El hecho de poder escribir un relato en tercera persona es uno de los logros más sublimes de la Humanidad, tanto, como lo que supuso el tránsito de "El Elefante": entre las iras y las tiras del periódico de trasantier y el cuatro #4# capas de Scottex.
Amanecerá Dios y medraremos
… nunca cierro los labios cuando he abierto mi pecho.
Dickens
El
maldito reloj interior, amén de su próstata sobredimensionada ya
-rondaba los cincuenta-, le hicieron abrir sus ojos, ponerse sus
perennes gafas, calzarse sus chanclas eternas en verano y dirigirse
con mucho sigilo, para no molestar el bendito sueño de Mau, hacia el
baño más alejado del dormitorio. Allí le esperaba Roca:
loza lechosa, dichosa y testigo siempre al amanecer del semblante
inefable de alivio de Lalo. Era el primer momento de indecisión del
día, pues dudaba si apuntar hacia el agua remansada en el fondo con
el consiguiente ruidito, o hacia la loza con sus salpicones tan monos
y desagradables; solía ganar la opción intermedia, al fin y al
cabo, no hacer ruido con la cisterna era también complicado, y
limpiar un poco el reborde de la taza era asimismo asaz obligado,
pues si la anterior visita al señor Roca había sido la de su
adolescente, indolente y a ratos zangolotino hijo, éste no era
siempre tan escrupuloso como el padre. Mientras que con su trocito de
higiénico sacaba brillo hasta a las bisagras cromadas de la tapa,
cavilaba que todo esto era preferible a la mariconada de mear sentado
tan asentada en otras latitudes. "¡Qué suerte ser meridional a todo
trapo!", exclamó para su capote Lalo, a la vez que se congratulaba..., dándole con brío al pulsador de la cisterna.
Lavadita
de manos, gafas y cara; el día había comenzado para una persona que
en cualquier nimiedad había aprendido a ver y sentir el milagro, si
no de la vida, sí de estar vivo, muy vivo.
Alzar
la persiana del salón era el segundo reto que le afanaba contra los
decibelios. Una casa al amanecer es como la caja de una guitarra
española cuando se roza su cuerda más grave: cualquier tañidito
sobre ésta causa gran resonancia. Despacito subía la persiana; la
corredera de cristal era su aliada, ésta sonaba poco. Listo; acceso
libre a la terraza y al jardín, su otro gran amor.
Lalo
no encontrará nunca explicación al hecho de quedarse pausado,
pasmado, extasiado durante largos minutos en el jardín de su casa al
amanecer. Se recrea en el tomo que ha cogido la grama después de
tanto cortarla, regarla, abonarla y vuelva usted a empezar.
Conscientemente no relaciona la simpatía que siente hacia los bordes
cortados casi con regla y el verdor rayando la negrura de su pradera;
no asocia la voluntad de perfección que lleva él con su jardín,
con la voluntad de poder de la grama. Lalo y la grama están tan bien
avenidos, como un padre esforzado viendo a su hijo rebelde hecho un
hombre cabal al paso de los años. El arte de su jardín era una
forma de expresar su propia vida. Se sentía fuerte y salvaje como
los brotes en mayo de grama, buganvilla y pitosporo, pero los límites
de esta brutal fortaleza estaban limados por su sentido de comunidad,
traducido en su vida...por su familia. Ésta era para él, lo que la
tijera de podar y el cortacésped eran para su jardín...
