Lo recuerdo como si hubiese ocurrido ayer mismo, ¡vaya!...
Fue
el segundo sábado de agosto de dos mil diez, cuando el Casio de
pulsera, con las patillas rotas, recompensado por sus servicios
y jubilado sobre la mesita de noche --de railite sin parecerlo-- de mi amigo, tuvo
que esperar bastantes minutos más que los primeros sábados del
verano para avisar que el sol había salido ya. Muy pocas veces el
negro y mutilado reloj de esfera gris panza de burra tuvo la satisfacción de
avisar a su dueño y señor, pues era siempre espectador de
excepción de que el despertador que mejor funcionaba, en este caso,
era de carne, hueso y espíritu inquieto.
Habíamos quedado de forma singular y tempranito en la salida del aparcamiento de su casa, cafeinados y despejados ya, para resolver en Valencia City uno de esos asuntos mal nombrados personal... Quien manejase el auto en el trayecto no viene ahora al caso..., quizás al final.
Habíamos quedado de forma singular y tempranito en la salida del aparcamiento de su casa, cafeinados y despejados ya, para resolver en Valencia City uno de esos asuntos mal nombrados personal... Quien manejase el auto en el trayecto no viene ahora al caso..., quizás al final.
Los
días seguían siendo largos --de hasta veinticuatro horas--, pero las
horas de luz que reinaban sobre nuestras vidas desde que Dios nos
implantó retinas comenzaban a declinar --como azafatas en mostrador
de facturación antes de prejubilarse-- en esta segunda quincena de
tan Augusto mes. El catorce de agosto, el llamado corazón del
verano da sus últimas bocanadas, y como agotado después de
treinta días ininterrumpidos ganándose tal reputación, tiene un
receso, para ir desembocando poco a poco en el último tercio del
estío; éste, ya más manso, recatado, desigual, y, sobre todo y
vocacionalmente, menos caluroso. Esta serie de días corrían cuando
muy de mañana un coche con matrícula aún de provincias enfiló esa
última torrentera hoy asfaltada, urbanizada y nominada Vía Augusta,
para abandonar la Villa de Xàbia y hacer fin de trayecto unos sesenta y nueve minutos más tarde en la Capital del Guadalaviar, Dios y pericia del conductor
mediante. En su cuidado interior íbamos con suficiente antelación; y mientras el que guiaba se despabilaba y engranaba marchas,
observó la cara de satisfacción de una cuadrilla de barrenderos --“limpiadores urbanos”-- que se le cruzó en la travesía de la
población; alegría fundada por el aguacero caído la tarde noche
del viernes, y que había dado un baldeo general, a modo de
zafarrancho, a las calles de tan barrancosa y torrentera localidad de
la Marina Alta alicantina. Cuando marchábamos sobre el llanito que desemboca en Gata
de Gorgos, las viñas a pie de carretera nos ofrecieron un panorama
muy similar al que pudo observar cualquier arriero cientos de
años atrás. A la derecha y al fondo, el protector del microclima de
la comarca --qué suerte que todas las comarcas del mundo cuenten con
un microclima…-- , el primo de Zumosol, al cambio: El Montgó. La
tierra caliza y anaranjada, que a duras penas se dejaba atisbar
debido al gran fronde de las cepas, se intuía chorreando y
esponjosa: setenta litros de agua, regalo del cielo en cada cuadro de
a metro, albergaba.
