo que no están acostumbrados a tanto oxígeno -le respondía con desenfado la entretenida y ocasional pinche de cocina.
- Pierde cuidado, Bienve, yo los entenderé... Voy a volver adentro para sacarlos.
- ¡Ah, disculpa, Lalo!, se me olvidaba; no quedan ni tomates ni pimientos en el huerto. El sábado te los compré en el Mercadona de Utiel. Diles de todos modos a estos desarrapados de marca mayor que son de aquí, ¿vale?
- ¿Y el pollo y el conejo? -le preguntaba azaroso y desconcertado...el Cocinero.
- El conejo es de Artola, todo troceadito; ¡pero qué aseaos son estos de Artola! Lo tienes junto al fuego, en la bancada que te he armado para la paella. El pollastre igual que las hortalizas: de Mercadona.
- Pero..., yo creía que íbamos a hacernos un par de animalitos de los de aquí. ¡De los del Corral! Qué lástima, mujer -como queriendo parecer que esto le chocara.
- ¡Anda, anda, ni se te ocurra! Están de atrezzo. ¡Pobrecitos!
- Vaya por Dios... Por cierto, Bienve, ¿Lo del pimiento en la paella? ¡Eso es tuyo!
- ¡¡Ay Lalo, perdona!!, como mi marido es murciano; ya sabes...
Saliendo
todos los mastuerzos casi en desbandada del interior del albergue que
hacía de improvisada aula de cocina teórica, Lalo contempló, apostado y algo pensativo sobre el quicio de la doble puerta, cómo
se acercaban algunos a “Diesel”; y al paso de todos, la mayor
colección andante de braguitas y calzoncillos Calvin Klein jamás
vista. Durante la transhumancia de la descarada fauna, recordó que
en los Salesianos no les dejaban ni tan siquiera ir en zapatillas de
deporte a clase. El término medio -lo tenía clarísimo-, no
deambulaba en estos momentos por delante de sus narices.
Recordemos
que tras el desayuno con Pepe y Bienve a modo de pitanza, y mientras
los zascandiles niños cubrían sus aún vergüencitas con Marcas en
la parte de la Granja habilitada como dormitorios, y terminaban de
vestirse del modo más inapropiado para unos días de campo, él, en
el pequeño calvero donde la anfitriona hacía sólo unos
minutos casi fulmina un récord de velocidad, y que le recordaba a
las eras de su niñez, montó todos los útiles auxiliares para la
clase práctica.
Allí
se dirigían todos tras haberse roto -destrozado más bien- el hielo
del modo tan kafkiano como ya hemos contado. El numeroso grupo se
concentró alrededor de Lalo, y de la bancada improvisada por el
matrimonio, al modo que lo hacían los oficiales y suboficiales del
General Cárter en torno a éste antes de arremeter contra los
indios, con la pequeña diferencia de que el General Monje iba
a ser fusilado en breve y sin contemplaciones por tan peculiar tropa.
Habiendo
llegado a la clara y recogida explanada, el Cocinero pudo dar fe de
que el matrimonio anfitrión podía ser un par de impostores, pero
que no tenían nada que envidiar al pinche invisible de su amigo Arguiñano. Todo estaba allí perfectamente alineado y ordenado por
colores; eso sí, el género aún entero, sin picar ni trocear. ¡Qué
vergüenza!, el garrofón y el mismísimo ajo se estaban
descongelando ante sus narices. Antes de ponerse manos a la masa,
Lalo deseaba recabar un poco de información sobre la experiencia en
la cocina que los allí presentes quisieran transmitirle. Esto
comenzaba a ser insoportable, pues no pudo oír comentarios que no
fuesen: “Vaya rollo, en mi casa se encargan las paellas a La
Pepica”. “El mejol al-los se come en la China comunista”.
“¡Anda, anda, que como el de Casa Carmela ninguno!”. “Nada
como ir al McDonalds los domingos al mediodía con mi abuela y con mi
madre” -remató Nicomedes de Justo, hijo putativo de
Cofrentes...