A
su mente aún legañosa le vino las palabras del maestro Ortega: “He
reducido el mundo a mi jardín y ahora veo la intensidad de todo lo
que existe”. De pie en la terraza, observando en el horizonte los
largos dedos azafranados de la aurora desperezándose, hizo buena la
frase de su amigo Santayana: “La vida consciente es un sueño
controlado”. Giró ciento ochenta y un grados sobre sus talones y
se recreó ahora en la visión del apartamento bajo con jardín; éste
había sido el sueño hecho ladrillo, cemento, aluminio y cristal, de
él y de Mau. Lalo había sabido llevar al terreno de sus gustos a su
mujer. El Mar le atraía, le llamaba, le susurraba; la
afición la sentía no por el mar en su totalidad, no por su
bastedad, no por lo lacónico y lo bucólico de él; tampoco por
aspectos por decirlo de algún modo más mundanos, como deportes
náuticos o similares; ni tan siquiera se sentía abrumado por las
duras profesiones relacionadas con el piélago, tal como su buen
amigo Lucrecio, siglos antes, había sabido plasmar como nadie: “Es
dulce, cuando sobre el vasto mar los vientos revuelven las olas,
contemplar desde tierra el penoso trabajo de otro; no porque ver a
uno sufrir nos dé placer y contento, sino porque es dulce considerar
de qué males te eximes.” Su amor por él estaría definido como
algo complejo; compuesto -por un lado- de un sentimiento
irracional e innato que lo avasallaba, y -de otra parte- por un
ambiente, sí, como suena, un ambiente; como el que pudiera darse
en la barra del bar de un cine de verano cuando cortan la película,
no siendo este el caso. El entorno que lo imantaba era limitado, y
por ende medible y asequible para él; y le daban forma: la Orilla
próxima y unas decenas de metros hacia la raya, hacia el
horizonte; la Visión relajada de Lalo como observador situado
al borde del mar -fuera éste de arena, cantos o roca- frente a la
raya perfecta; y el Sonido de las olas al romper, bien
fuese remansadamente en las finas arenas del Mediterráneo con el
relajante siseo de sus cortos flujos y reflujos, o con el murmullo
del aplauso que llega y se apaga en orillas soladas de conchas...
Este era el entorno que lo imantaba.
Visiones
y sonidos, por no hablar de olores y caricias de brisas sobre su
piel. Si quisiéramos rematar el ambiente ensortijado por los cinco
sentidos, sólo nos faltaría añadir el bote de cristal con su
salmorejo en la neverita de playa, que no se sabe si con más asombro
que envidia veían sacar los bañistas de alrededor. Todo estaba
como codificado en él desde muy pequeño, desde que sus padres allá
por los años sesenta le descubrieron veranos atestados de sol,
playas y alegrías. Fueron aquellos periplos en el 600 desde la
campiña sevillana hasta la Costa del Sol.
Lalo
siempre sostenía que el gusto por paisajes y entornos de montañas e
interior era un deleite impostado y traumático, en el sentido que
allí donde no se viera uno rodeado por la inmensidad del Agua no se
podría rememorar la entrañable sensación de seguridad del vientre
materno, y menos aun los albores de nuestra existencia. La montaña y
el interior le parecían duros; el mar, la mar, se le antojaba
reconfortante. Era capaz de clasificar caracteres en base al gusto
por el mar o por la montaña. Así pues, se podía ser dulce,
melancólico, afable y sentimental; o bien rudo, realista, altivo,
despegado… Esta reducción sobre la idea de: dime a cuántos
kilómetros de la costa te sientes a gusto y te diré cómo eres, la
fundaba en buena parte en lo dicho por su amigo Lao-Tse: “Lo blando
vence a lo duro, lo débil vence a lo fuerte. Todo el mundo conoce
esta verdad, pero nadie la practica.”… Ahondando aún más;
relacionaba la montaña con la parte más primigenia y “dura” de
nuestra mente, ese bulbo que nos emparienta con los reptiles. Así,
que si te gustaba el ambiente serrano, tú serías una persona
instintiva y poco sofisticada. Sin embargo, el mar lo relacionaba por
su condición de mullido y acogedor con las esferas más modernas de
nuestra mente, estando éstas en íntima relación con la parte más
noble, creadora y abstracta de nosotros.