Antes
de levantarse la barrera del peaje, la mente de mi mejor amigo, siempre indignada al
mejor…, peor estilo de Spinoza --“… aunque la indignación
parezca ofrecer la apariencia de equidad, lo cierto es que se vive
sin ley allí donde a cada cual le es lícito enjuiciar los actos de
otro y tomarse la justicia por su mano.”--, y en ese gesto
impaciente, y por extensión Donquijotesco, arremetió contra la
Santa Inquisición de los noticieros meteorológicos vistos por él la
noche del viernes. Según la fauna de la información del tiempo, de
cualquier cadena, episodios pasajeros de tormentas veraniegas estaban íntimamente ligados a la retahíla de efectos del cambio
climático provocado por ese Gran Lobo: El Hombre. Mostrarnos
un gráfico con la secuencia de temperaturas máximas a ras
atmosférico habidas durante los últimos veranos y endilgar a
continuación las imágenes devastadoras de una inundación era
práctica --además de habitual-- informativamente torcida y
calenturienta. El amigo Maldonado no hubiese nunca consentido el
haber mencionado el término “episodio de gota fría” para una
señora tormenta de verano. A mediados de agosto, la “bomba” del
Mediterráneo no estaba presta todavía, pues, si bien, su masa de
agua evaporada era ya considerable, no lo era aún la baja
temperatura que debería tener la atmósfera para condensarla
brutalmente, como ocurría muy a finales de setiembre y durante
cualquier día de la lotería de octubre. La diferencia entre el
bueno, cabal, templado y perito Maldonado y la actual y calentóloga
fauna meteorológica era justo la que había entre el hombre del
tiempo y el hombre del saco. Uno nos informaba sobre si se nos
mojaría la tortilla de patatas en el pinar de nuestro pueblo, el
otro nos intentaba sumir en un fondo obscuro y apocalíptico. Mi amigo y acompañante se
sonrió al recordar la pequeña y testimonial higa que el meteorólogo
cordobés le hizo a Al Gore, al declinar la invitación de aquel
encuentro ecolojeta a orillas del, por otra parte, más limpio
Betis de la historia reciente. Buena parte de estos Señores del
Tiempo postmoderno le recordaban al conductor la estrategia de El Corte
Inglés para anunciarnos la llegada de la primavera: comenzaba a
correr la tercera semana de febrero..., y mientras aún nos helábamos
de frío ya era primavera en… Ellos igual: tormentazo en el
Mediterráneo durante la Virgen de Agosto, y ya estaba la gota fría
instalada y haciendo de las suyas. Y si la noticia era complementada
con las imágenes de un huracán en el antiguo imperio Austro-Húngaro --va por ti, Berlanga-- y las de unas inundaciones de la temporada
pasada del monzón..., bueno, bueno, entonces la información era
desasosegante y garantía de consumo de sales de fruta durante la
tarde --va por ti, Eno.
Si
nos moríamos de frío en invierno: cambio climático provocado por
las pérfidas calefacciones humanas; asaditos vuelta y vuelta en
verano: calentamiento global debido al insolidario y contaminante
occidente. El tufito de fondo, y final de todo telediario que se
preciara, había de ser: vosotros los chiquitos occidentales debéis
sentiros culpables de algo, mejor... de todo; vuestras vidas están
cimentadas sobre el sufrimiento del resto mayoritario de la
humanidad, y por consiguiente tenéis que aguantar una caterva de
noticias horrendas. La táctica de mi amigo para con la tele en ese
momento era la misma que la utilizada con su mujer: mirada fija al
fondo negro de la pantalla --en este caso-- una vez apagada, y
circunspección. “No me cuentes penas, cuéntame alegrías”,
les recriminaba a una y a otra, según el caso... “Pero…, ¿qué
le he hecho yo al clima?... ¿Qué le debo yo a los negritos de
Somalia..., en exclusiva y solamente durante quince días en
Navidad?”... Tales eran en esta ocasión las eternas y
consoladoras --a ratos-- preguntas de mi amigo... Parecía ser.
Si
le daba vueltas al asunto, reconocía que las mujeres y hombres del
tiempo eran al final unas víctimas más, pues su sección, por
decirlo de algún modo, debía beber de la misma fuente que el resto
del noticiario: el efectismo y el tremendismo... Pasó como una
ráfaga ante su sesera..., y se imaginó el posible tratamiento que
hubiese suscitado en todos los medios de comunicación el descomunal
episodio de gota fría durante los días 1, 2 y 3 de octubre de
1957..., pero trasladados a la actualidad. Y es que ocurrieron cosas
por aquellos ya lejanos años sin que nadie las encuadrara en ningún
cambio climático, y menos aún le endilgara la culpa de los
acontecimientos al trasquilado género humano.