- ¡Vale, vale, Chicos!; es suficiente. Continuemos -Lalo se iba cargando más y más.
- ¡¡Voluntarios -seguía hablando, voceando, él- para trocear un poco más este rico “pollo campero”, y picar esta “fresquísima” verdura!! Please...
¡Ninguno!;
además prosiguieron los exabruptos: “En casa se compra el ajo
picado ya, y congelado del Mercadona” -desde los medios del tendido
un miope presumiendo y no habiéndose puesto sus putas gafas de buena
mañana, se lucía-. “¡Qué asco, ajos; eso es condimento de
horteras!” -decía una Lolita al fondo-. “Para qué necesitamos
saber de paellas, si las ecuatorianas de casa no entienden ni
encienden las cocinas digitales de inducción; y encargan todas las
comidas al Restaurante del Corte Inglés” -el ucraniano Vladimir
quiso poner la mejor guinda en el peor pastel.
Intentó
recordar Lalo las pequeñas vejaciones sufridas en la cocina del
Campamento de Instrucción de Reclutas Nº 4 de Camposoto, San
Fernando, Cádiz; allá a principios de los ochenta, pero ¡qué va,
qué va!; los mamonazos que lo rodeaban sin cuartel en estos
momentos eran unos Hijos de Puta redomados. - “¡Se van a
enterar!” -se dijo calmoso.
- ¡¡Vamos a ver, vamos a ver, esta muchachada!!... Por favor los del fondo, un poco de compostura... Así, un poco mejor, gracias... Os voy a explicar con detalle cómo se hacían las paellas en Valencia antes de que hubiesen nacido vuestros abuelos por esos mundos de Dios. No os desbaratéis del todo que vuelvo en minuto y medio.
Recorrió
el repecho del otero donde se albergaban los corrales en treinta y
tres segundos. Oteó. Perfecto: en la balda de un estante el
trasportín de viaje del caniche de Bienve…, vacío. Lo trincó, y
tras la cancelita del mismo...enseguida estuvo un tierno conejito...;
¡sí!, de esos que nunca pensamos que fue un tierno conejito
mientras nos lo estamos zampando.
Al
pollo franciscano que -totalmente convencido- el lugar creía tener
controlado y tomado desde hacía cuatro años -calculó Lalo-, lo
volteó de un manotazo, asiéndolo por sus doradas patas. Se fijó en
sus hermosos y disuasivos espolones...
- Este necesitaría una hora de Magefesa por lo menos; pero para el caso...
Cuando
a los dos minutos estaban los tres de vuelta, no había diablo que a
cuatro metros de la paella se arrimara. En su breve ausencia
encendieron el ruedo del infiernillo de gas, y al culo de aceite de
1881 de la paellera que comenzaba a humear, traído por él desde
Osuna, los desgraciaos le habían añadido como primeros ingredientes
una sabanita y una pastilla de chicles.
- ¡Qué mal gusto los Cabrones, ni tan siquiera son Dunkin ni Bazooka!
Los
salpicones eran de chúpame dóminae. Dejó en el suelo el
transportín del primo de Roger Rabit; con la mano izquierda libre y
aprovechando que la goma de la botella del butano era más bien
larga, lo cerró de la caperuza.
El
pobre franciscano con su cabeza atiborrada ya de sangre debido a la
postura bocabajo adoptada, e internamente acojonado, no hacía más
que aletear. La peña ya no vacilaba tanto; se constituyó más bien
en un desperdigado escenario de estatuas confundidas. Los más
avisados, pasaron sus pantalones de la posición y parte baja de sus
caderas a sus cinturas.
Hizo
un pase de manos Lalo con el Hermano Pollo. Ahora lo cogía con la
izquierda. Lo tenía claro. El Animal iba a sufrir mucho menos que
sus Primos los de las granjas de engorde que tan felizmente nos
comemos. “Desenterró” con la diestra el “tomahawk” del tocho
de tronco que hacía las veces de tabla de cocina del IKEA. Consiguió
posar sobre la madera la cresta y buen trecho del pescuezo. ¡Zas!...