Cierto
día, Santayana le espetó que su teoría era buena, pero que
sin duda sería igual de gentil contada al revés. Él se molestó
sobremanera y le rebatió argumentando...que si había visto a algún
lagarto en una ciudad costera estremecerse delante de un Sorolla;
Jorge Ruiz, de tapadillo, se sonrió por el desvarío, y le
refutó de nuevo con aquello de: “un genuino amante de lo bello
podría no entrar nunca en un museo”. A lo que Lalo prefirió no
dar más réplica, y en un acto de simpático e íntimo desagravio tiró de la competencia, y muy para sus adentros recordó al
gran Camus, ese otro gran enamorado del mar: “¡Gran mar, siempre
trabajando, siempre virgen, mi religión con la noche! El mar nos
lava y nos colma en sus surcos estériles. Nos libera y nos mantiene
erguidos. A cada ola nos hace una promesa, siempre la misma. ¿Qué
dice la ola? Si tuviera que morir, rodeado de frías montañas,
ignorado del mundo, renegado por los míos, en fin, al cabo de mis
fuerzas, el mar vendría a último momento a llenar mi celda, vendría
a sostenerme por encima de mí mismo y a ayudarme a morir sin odio.”
La
combinación de sol, brisas y baños, durante los largos días del
estío, le servían para cargar las pilas de su salud. Se
vanagloriaba durante el largo invierno viendo caer a su alrededor
aquejados de resfriados a unos y otros, mientras él lucía lustroso
e indemne haciendo gala de sus reservas veraniegas. Los baños de sol
sin hacer herida; este era su lema y su medida. Hacía cruces sobre
los salones de rayos uva, pues no entendía cómo el personal, si
realmente gustaba de los favores del hermano Sol, no disponía de un
cuarto de hora para tomarlo en la terraza o en la azotea de sus
casas. Era el que más aplaudía la actitud de ingleses, alemanes y
holandeses, viniéndose a vivir a las costas mediterráneas. Ellos
sabían dónde estaba el tesoro y habían venido a buscarlo. Ellos
hacían buena la frase de Meleagro de Gádara: “La única patria,
extranjero, es el mundo en que vivimos; un único caos produjo a
todos los mortales”; o aquella otra que llevaban grabadas las
legiones romanas como carta de presentación: “ubi bene, ibi
patria”, que al cambio venía a ser algo así como: allí dónde
estoy bien, tengo mi patria.
Sólo
con observar pasear a los guiris durante un día soleado de invierno
en cualquier paseo marítimo…, eran de ver; si te cruzabas con
ellos y les mantenías la mirada, te sonreían, te saludaban; sus
ojos todos claros brillaban con la luz del agradecimiento, y la
alegría de poder disfrutar y compartir el clima que la Providencia
había puesto en estas latitudes. No sólo veías jubilados de países
del norte como antaño, ahora se dejaban caer parejas jóvenes con
sus retoños. ¿Dónde criar a la prole mejor que aquí?, pues en
ningún sitio, se contestaba él mismo. Niños bien dotados
genéticamente más sol meridional… ¡Con estos, con estos se
tienen que mezclar los nuestros! Mientras hacía su cavilación
eugenésica...una urraca se posó sobre la grama del jardín;
esculcó, picoteó y, con sus andares como de niño embutido en saco
de carreras, repitió la operación aquí y allí. Esta imagen le
trajo otra de su infancia: los espurgabueyes sobre los lomos
de los toros bravos en las dehesas de La Campiña sevillana.
El sol del Sur había sido su vida hasta bien cumplido el cuarto de
siglo. Sol rabioso; metido en vereda por tierras fértiles,
envidiables, las cuales llenaban los graneros y las despensas de toda
España.
