Yo,
Efraín
Antonio Campo Flores, no
quiero pensar aquí en esta jaula quÉ resultará de este cacho
de carne
bautizada en iglesia colonial hace ya más de treinta años,
despojado y arrojado a su suerte: mi sino; toda vez que la viuda –mi
tía Cilia– se abalanzó a los pies del nuevo Caudillo Diosdado, en
hinojos, allá en Miraflores, cuando todo lo que refiero sucedió.
Mi
relato tiene asignado todos los dejes patéticos que me transmitió
días después una mujer, cuya tribulación quiso hacer
honrada competencia con la que aquí me tiene postrado entre
insoportables barrotes en el esquisto de Manhattan a orillas del brumoso Hudson.
Quizás
haya que buscar el origen de esta tragedia en ese regusto
ciclotímico que siempre poseyó y persiguió mi tío, que se
balanceaba entre el histrionismo sin cuartel heredado de Chávez y la agostada media lagrimita a menudo tan efectista. Creo que por lo
mastodóntico e irrefrenable del personaje Maduro se puede entender
su amor por las avecillas canoras: sólo visionando una sola vez La
Bella y la Bestia lo desenredaremos...
De
su amor-odio hacia la Madre Patria España sólo diré que su
profunda afectación, invariablemente con focos y micros de por medio, tenía
muchísmo que ver con la de aquellos que siendo conscientes de sus
limitaciones y sus miserias no se atreven a reconocer la grandeza allí donde Todo tuvo su cosmogonía, o lo que es lo mismo: la negación
del mulato bastardeado hacia su progenitor, por definición.
Cuando
el Embajador en Madrid –Mario Isea–, recién aterrizado en Maiquetía
“Simón Bolivar”, cómo no, le trajo casi en mano el mandado de
un pajarillo mixto nacido allende los mares –en la Valencia española–, nadie supuso entonces lo que acarrearía el efecto mariposa, y muchísimo menos lo
que sería morir de aquella manera tan despiadada y estomagante, casi.
<<¡Rajoyyy,
Rajoyyy, cuchi, cuchi!>>. Le iba susurrando el Metrocanciller en su Toyota Sequoia de a 65000 imperialistas dólares, dentro aún el pardalet de la mínima
jaulilla aposentada sobre sus faldas, mientras el séquito presidencial y los criminosos motorizados le allanaban Caracas.
Lo
que resta hasta lo fatal he tenido que entresacarlo –casi en indicativo tiempo presente– de los balbuceos de mi tía Cilia Flores, en un llamado telefónico
estilo narco, por lo parco y abreviado.
Son tres en el despacho de Miraflores: Ella, Diosdado y Nicolás. A éste
le ha faltado tiempo para posar el mansito animal sobre uno sus
índices, seguramente el izquierdo, claro. Y acto seguido, entre
arrullos y suaves mecidas, se ha ido acercando la ternurita cantora
hacia su boca: <<¡Rajoyyy, Rajoyyy, cuchi, cuchi!>>. Cuando
ha iniciado de nuevo el mismo empalagoso sintagma, el mixto ha embocado
raudo, nunca mejor traído, y se le ha encasquetado allá entre la tráquea y el esófago. Han sido los dos últimos minutos de sus vidas; en algún
sitio estaría escrito, como que yo voy a pudrirme en un penal
Yanki.
Diosdado
por lo visto lo intentó todo, iba de suyo, claro. Y hasta le oradó
el pescuezo con un abrecartas con la cabeza del Libertadorrrr, en
marfil, en un último y desesperado intento. Un muy etéreo plumón del pecho, del muy atinado entre canario y jilguero, posándose sobre la punta de la nariz
de Cabello, fue el resultado de todo el estrépito*.
<<¡COMANDANTEEE?>>.
Acertó a decir Diosdado. Me dijo mi tía.
*Asfixia Mecánica rezó en el certificado de de-función expedido por un joven galeno estudiado en la hemmana Facultad de Ciencias Médicas de Guántanamo.
*Asfixia Mecánica rezó en el certificado de de-función expedido por un joven galeno estudiado en la hemmana Facultad de Ciencias Médicas de Guántanamo.
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سيف
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