… Ni
el más atinado Arapajoe del Cine Planelles ¡vamos!, ni Carmelita la
Mata habiendo pasado la prueba de alcoholemia del anís Metro…
Desde
que el Hermano Pollo echó su último kiki matinal a la más atildada
y distraída gallina del corral, hasta este su último momento,
habían transcurrido cinco minutos escasos...contra casi un lustro de
envidiable vida...
- No está nada mal... -se consoló serenamente Lalo.
Para
el Conejo de la Suerte no era San Martín. Con el pulgar y el corazón
accionó el Cocinero el pestillo de la cancelita. Saltó raudo. El
más imbécil grupo de personas que jamás se había echado a la
cara salió despavorido hacia los cuatro puntos cardinales; no tanto
por el recién indultado roedor como por el implume y a la sazón
descocado Pollo. ¡Qué barbaridad!, ni el más aventajado pupilo de
John Bénjamin Toshack hubiese zigzagueado y dado los requiebros del
Franciscano con tonsura extrema.
Los
chillidos y alaridos de la imberbe turbamulta se comentarían días
después que se oyeron en el mismo Casillas de Ranera, encontrándose
la pedanía a casi una legua de distancia.
La
no tan pija como maleducada muchachada se fue congregando
instintivamente sobre algo que de allí la sacara, y le tocó al
autobús aparcado, claro. Comenzaron a activarse teléfonos móviles
en una época en los que éstos aún no eran habituales. No se sabe
cómo ni de qué manera, pero el caso es que en una hora y media muy
escasa, comenzaron a abarrotar la generosa explanada de bienvenida de
la Granja Escuela de pega, vehículos automóviles casi tan
descomunales como el Bus del Cástor.
Hacía
ya un cuarto de hora que Lalo, sin darle explicaciones a nadie del
entorno del enredo, se encontraba aparcando en la travesía de la
vecina Sinarcas. Quería despedirse; y comprar unas cocas de bacon,
embutido y sardinas arenques a su amigo el Panadero del Pueblo.
Echándole la llave al coche...vio pasar rauda, en sentido de ida, la
comitiva de la ONU a modo de padres escandalizados y ociosos..., por
lo que se veía en la estela.
Amasando
libremente los dos, y riéndose entre harinas de lo relatado por el
Cocinero, se les hizo la hora de cerrar al mediodía y de comer. No
declinó Lalo la invitación del Panadero y su Mujer a su Casa.
Las
formas humildes y honradas, el respeto ancestral y las miradas
francas y a los ojos que aquella pareja le brindó durante aquella
comida y su correspondiente sobremesa, para el Cocinero quedaron. De
lo demás...su selectiva memoria se encargaría.
El
consecuente Matrimonio acordó que sería ella la que abriría el
despacho de Pan aquella tarde de lunes. Él, no quería dejar escapar
a su amigo el Cuiner sin que visitase sus siete con siete
hectáreas de viñedo que entre el Pueblo y Utiel tenía. A tan
bucólico como práctico lugar iban a media tarde, y cada uno en su
coche para que tras la visita Lalo no tuviese que desandar el camino
ya hecho, cuando el aparatito de los “güebos” -bautizado así,
cariñosamente, el Alcatel por Monje- sonó en dos ocasiones...
Pepe
y Bienvenida, ésta de parte de ambos, y todavía alterada por los
incidentes recién acontecidos en su Casa, se interesaba de forma
amable por el cocinero contratado aún para los cuatro siguientes
lunes. A Lalo le dio en la nariz más que otra cosa, que temían que
se destapase el “pastel natural” a base de sacarina que tenían
montado.
Los
templó el que tenía que haber sido tranquilizado, y quedaron como
personas razonablemente educadas. Él les devolvería los emolumentos
correspondientes a las cuatro jornadas venideras que nunca cuajarían,
y que se habían pagado por adelantado. Ellos se disculparon por la
fauna con la que se habían estrenado -más necesitada de
reformatorio que de ninguna extraescolar-. Y reconocieron que
apuntaron demasiado alto para tan bajas, retorcidas y rocambolescas
miras.