¿Por
qué el Sol estaba tan centrado en la vida de Lalo; por qué casi le
obsesionaba? Él se decía que había hecho un ejercicio práctico y
de justo reconocimiento sobre la figura del astro rey. Afirmaba que
el noventa por ciento de la población mundial había desertado de su
vinculación consciente con la Naturaleza, y por ende con su motor
Helios. En las ciudades y pueblos de la Tierra, los paisanos en
general no tenían ni noción ni tiempo para pensar sobre el hecho
milagroso y misterioso de la salida y puesta del Sol. Para aquéllos,
Éste se encontraba ahí de igual manera que la luz del frigorífico
cuando se abría su puerta. Lalo, sin embargo, reconocía el gusto
que tuvieron los pueblos ancestrales adorando al hermano Sol y la
hermana Luna. Nuestros antepasados se postraron acongojados ante
Éstos, pues eran conscientes de que si algún día el Sol tenía un
desliz, un devaneo, y se le ocurría no salir..., sus cosechas y sus
animales se harían hueros. Una semana de vacaciones del astro rey
-noche profunda-, significaría la muerte por congelación; así
estuvieran los del taparrabos a la sazón en el Sahara mismo. Lalo no
era tan simple y pardillo como para reconocer que aquellos
sentimientos y angustias no eran extrapolables a nuestros días; pues
en general todos sabíamos que el hecho de que no saliera el Sol una
jornada...era tan imposible como tirarle una piedra a la suegra y que
el chinote se desviase y apareciese en la luna. No, lo chocante para
él, era que el personal no reflexionase nada sobre el Misterio que
había encerrado en toda la naturaleza. Este hecho era para Lalo el
síntoma inequívoco del endiosamiento, la vanidad, el orgullo mal
entendido y la autosuficiencia del hombre “moderno”. Para él,
Dios estaba en la fuerza de la gravedad; en el hierro que
compartíamos las estrellas, el corazón de la Tierra y nuestra
propia sangre; en la distancia justa que separaba el Planeta Azul del
Sol, y que permitía la Vida. En última instancia, Dios, El
Misterio, se encontraba en la descarga de sus neuronas que hacía
posible estos pensamientos. El Misterio, para Lalo, era algo hermoso
que se nos había dado; pensaba que quien no era capaz de asombrarse,
de maravillarse y de saberse retirar a ratos de la lógica y la razón
a ultranza..., estaba muerto en vida… Tanta soberbia el hombre, y
no sirve más que pa juntar moscas…; no era suya la frase,
era del Maestro Borges…
En
el achantarse, en el quedarse sin aliento y sin respuesta ante la
última causa sin explicación, aquí encontraba Lalo la clave para
ahondar en cualquier pensamiento transcendente o sentimiento
religioso. Un acto de fe, religioso o no, tenía para él la fuerza y
lo reconfortante de saberse grande por tantas respuestas para
millones de cosas, pero estaba y se sentía exento de darle cuerpo al
postrero motivo y fundamento, al último por qué..., para lo cual
bastaba un: sí..., creo. Este tipo de exención estaba ligado a su
vida no sólo para actos de fe, religiosos o no, sino para las
promesas, los votos.
El
ejemplo más claro era su Familia. Si se había comprometido con
ella, ¡qué más daban los altibajos sentimentales, emocionales y
económicos! Su fuerza y su confort apuntaban en este sentido: podría
haber mil explicaciones para variaciones en las emociones y
sentimientos, pero había un núcleo duro exento de toda mudanza;
estaba a salvo por una fórmula mágica: Sí, Quiero.
Para
él, esta forma de pensar no estaba fundada en ninguna mojigatería,
menos aún en una concepción afectada de romanticismo. El amor en
lata al estilo Hollywood era la antítesis de su vida, pues estaba
convencido que lo romántico al estar afectado por la pasión era un
amor sembrado de dudas. Expresiones tales como incompatibilidad de
caracteres o se les acabó el amor de tanto usarlo, le repateaban el
hígado, y algo más…
Ser
amigo de Chesterton era muchísimo más complicado que serlo de la
pose profesional de Jorge Javier Vázquez, y no podía por menos que
acordarse del primero: “Si los americanos pueden divorciarse por
(incompatibilidad de temperamentos) no puedo entender por qué no
están todos divorciados. He conocido muchos matrimonios felices,
pero nunca uno compatible. La idea del matrimonio es luchar y
sobrevivir el instante en el que la incompatibilidad se hace
incuestionable. Porque un hombre y una mujer, en cuanto tales, son
incompatibles”.
A
Lalo le gustaba enlazar estos pensamientos y a la vez relacionarlos.