Don
Manuel Pacheco Fernández, Jefe del semáforo (faro) del Cabo de San
Antonio, durante la tarde del primero de octubre de 1957 ya lo tenía
claro: “viento frescachón, viento frescachón”, se dijo a sí
mismo y lo plasmó por escrito para que no cupiese duda. Se ve..., que
la frescura del viento vespertino, más lo que barruntó que se
avecinaba, hizo que la lectura --a última hora de la tarde, del
pluviómetro de hierro galvanizado-- correspondiente al uno de octubre
la dejase para el dos. El dos de octubre se organizó la del dos de
mayo. El pluviómetro se le desbordaba cada doscientos litros caídos; así que donde rezan en el estadillo histórico 878 l/m2..., debió poner al menos
1000; resultado del agua monzónica de aquel ensayo de diluvio
universal. Sumados a los trescientos del día 15 de octubre, nos da
un mes pluviométrico de auténtico récord.
Lo
que el bueno de D. Manuel Pacheco, aquella tarde de 1957 que
estrenaba mes no supo explicar nunca, y que al día siguiente le tuvo
vaciando pluviómetros como lechera vendiendo a cazos el contenido de
su cántara, fue lo siguiente: una depresión aislada --Borrasca (la cursi Dana de hoy)-- en niveles altos de la atmósfera, a unos cinco kilómetros
y medio aproximadamente de altitud, con núcleo frío inferior a
veinte grados bajo cero, sobre el oeste de la península ibérica,
observó --la mencionada Borrasca-- a vista de pájaro --mejor de
satélite--, cómo, en superficie --al nivel del mar--, un
potente Anticiclón sobre Irlanda hacía girar su masa de aire
relativamente frío en el sentido de las agujas de un reloj y la
canalizaba así hacia el pasillo mediterráneo; ayudado, además, por
un “perro pastor” en forma también de borrasca situado
al norte de África, y que hacía a la vez girar sus vientos en el
sentido contrario a las agujas del mismo reloj. Así la cosa, y
metidos todos en la Túrmix meteorológica, resultó: que
irlandeses y africanos formaron un episodio de gota fría del carajo.
En definitiva y en román paladino: Durante aquellos ya lejanos días,
al pasillo mediterráneo fue invitada una masa de aire frío
procedente de Europa, ayudada a embocar por las bajas presiones sobre
el Norte de África; y que durante su cadencioso paseo se recargó de
la humedad del Mare Nostrum, se inestabilizó y se apalancó a modo
de espaldera sobre el espinazo montañoso que corre paralelo a la
costa. Jávea sacó su número; y le tocó el gordo, el segundo,
tercero, cuarto y quinto premios, todas las terminaciones, y decir la
pedrea sería mucho exagerar, pues granizar parece que no granizó,
ni falta que hizo.
A mi ensimismado amigo, como parte de esa ráfaga recordatoria, le vinieron otros
sucesos muy similares al de 1957 en este recoleto rinconcito de la
Marina Alta. El quince de octubre del mismo año, la capital del
Turia sufrió los efectos de un episodio menor que el de Xàbia, pero
que informativamente eclipsó a éste; el veinte de octubre de 1982,
a la comarca de La Ribera le hubiese encantado declinar el honor de
haber recogido otros 1000 l/m2 en veinticuatro horas; y treinta años
después de las tribulaciones de D. Manuel en su precioso enclave
farero del Cabo de San Antonio, en los albores de la época
calentita, y a punto de ser bautizado ya como efecto del
cambio climático provocado por El Hombre, en La Safor se
volvieron a abrir los cielos a principios del otoño.
Unos
momentos antes de enfilar la autopista, que le daría la mano y el
abrazo con el asunto a tratar, observó las torrenteras --ahora en holganza-- que alimentaban al Río Gorgos. Pensó, sobre la
marcha, en la socarronería del carácter javiense, “cediendo” de
forma graciosa, educada, humilde y --sobre todo-- recalificada la parte del pueblo que una
vez urbanizada no parecía en absoluto la desembocadura natural de
todo aquel precioso córner de España. Y quiso vislumbrar e imaginar en un
otero --antes de meter quinta--, detrás de un maldito matojo importado
de yerba de la pampa, a un grupito de mujeres, hombres y niños en
taparrabos, los cuales corrían..., y gritaban balbucientes y
cacofónicas palabras contemporáneas de antes de Adán, para poner a
salvo sus muy peludos culos de lo que les dejaría aquel cielo
amenazante de aquel mes que aún tardaría miles de años en
llamarse… Octubre.