Al
Sargento primero Del Bosque, Comandante de Puesto de la Casa Cuartel
más cercana a Casillas de Ranera, le dieron el aviso los del 112. La
señorita del probo servicio no consiguió anotar de parte de la
histérica Lolita comunicante, más que el siguiente mensaje
entrecortado e inconexo: "socorro, un tío loco, mucha sangre, hacha
de cocina, cabeza cortada, por favor sálvennoooss!!"...
A
Del Bosque le dio el teléfono de Lalo la ecolojeta pareja al
llegar al lugar de los hechos. El Benemérito Hombre llamaba desde el
interior del coche aparcado en el ya famoso calvero, e iba acompañado
-como no- por un Número de la Casa Cuartel.
Criado
en un cortijo entre Argamasilla de Alba y Tomelloso; educado por unos
Padres cabales, y estudiado a base de becas, esfuerzo y mérito
personal, no hizo falta que Lalo Monje le diese prolijas
explicaciones... El bigotudo señor acogió a la delegación de
Naciones Unidas como se merecía. Pidió documentación y papeles de
vehículos y personas sin contemplaciones. Se esmeraron -el Número
Gutiérrez y él- cotejando fichas técnicas y chapas de los
coches...como ninguno de nosotros lo hará nunca, mirando hasta la
última fecha del último yogur en la balda refrigerada del
Mercadona.
¡Ah!,
las últimas palabras del Cocinero para con el Guardia Civil fueron:
“Paz y Honor Amigo, que tenga usted un buen Servicio”.
Siete
coma siete hectáreas de viñedo en espaldera, en una muy ligera loma
viéndose al fondo la vinícola Utiel, era el lugar en la Tierra más
cercano al Cielo que el Panadero de Sinarcas podía pisar. Heredado
de sus Padres y honrado por él, según comprobaba en estos momentos
Lalo, pues el esmero en todo lo que allí se respiraba así lo
demostraba. Hablándole de la parcela el Panadero de deshacía -casi
textualmente- en parabienes, se emocionaba, se le humedecían los
ojos en contraste con la sequedad del entorno en este punto del
Otoño.
Lalo
sabía muy bien cuándo tenía que callar y deleitarse escuchando a
otro que tuviese Algo que decir. Comprobó una vez más en su vida lo
que amarraba la tierra; los sentimientos atávicos que despierta en
los Hombres. Cómo sí no -asentía calladamente el visitante-, si es
la base de nuestra civilización, si nuestras raíces están ahí
como las de las cepas... Bueno, como las de ellas no, de forma más
potente si cabe; en el sentido...que lo latente y lo que no se ve de
nuestro más profundo yo, empuja y arremete sin compasión mucho
más...que lo aparente que une la cepa con su terreno.
Llegó
demasiado pronto como siempre la hora de despedirse. Se desearon lo
mejor del mundo para ellos y sus familias, y con un fuerte apretón
de manos se dijeron hasta siempre.
Antes
de bajar del todo el Portillo de Buñol su teléfono recibió un par
de llamadas más. La primera era de Mau -su Mujer-. Que no se le
pasase; que hoy le tocaba a él ir a las ocho a la catequesis para
Padres de la Primera Comunión de Pinchuflín. “- No te
preocupes, amor, es ahora casi y media, voy bien de tiempo; no se me había
olvidado.” -la tranquilizó-. Habiendo restado los pocos metros
que le quedaban a la meseta, el Alcatel se iluminó de
nuevo...
- Sí, dígame...
[continúa en]...
Y de repente Éduard Vidriera Osborn..., por fin. [ 4 ]*
sobre los textos
© Rafael Mariano Domínguez Fraile (ana casaenrama)
marzo de 2014
© Rafael Mariano Domínguez Fraile (ana casaenrama)
marzo de 2014
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