El Arte era para él el epítome perfecto, así como la encarnación
de esta forma suya un poco peregrina de pensar. El sentir popular nos
decía que la obra artística era fruto de las musas, de la
inspiración que viene y va caprichosamente. Él estaba convencido de
todo lo contrario; y cuando observaba la fiesta del pan de Sorolla,
lo que principalmente alimentaban sus entendederas eran pensamientos
sobre el frío o el calor sufrido por el valenciano mientras pintaba
por La Mancha; el peso descomunal de esos marcos y bastidores, o si
el mecenas de Nueva York pagaría en forma y fecha el trabajo
realizado.
Disfrutaba
Lalo viendo en el Arte en general salidas tangibles y, a la vez,
sublimes de su modo de pensar. Si el mundo artístico en todas sus
facetas estaba afectado en muchas ocasiones por una pátina de
esnobismo y superficialidad, él sabía que rascando esta pelusilla
siempre aparecería aquello con lo que se identificaba y se fundía:
la parte de la férrea voluntad humana que cual mano divina rompía e
interpretaba a la Naturaleza; y aquello que una vez leyó, y que por
muchas vueltas que ahora le daba no sabía a quien endosárselo…:
que el Arte comenzaba allí...donde la razón no encontraba más
explicaciones. Esto último, y esenciado en la sonrisa de la
Gioconda, era lo que a él le encandilaba y hermanaba directamente
con el hecho de caer de bruces ante el Misterio.
El
no saber reconocer y apreciar todo lo anterior de forma consciente,
había despertado partes de nuestra mente menos aparentes y
escondidas, pero presentes con gran fuerza; partes que arremetían
desde el sótano, desde la inmensidad oceánica del subconsciente
colectivo. Eran fuerzas que reclamaban que no era bueno el estar
solo; predicaban angustiosamente sin ser oídas, que humillarse ante
la última pregunta sin respuesta no era necesariamente propio de
seres inferiores e incompletos. Estos Tótems arremetedores,
profundos y ávidos de ser alimentados, eran contestados por nosotros
con actitudes acomplejadas y descafeinadas; intentábamos
entretenerlos y disiparlos con cachivaches de soberado que nunca
saciaban las Necesidades Arcaicas. Con el fin de contrarrestar
Afirmaciones tan molestas como lo Misterioso, o los grandes
compromisos de la vida que intentaban fluir desde el fondo de
nuestras mentes, nos habíamos sacado de la manga muletillas para
torear tremendo Toro, tales como pseudo religiones
-ecología-ecolatría-, tomadas de forma radical, con las que
sólo acariciábamos la cerviz del Animal. En otras ocasiones,
amansábamos y anestesiábamos a la Bestia con el simple acto de
consumir, consumir y consumir…
Evocó
a Savater, y le sacó del apuro en esta ocasión: “…la ecolatría
se ha convertido en el dogma pintiparado de beatos sin fe
transcendente y comunistas sin comunismo…” Era de ver la manía
ecológica: había que separar la etiqueta de papel del bote de
cristal, no fuésemos a dañar el entorno, el ecosistema, la
sostenibilidad… Yo reciclo, ergo duermo tranquilo. Era: ¡reciclen
coño, y sálvense, Ar!
Para
Lalo, las modas medioambientales, las pseudo religiones ecológicas e
incluso la monomanía consumista, no eran más que neurosis mal
resueltas, causadas por todo lo que había reflexionado con
anterioridad. Eran malas soluciones o soluciones a medias, evitando
afrontar el hecho sin complejos y con responsabilidad plena, de que
los humanos éramos, de forma sanamente entendida, el súmmum de las
especies en nuestro planeta. Teníamos ante la madre Tierra un deber
cultural y estético; preservaríamos lo mejor que pudiésemos
nuestro entorno; pero de este planteamiento, a la esclavitud de no
probar la carne o sufrir por no ser escrupuloso con el uso de los
cuatro contenedores de basura, iba el abismo que separaba su forma de
pensar con la que reinaba, si no de forma generalizada, al menos sí
a menudo. Empero, jilguero -caguernera en su tierra de adopción- que
no le cantase durante tres o cuatro meses seguidos, era jilguero que
se podía sentir en libertad: le abría la puerta de la jaula.