Trasladado,
por ejemplo, el diluvio de 1957 a nuestros días, habría sufrido el
más monacal silencio la “anécdota” de que dicho año fue uno de
la serie de años consecutivos tras la segunda guerra mundial con
tendencia a la bajada de temperaturas --la serie de años bajando el
mercurio se prolongó durante las décadas de los 40, 50, 60 y parte
de los 70--. El marco lo habrían silenciado de igual manera, y no era
otro que el de la presencia masiva de gases de efecto invernadero,
cuya procedencia era de la borrachera industrial tras la Gran Guerra.
La causa y el efecto fueron, entonces, contrarios a sus tesis
actuales; pues a grandes emisiones de gases durante el frenesí
fabril, le deberían de haber correspondido tendencias claras de
subida de temperaturas..., y no fue así... Y nadie hoy se digna a
recordarlo..., rememoraba él.
Cuando
volvamos a tener un verano tórrido como el del dos mil tres o el de 2015, en el
que toda persona que pasó y que volvió de las Baleares tuvo que
tratarse los golondrinos de sus sobacos, pues los poros sufrieron un
destajo estajanovista nunca visto, nadie se acordará --cuando esto
vuelva a ocurrir-- de sus visitas al boticario suplicando la cremita
que abre los poritos; y si todo lo anteriormente referido está
prácticamente olvidado y demuestra la barbilla de cristal que
poseen los asuntos del tiempo para ser recordados, entonces: ¿qué
esperamos evocar y que nos rememoren de lo acontecido en materia del
tiempo medio siglo ha? ¿Pretendemos acaso que los actuales
calentólogos y su cohorte tendente al infinito hagan una
conversión súbita a enfriólogos, para explicarnos que hace
más de medio siglo la atmósfera se enfriaba mientras la atiborraban
de gases de efecto invernadero, cuando según ellos debió hacer
justo lo contrario? ¿Queremos que nos recuerden episodios brutales
de gota fría como los de hoy pero multiplicados por cinco;
pertenecientes a una época donde ellos aún no tenían el copyright
del cambio climático?... "No, ¡verdad!... Va a ser que no", me espetó el tío machacón...
Poner
el foco sobre aquellos acontecimientos ocurridos en el mismo preciso
y precioso camino que ahora transitabamos, suponía para él un
acto de desenmascaramiento hacia los cachondos que de un tormentazo
veraniego actual recreaban poco menos que el fin del mundo. Parecía
que dejar sin resuello al televidente, al final del martirizante
noticiero, era garantía para asegurarse su fidelidad.
El
pellizco de mala conciencia fomentado por la información en
general, era la vaselina que nos hacía rodar sin muchos chirríos
y estridencias hacia el próximo telediario, y además era cuota
ramplona y suficiente para hacernos sentir mal el ratito justo y
preceptivo... antes de despedirnos de la emoción molesta que causa el
infortunio ajeno. El pellizquito, en exacción convertido, entretenía
y acongojaba al alimón al personal para que no ahondase más allá
de la manipulación de los medios. Mi amigo, en su mente reducida, no
asimilaba, por un poner, la compatibilidad simultánea de
comer boquerones fritos y ser espectador --durante los telediarios-- de
carnicerías entre tribus del África de los Grandes Lagos. Tras
hacer la digestión de los boquerones, aceptaría que alguien le
explicase las fratricidas luchas entre africanos; y él, prestarse a
hacer cualquier tipo de reflexión. Lo que nadie conseguiría de él, en este caso, sería que se sintiese mal o culpable. Si las
guerras y las hambrunas de África las sintiera de corazón como cosa
suya, nadie tendría que indicarle, y menos recomendarle, actitudes
con la causa: la haría suya, las haría suyas...; si no, su corazón
no se impacientaba demasiado. Así la cosa: que telediarios más
boquerones fritos quedasen al mismo nivel y a la misma hora, como que
no… Los primeros luchaban tenazmente por su malestar general y por
hacer riquitos a los de Eno; mientras que los segundos querían
hacerle partícipe del goce de lo que nos afirma, alimenta y
definitivamente nos hace fuertes. Lo demás para el embebido conductor era la
exaltación de lo banal, o burdas lagrimitas de cocodrilo a las tres
y a las nueve.