Además, a la hora de cavilar sobre lo que se comería en su casa,
prefería cocinar pollo o pescado, antes que lo que él llamaba
nuestros hermanos los mamíferos. Conque Lalo, a su estrafalaria
manera, también contaba con un corazoncito mini-ecológico.
Para
él, quien mejor había expresado parte de todo este tótum
revolútum, de este batiburrillo de pensamientos sentidos y
sentimientos pensados, había sido su gran amigo Albert Camus: “He
aquí también unos árboles cuya aspereza conozco, y un agua que
saboreo. Estos perfumes de hierba y de estrellas, la noche, ciertos
crepúsculos en que el corazón se dilata: ¿cómo negaría este
mundo cuya potencia y cuyas fuerzas experimento? Sin embargo, toda la
ciencia de esta tierra no me dará nada que pueda asegurarme que este
mundo es mío. Me lo describís y me enseñáis a clasificarlo. Me
enumeráis sus leyes y en mi sed de saber consiento en que sean
ciertas. Desmontáis su mecanismo y mi esperanza aumenta. En último
término, me enseñáis que este universo prestigioso y abigarrado se
reduce al átomo y que el átomo mismo se reduce a electrón. Todo
esto está bien y espero que continuéis. Pero me habláis de un
invisible sistema planetario en el que los electrones gravitan
alrededor del núcleo. Me explicáis este mundo con una imagen.
Reconozco entonces que habéis ido a parar a la poesía: no conoceré
nunca.”
¿Lalo
estaba lelo? No. Simplemente, a tan intempestiva hora, resguardado
sólo un poco en la terraza del jardín, era víctima de ese pico de
baja temperatura que se da justo antes de la salida del sol. Sus
pensamientos no es que estuvieran ateridos a aquella hora, sin
embargo le faltaban la calidez y claridad que el paso del día,
quizás, le irían dando. Todavía el cielo de la Marina Alta -su
universo, su mundo- no se había incendiado, pero antes de desayunar
quería seguir siendo pirómano de los tiempos que le había tocado
vivir. ¿Eran acaso éstos muy diferentes a otros pasados o
venideros? Él tenía claro que a grandes brochazos, no..., ¿o a lo
mejor sí? Grandezas y miserias habían sido calcos unas de otras,
tiempo tras tiempo. Cambiaban los personajes, pero el escenario -la
condición humana- siempre se repetía…: de igual manera que la
sonrisa maliciosa de las azafatas al soplar por el tubito del chaleco
salvavidas...
Estas
cavilaciones y supuestos tan variados y de distinto pelaje; este
gusto por desempolvarlos; y bruñir ideas y actitudes ante la vida,
un rato antes de darle banderazo de salida al día, y
presto a honrarlo, tenían para Lalo Monje un fuerte simbolismo.
Además, le gustaba presentarse ante las siguientes veinticuatro horas,
habiendo hecho un repaso del camino recorrido hasta el momento; y más que del camino, de las piedras de éste, del
momento y circunstancias de su vida en que tropezó, de cómo
consiguió reponerse…, y lo más importante: recrearse con las
canas galardonadas en cada embate, y con el hombre renovado y sus
vicisitudes que iba surgiendo al paso por la vida. Pensó el
madrugador anfitrión, minutos antes del fogonazo de la amanecida,
que las visitas veraniegas, del año en que había roto la cinta del
medio siglo, deberían marcar un antes y un después en su existir,
si no, ¿qué le quedaría que contar a sus nietos sobre el estreno de
esta su próxima media centuria?… El simple hecho de contemplarse en
medio de su jardín, de pie, amaneciendo en ese retiro que se habían
construido Mau y él para gozo y solaz de todos los que por allí
caían, era motivo suficiente de satisfacción en aquella primera jornada que abría la temporada.
Lalo
estaba listo; los azúcares en sangre le pedían, le suplicaban que
¡ya estaba bien!, las neuronas más mojigatas y nenazas le
amenazaban con no enlazar más sus malos o peores pensamientos; pero
él, fiel a su desvarío, quiso homenajear en un último esfuerzo
todo lo anteriormente relacionado; deseó brindar por él mismo y por
Mau Persán. Primero, con un aviso para navegantes -del Dr.
Johnson- que decía algo parecido a: “…miserable en demasía,
desgraciada es aquella pareja que se ve condenada a reducir de
antemano a los principios de la razón abstracta (bla, bla, bla,
bla…) todos los detalles de la vida doméstica, un día tras otro.
Hay casos en los que puede decirse muy poco y hacerse mucho”.
Segundo,
con la modesta, prosaica y rabiosa poesía de su querido London:
“… allí, a causa de su sencillez elemental, no tuvo
inconveniente en casarse con una mujer indígena. Fue feliz, y en la
dicha de su vida matrimonial se ahorró los deseos, vehemencias e
inquietudes que amargan, como si fueran una maldición, la existencia
de otros hombres más aburridos y complicados, que les impiden
realizar tranquilamente sus trabajos y deberes y terminan por
absorberles el seso y hacerles esclavos de sus preocupaciones.”
Entendió
finalmente, unos segundos antes de fundirse la aurora, que si no
poseía esta capacidad para concentrarse y para estar solo, no
tendría la habilidad suficiente para merecer el cariño de los
suyos, porque personas siempre juntas de forma empalagosa,
transparentaban una relación en cierta manera parásita y con poca
hondura. La moraleja en forma de contradicción le decía: saber
estar solo para desde la autoconfianza y la fe en uno mismo darse a
los demás. Y así, Lalo quiso hacer bueno al buenísimo de Lao-Tse,
cuando se refirió a que las palabras que son estrictamente
verdaderas parecen ser paradójicas; o al otro que dijo...que todo
tiende hacia su contrario.
El
Sol, tras haber arropado definitivamente al alba y superando la
montera de nubes soldadas al horizonte, le hizo reaccionar del
resplandor. El Cocinero estaba lleno de rituales, bueno, eran éstos
los que contemplaban su vida. Hacía treinta y tres minutos y medio
que, como soldado en garita de guardia, plantaba su figura sobre su
jardín; si algún inquilino más de los apartamentos hubiera tenido
la sana costumbre de levantarse al amanecer, se hubiese preocupado
por tener un vecino autista. Pero no, su aparente ausencia no era más
que el envoltorio de su estado reflexivo y aún somnoliento, al no
haber tomado todavía su Nescafé y su par de tostadas.
El
desayuno era un momento perfecto para él; era la comida que nutría
su cuota, si no de soledad deseada, al menos de intimidad para morder
y sorber a su gusto; además, qué mejor que estar solo en esos
primeros bocados de la mañana...en los que uno no acaba de ser
persona del todo hasta que la cafeína le despabila. El tener el café
y las tostadas en todo momento calientes le hacían permanecer de
pie, lo que no era síntoma de precipitación y rapidez, sino
condición indispensable para añadir un poco más de leche caliente
al tazón por cada sorbo dado, e ir sacando el pan de la tostadora
por tandas. Lalo era un sibarita-gárrulo; no necesitaba desayunar
con 5J pero sí hacerle alegrías al pan antes de
meterlo en la tostadora y comérselo bien calentito. Con el último
sorbo de café se tomaba la cápsula de Permixón, y siempre
acudía a su cabeza el chiste del medicamento... Cuando alguien le
preguntaba que por qué tomaba “eso”, él siempre
contestaba...que el urólogo le había diagnosticado sobredimensión
generalizada de órganos...de cintura para abajo…; y aquí venían
las risitas, claro.

sobre los textos
© Rafael Mariano Domínguez Fraile (ana casaenrama)
octubre de 2014
Y de Regalo...
Antonio siempre...
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