Esta
postura podría parecer cimentada sobre un corazón de granito,
pero mil veces explicada a quien no pusiera oídos sordos, no le
importaba repetirla una vez más. A él, sin embargo, se le antojaba
fundada sobre sentimientos sinceros, razones nobles y con voluntad de
remover conciencias bien pensantes, de toda la vida y abotargadas por
la caridad del todo a cien. Al Cocinero de Jávea le reventaban el
cráneo cuando se hacía apología de cierta mala educación
emocional y se difundían mensajes tales como: “el hambre en la
India podría ser atajada, e innumerables Ciudades de la Alegría ser
construidas, sólo con el gasto en cosmética de los
norteamericanos.” Este enfoque de la vida tenía para Lalo una
lectura infernal, y significaba en último término que la conciencia
podía ser cualquier cosa para nosotros menos un bálsamo. En otras
palabras: la conciencia de cada uno de nosotros se convertiría en
una gigantesca bota a modo de presta espada de Damocles que repatearía
siempre a su dueño y señor, antes que hacerlo con alguien o algún
asunto en cualquier momento. ¿Qué significaba todo esto, coño?: ¿que al yankee de turno se le tenía que indigestar el aftershave
de todas las mañanas de su vida?, o que si bien hacía oídos a las
consignas al uso, y en un ataque de generosidad el importe anual de
su loción lo enviaba al subcontinente..., ¿tendría que seguir
oyendo la misma letanía pero esta vez por ejemplo para el hambre en
Somaliland o en Etiopía? ¿Y así hasta cuándo, hasta dónde?;
¿hasta que no quedase culo americano que repatear?, ¿hasta agotar
los países del mapamundi que salvar?... Silencio... No hay
respuesta.
Quería
verse sorprendido algún mediodía por un enfoque menos maniqueo --de
buenos bonísimos y malos malísimos--, menos discriminatorio sobre el
tema del hambre, ya fuese en África o en la India; tratando por
ejemplo sin tanto remilgo a industriales hindúes del highparade del
Forbes ; o sin ir más lejos, y relacionado con la falta de pan en el
mundo: cómo disfrutaría viendo abrir un telediario con la imagen
del indio Karuturi y sus repetidas y delatoras palabras “¡oro
verde, oro verde!”; y a continuación cualquier periodista, se
llamara Pepa, Fran, Ana, Lorenzo o incluso Angels o Matías,
criticando de forma acerada-inoxidable la postura del gobierno
etíope, al arrendarle al avispado indio la friolera de cuatrocientas
mil hectáreas --¡400.000 estadios de fútbol!--, con un
contrato..., que el de cualquier plaza de garaje de andóbal habría
sido un dechado de prolijidad y de cláusulas, comparado con el
firmado por la parejita de piel atezada… ¿Qué noticiario había
abierto, o simplemente informado a lo largo de él, con la primicia
de que la producción de estos regalados y feraces campos etíopes iría a parar íntegra a los puertos del cercano golfo de Adén, para
abastecer y jugar en los mercados de materias primas?... ¿Seguiría
ahí el rey de las flores con sus tractores, cuando el maíz o el
aceite de palma cotizasen en el sacrosanto mercado a mitad de
precio?... ¿Quién coño abría un telediario denunciando este
expolio de corte neo colonialista del siglo XXI?...
Cuando
el amigo Vasile --creo, a esta altura del viaje, que el café matutino no le sentó bien del todo a mi amigo--... Cuando el amigo Vasile, decía, dejara de vacilarnos tanto, con sus amigos Jorge
Javier y Belén --y nos eximiese de los reflejos de sus espejos
puestos en nuestros mejores muladares--; y se llevara con
viento fresco allende los Apeninos comentarios tales como “[...]la
reputación de una empresa está en la cuenta de resultados. El
espectador nos ve si quiere, nadie le obliga, y somos líderes de
audiencia. En cualquier caso, nosotros trabajamos por el éxito, no
por la gloria”…; y abriese a las tres o a las dos y media todo el
equipo de sus informativos aplaudiendo a rabiar a la población de
Madagascar por levantarse contra su Presidente Ravalomanana --con ese
nombre recordando la canción del verano de 1978, no era nada de
extrañar--, debido al intento por parte de éste, de regalarle
a la Daewoo Logistics media nación cultivable --el equivalente a un
millón trescientos mil campos de fútbol, ¡coño!--, durante un
periodo de un siglo..., entonces, cuando esto sucediera, se denunciara
aunque sólo fuese de pasada, y NO nos mostrara Tele5 con tanto denuedo al yankee
rasurado y perfumado como a diablo emplumado…, llegado este momento --ínclito Vasile--..., a mi amigo Lalo se le encogería el
corazón al ver al negrito lleno de moscas, a las tres o a las nueve…
Si en agosto habían decidido que prácticamente no pasaba nada en el
mundo, entonces él había resuelto que todo el año era
informativamente hablando agosto...
Enseguida recorrimos el tramo final del trayecto...
- ¿Qué está pasando, señor?... ¿Le ocurre a usted algo?...
Lalo tenía puesto el "piloto automático" desde que embocó la A7. De forma especial, desde su reflexión cebada... ya no sabía exactamente por qué... Ahora se encontraba absorto y sin reaccionar junto a la batería de garitas en la salida de la autopista..., y delante de la barrera, que no se abría porque le restaba por resolver la minucia de pagar el peaje.
- Siete cincuenta por favor..., muchas gracias y buen viaje.
Desfilamos de refilón por la Ford y la Albufera, y entramos de cañón por Ausiàs March hasta el fondo de Valencia..., hasta Blasco Ibáñez. Aparcamos de cine.
Enseguida recorrimos el tramo final del trayecto...
- ¿Qué está pasando, señor?... ¿Le ocurre a usted algo?...
Lalo tenía puesto el "piloto automático" desde que embocó la A7. De forma especial, desde su reflexión cebada... ya no sabía exactamente por qué... Ahora se encontraba absorto y sin reaccionar junto a la batería de garitas en la salida de la autopista..., y delante de la barrera, que no se abría porque le restaba por resolver la minucia de pagar el peaje.
- Siete cincuenta por favor..., muchas gracias y buen viaje.
Desfilamos de refilón por la Ford y la Albufera, y entramos de cañón por Ausiàs March hasta el fondo de Valencia..., hasta Blasco Ibáñez. Aparcamos de cine.
Miró Lalo hacia el asiento del copiloto y estaba completamente vacío...
... Viendo cómo se acercaba mi hijo por el bulevar de Blasco Ibáñez hacia la zona azul, para echarme una mano con algúnos enseres de cocina que me harían falta ese día, le arrojé al retrovisor una cómplice, amistosa y última mirada.
... Viendo cómo se acercaba mi hijo por el bulevar de Blasco Ibáñez hacia la zona azul, para echarme una mano con algúnos enseres de cocina que me harían falta ese día, le arrojé al retrovisor una cómplice, amistosa y última mirada.
- ¿Qué pasa Papá, te vas a quedar ahí sentado y pensativo lo que resta de día?...
- Perdona, Lucero, ya sabes que a veces me embobo.
- Eso te pasa por pasar tanto tiempo solo en Jávea... ¡ Vamos!, que ya te tengo todo preparado en la cocina tal y como me has indicado.
- Vete subiendo las cosas del maletero, que yo mientras le compro la tarta a la Yaya.
- ¡Oye, Cuiner?... ¿Cómo viajas casi siempre solo y sin música?
- Ya te lo he explicado mil veces, Lucero... ¡Dímelo Tú!
- ¡Ay Dios, Papá!, a desempolvar a tu querido tocayo de nuevo... "Música, vas demasiado aprisa, demasiado segura, demasiado alegre para que yo te entienda".
- ¡¡Pues eso, Chaval!!... ¡¡Vámonos!!
sobre los textos © Rafael D. Fraile (ana casaenrama)
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